En los últimos años, la llamada economía azul se ha presentado como la estrategia global para proteger y aprovechar de manera sostenible los océanos. Sin embargo, detrás de este discurso se esconde un proceso profundo de mercantilización: los mares y sus ecosistemas dejan de ser bienes comunes para transformarse en activos financieros y espacios de inversión. Esto significa poner precio al mar, a sus recursos y hasta a sus funciones ecológicas, con el fin de atraer capital, generar rentabilidad y abrir nuevas fronteras de acumulación.
La economía azul, presentada como una salida frente a la crisis climática y el deterioro de los mares, en realidad despliega un conjunto de mecanismos que consolidan la mercantilización de los océanos. Detrás del lenguaje de la sostenibilidad se abren nuevas formas de apropiación y control, expresadas en diversas prácticas que transforman al mar en un mercado.
En un momento en que los océanos enfrentan presiones sin precedentes, la minería submarina aparece como una de las amenazas más graves. Gobiernos y empresas la promueven como alternativa “sostenible” para obtener minerales estratégicos destinados a la transición energética, pero en realidad se trata de abrir una nueva frontera extractiva en los fondos marinos, ecosistemas de enorme fragilidad y todavía poco conocidos por la ciencia. No es casual que, en foros internacionales como el realizado en Niza en 2025, se haya intensificado el debate sobre esta actividad: mientras la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos avanza en la concesión de licencias, cada vez más voces advierten que la minería profunda podría desencadenar daños irreversibles en la biodiversidad oceánica y en el clima global.

Es desde este contexto que se vuelve urgente revisar críticamente los discursos de la llamada economía azul. Esta nota se elabora a partir del libro Mercantilizando los océanos: Economía azul y sus impactos en el territorio marino costero del Ecuador de Raquel Rodríguez, Elizabeth Bravo, Soledad Jácome y David Reyes (2025), el cual aporta claves fundamentales para comprender cómo la mercantilización de los mares se viste de conservación y sostenibilidad, mientras oculta dinámicas de despojo y exclusión sobre comunidades costeras.
Prácticas concretas de mercantilización
La economía azul despliega múltiples mecanismos para convertir al océano en mercancía:
- Bonos azules: instrumentos de deuda emitidos por gobiernos y bancos que financian proyectos de pesca, turismo o energías marinas bajo el rótulo de “sostenibles”. Trasladan las lógicas de Wall Street al espacio oceánico.
- Carbono azul: manglares, praderas marinas y humedales costeros son transformados en “sumideros de carbono” comercializables en mercados de compensación. Estos esquemas suelen restringir el acceso comunitario y consolidar nuevas formas de despojo.
- Áreas marinas protegidas con lógica empresarial: creadas bajo metas globales como el compromiso 30×30, terminan excluyendo a comunidades costeras del uso de sus territorios, mientras ONG y corporaciones controlan la gestión.
- Canjes de deuda por océanos o naturaleza: países endeudados ceden soberanía sobre zonas marinas a cambio de alivio financiero, en operaciones opacas mediadas por bancos multilaterales y grandes ONG conservacionistas.
- Turismo y certificaciones de sostenibilidad: sellos y etiquetas “verdes” legitiman actividades que muchas veces consolidan exclusiones o maquillan prácticas extractivas (bluewashing).
- Minería submarina y energías marinas a gran escala: se promueven como energías limpias o de futuro, aunque sus impactos en ecosistemas poco conocidos son severos e irreversibles.
Todas estas prácticas muestran cómo la economía azul convierte los mares en un laboratorio financiero y empresarial, donde la biodiversidad, la cultura y la vida comunitaria pasan a un segundo plano.
Estas prácticas no se justifican solas; necesitan de un marco ideológico que las legitime. Allí aparece el entramado conceptual que convierte la mercantilización en una aparente estrategia de conservación. Bajo nociones como “servicios ecosistémicos” o “soluciones basadas en la naturaleza”, se maquilla el despojo y se presenta el negocio como cuidado ambiental.
El encubrimiento conceptual: sostenibilidad como máscara
El avance de la mercantilización no se presenta abiertamente como un proceso de privatización, sino que se disfraza bajo discursos de sostenibilidad y conservación. Entre los conceptos más usados están:
- “Servicios ecosistémicos” y “capital natural”: se asigna un valor monetario a funciones vitales del océano (regulación climática, biodiversidad, belleza escénica), reduciendo lo vivo a “capital”.
- “Crecimiento azul” y “soluciones basadas en la naturaleza”: lenguaje tecnocrático que promete beneficios ambientales y económicos, pero invisibiliza las desigualdades sociales y culturales.
- “Naturaleza positiva” o “cero emisiones netas”: metas ambiguas que legitiman compensaciones financieras sin transformar las causas reales de la crisis ecológica.
- “Bluewashing”: campañas de marketing que presentan a empresas como defensoras del océano mientras mantienen prácticas dañinas o extractivas.
Este encubrimiento funciona como una nueva colonización discursiva, en la que la conservación se convierte en negocio y las comunidades locales son relegadas a proveedoras de servicios turísticos o guardianes tercerizados de sus propios territorios.
Ese andamiaje discursivo no es neutro, sino que se sostiene en una amplia red de instituciones y organizaciones internacionales, financieras y estatales. Son ellas las que dan forma legal, técnica y política a la mercantilización, y quienes gestionan los océanos desde lógicas globales que desplazan las decisiones locales.
Instituciones y organizaciones protagonistas
El entramado de la economía azul está sostenido por una amplia red de actores a nivel global y nacional:
- Agencias multilaterales: Naciones Unidas (PNUMA, Pacto Mundial, FAO, UNESCO), Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo, que impulsan marcos legales y financieros para la economía azul.
- ONG conservacionistas globales: The Nature Conservancy, WWF, Conservation International, que han transitado de ser gestoras ambientales a actores financieros con fuerte influencia en políticas públicas.
- Fondos de inversión y bancos privados: promotores de bonos azules, seguros marítimos y otros instrumentos financieros aplicados al mar.
- Gobiernos nacionales: que adoptan normativas de áreas protegidas, acuerdos de deuda o programas de “crecimiento azul”, en muchos casos sin consulta real a las comunidades.
- Empresas transnacionales: del turismo, energía, pesca industrial, minería submarina y transporte marítimo, que se benefician directamente de la apertura de nuevas fronteras extractivas.
Consecuencias para las comunidades
Las implicaciones de este modelo son profundas. Las comunidades costeras enfrentan desplazamiento o restricciones de acceso a pesquerías y territorios; pérdida de autonomía en la gestión local, ya que las decisiones se toman en foros internacionales o en directorios corporativos; conversión de su rol en prestadoras de servicios al capital; y aumento de la desigualdad, donde los beneficios quedan en manos de inversionistas y los costos sociales y ambientales recaen en las poblaciones locales.
En definitiva, la mercantilización de los océanos refleja la continuidad de un modelo colonial, donde los mares se convierten en nuevas fronteras de acumulación bajo narrativas “verdes” y “azules”. Más que proteger, se busca extraer valor económico de funciones vitales, invisibilizando derechos, culturas y formas de vida de quienes históricamente han cuidado y convivido con el mar.
Este sistema de gobernanza, lejos de ser novedoso, reproduce patrones históricos. La manera en que se definen las reglas, se apropian territorios y se excluyen comunidades revela la continuidad de un modelo colonial que se adapta al siglo XXI bajo ropajes verdes y azules.

Mercantilización y colonialismo: una misma lógica con nuevos ropajes
La mercantilización de los océanos no surge en un vacío: se inscribe en la larga historia del colonialismo. Desde la expansión europea en el siglo XV, los mares fueron concebidos como rutas de extracción, transporte y dominio. Bajo el principio de la “libertad de los mares”, las potencias coloniales justificaron la apropiación de rutas, puertos y recursos marinos, siempre subordinando a los pueblos costeros e insulares.
Hoy, la economía azul reactualiza esa misma lógica bajo un lenguaje tecnocrático y ambientalista. En lugar de galeones y compañías coloniales, aparecen bonos azules, áreas protegidas y canjes de deuda; en lugar de virreinatos, ONG globales, bancos multilaterales y gobiernos asociados al capital transnacional. El mecanismo, sin embargo, sigue siendo el mismo: declarar los territorios marinos como espacios vacíos de sujetos políticos, para luego gestionarlos desde centros de poder lejanos.
El colonialismo clásico justificaba la exclusión de comunidades con el argumento de que eran un obstáculo al progreso o una amenaza para la “civilización”. La economía azul repite ese patrón al presentar a las poblaciones locales como “depredadoras” o “ineficientes”, y al proponer que la verdadera conservación solo es posible bajo marcos empresariales y financieros. Así, la soberanía de los pueblos sobre sus mares y costas se erosiona, mientras se consolida un colonialismo financiero y ecológico que convierte la biodiversidad en capital natural y la cultura en un atractivo turístico.
El trasfondo es claro: la mercantilización oceánica no busca únicamente generar negocios, sino reordenar las relaciones de poder en torno al mar, desplazando el protagonismo histórico de comunidades costeras e indígenas, e imponiendo una visión donde la vida oceánica vale solo en la medida en que produce réditos económicos.
La minería en aguas profundas representa quizás la expresión más cruda de esta continuidad. Al convertir los fondos marinos en yacimientos estratégicos para la industria global, se reactualiza la lógica colonial de ver al océano como un espacio vacío y disponible, sin reconocer sus dinámicas de vida ni a las comunidades que dependen de él.
Minería submarina: la frontera extractiva de la mercantilización
Uno de los ejemplos más evidentes de cómo la economía azul abre nuevas fronteras de acumulación es la minería en aguas profundas. Bajo la promesa de extraer minerales estratégicos para la transición energética —níquel, cobalto, cobre, tierras raras—, se impulsa la idea de que los fondos marinos son un “tesoro” aún inexplorado, disponible para alimentar la industria tecnológica global.
La minería submarina está directamente vinculada con la mercantilización de los océanos porque:
- Transforma ecosistemas en depósitos de recursos: los suelos marinos dejan de ser espacios vivos y complejos para convertirse en yacimientos a explotar.
- Institucionaliza la apropiación internacional: la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos (ISA) regula concesiones en zonas internacionales, consolidando un régimen de acceso que privilegia a empresas y Estados con capacidad tecnológica y financiera.
- Financiariza el riesgo ambiental: se promueve la minería marina como parte de la “economía azul sostenible”, asegurando inversiones con bonos y seguros, mientras los impactos ecológicos —muchos aún desconocidos— se externalizan hacia el planeta y las comunidades.
- Refuerza la lógica colonial: al igual que en el pasado, los territorios considerados “vacíos” son repartidos y explotados desde centros de poder globales, negando la voz de pueblos costeros e insulares que dependen de la salud de los ecosistemas marinos.
Al encuadrar la minería submarina como parte de la solución al cambio climático y la transición energética, la economía azul convierte un grave riesgo socioambiental en una oportunidad de negocio. En realidad, se trata de un paso más en la mercantilización de los océanos: poner precio al fondo del mar, invisibilizando que allí habitan ecosistemas únicos, esenciales para la regulación climática y aún desconocidos para la ciencia.
Referencia
Rodríguez, Raquel, Bravo, Elizabeth, Jácome, Soledad, & Reyes, David. (2025). Mercantilizando los océanos: Economía azul y sus impactos en el territorio marino costero del Ecuador. Kahlomedia.
Crédito imágenes: Semanario Universidad.