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La delgada línea entre proteger y perder: el vaivén de la defensa ambiental

Esta semana, los reportes de Philippe vangoidsenhoven sobre la costa caribeña dejan una sensación ambivalente. Cuatro episodios que, entre victorias parciales y reincidencias frustrantes, confirman que la lucha por el ambiente es una batalla de resistencia: una de cal y otra de arena.

Caso 1: Acción rápida que sorprende

En este primer caso se trató del intento de construcción de un puente sobre una quebrada, precedido por chapeas en los lados, como se observan en las fotos. La denuncia activó un proceso poco usual: en menos de un mes las autoridades inspeccionaron, remitieron a Fiscalía y ordenaron paralizar la obra. Philippe lo celebró con sorpresa: “ya por fin sí y resulte que sí ya habían ido y ya paralizaron el trabajo, se terminó. Guau”. Normalmente, los casos tardan meses en llegar siquiera a inspección, pero esta vez la intervención fue oportuna.

Este resultado cobra aún más valor si se recuerda el antecedente: más de un año antes se habían presentado 12 denuncias sobre esta misma área, sin que se realizara ninguna inspección. Philippe relata que, al revisar después de tanto tiempo, comprobó que no se había actuado. Su nueva denuncia fue la que finalmente activó las inspecciones.

El contraste con procesos anteriores es abismal: antes, una denuncia podía quedar dormida más de un año; esta vez, en apenas tres semanas, ya estaba en Fiscalía. Este ejemplo demuestra que, cuando existe voluntad institucional y compromiso ciudadano, la ley puede aplicarse de manera efectiva, protegiendo los ecosistemas antes de que el daño se vuelva irreversible. Además, resalta la importancia de fortalecer los mecanismos de vigilancia y seguimiento ambiental, para que más casos puedan replicar este tipo de éxito.

Caso 2: La historia sin fin en Playa Negra

Este segundo caso corresponde al seguimiento en las cercanías de Flor de China, donde en varias ocasiones se ha denunciado la construcción y el relleno en zona pública, situación que ya hemos documentado anteriormente. Los árboles del sitio están señalizados como patrimonio natural del Estado, rótulos colocados gracias a las gestiones de Philippe tras una denuncia presentada ante la Fiscalía. Este hecho refuerza aún más la ilegalidad de las obras.

Pese a ello, Philippe reporta: “Hoy voy a ver la mañana y abrieron otra vez en una parte de ese material y tirar más material. ¿Qué es eso?”. Lo más grave es que la Ley de Zona Marítimo Terrestre sigue sin aplicarse, pese a que la construcción se ubica dentro de los 50 metros de la pleamar ordinaria y carece de plan regulador. La obra reincide una y otra vez, desatendiendo denuncias previas; la tibieza en las órdenes de paralización se suma a la evidencia acumulada que confirma la ilegalidad del relleno.

“Es una película de nunca terminar, no tiene fin”, resume Philippe, expresando la frustración de ver cómo lo que debería estar protegido permanece en riesgo. La alegría por los avances ciudadanos se opaca frente a la continuidad de las obras ilegales, que reanudan actividades de relleno como si nada hubiera pasado.

A esto se suma un factor estructural: la presunta corrupción dentro de las instituciones competentes, que en lugar de frenar las irregularidades parece encubrirlas o permitir su continuidad. Esa falta de control no solo impide que los logros ciudadanos se consoliden, sino que genera la sensación de que cada paso adelante se diluye con dos hacia atrás, dejando en riesgo la zona, su patrimonio natural y la confianza de la comunidad en la protección efectiva de los espacios públicos.

Caso 3: Un cierre definitivo al parqueo ilegal

Este caso da seguimiento a un humedal transformado ilegalmente en parqueo, situación que ya hemos documentado en monitoreos anteriores. En su momento se autorizó la tala de seis árboles que en realidad estaban sanos. Tiempo después, gracias al trabajo constante de monitoreo de Philippe, los árboles de esta zona fueron rotulados como patrimonio del Estado.

Lo ocurrido muestra cómo, durante años, el lugar quedó atrapado en un ciclo repetitivo: las autoridades cerraban el acceso, los responsables lo reabrían y continuaban cobrando a los visitantes por estacionar en un terreno protegido.

Esta vez, finalmente, parece haberse llegado a un punto de quiebre. Philippe lo relata con alivio: “Hoy por fin por fin me dio tanta alegría en la mañana cuando yo paso por el sitio, yo miré que están haciendo algo en cemento. Tres bases para que ya no entra más carros nunca. Se acabó.”

La medida, aunque tardía, representa un cierre más contundente y otorga un respiro al humedal. Tras años de cierres y reaperturas, alambres de púas cortados y rótulos improvisados, finalmente se logró clausurar de manera definitiva el parqueo ilegal sobre humedal. La Fiscalía y la presión constante hicieron posible lo que parecía imposible: evitar que siguieran cobrando por parquear en terreno protegido.

Philippe lo describe así: “Es un alivio, es como un peso que se quita de los hombros.” Este es un ejemplo claro de que la persistencia ciudadana puede transformar un círculo vicioso en un cierre definitivo.

Caso 4: La maquinaria frenada a tiempo

En Playa Negra volvió a aparecer maquinaria pesada trabajando en la zona denunciada. La reacción institucional fue lenta: “tuve que llamarlo como tres veces… al final ya llegaron al sitio”. Philippe lo resume con indignación: “es una barbaridad lo que están haciendo ahí, mae”.

Cuando finalmente se presentó la policía, la persona encargada del backhoe alegó que el MINAE ya había pasado por el lugar y les había autorizado continuar. Sin embargo, al solicitarles el permiso, no pudieron demostrarlo y la maquinaria tuvo que retirarse.

Aunque la intervención llegó tarde y solo tras insistencia, al menos se logró detener el daño en curso. Una victoria pequeña pero significativa, que evidencia lo frágil que es el cumplimiento cuando no hay vigilancia constante. Este episodio también deja ver un patrón preocupante: se invocan supuestas autorizaciones sin respaldo documental, confiando en que la falta de verificación permita continuar con el daño.

El impacto sobre los ecosistemas: daños que dejan huella

Más allá de los casos puntuales, estas intervenciones ilegales tienen consecuencias profundas para los ecosistemas costeros. Los rellenos en humedales interrumpen el flujo natural del agua, reducen la capacidad de absorción frente a inundaciones y eliminan hábitats claves para aves, peces y anfibios. La construcción sobre quebradas altera el curso de los cuerpos de agua, contamina y erosiona.

Cada vez que se reanuda una obra ilegal, aunque después se logre detener, el territorio acumula cicatrices. Como señala Philippe, el problema es que “ya más bien se han estado alquilando” o utilizando los espacios dañados, lo que genera impactos irreversibles en algunos casos. Incluso cuando se logra frenar la maquinaria o cerrar un acceso, muchas veces el daño ya está hecho: árboles talados, suelos removidos, agua contaminada.

La persistencia de las reincidencias multiplica estas huellas. Lo que se gana con un cierre o una orden de demolición se pierde si al poco tiempo los infractores vuelven a intervenir. Así, se corre el riesgo de llegar tarde: frenar la acción, pero con el ecosistema ya degradado.

Avances, retrocesos y tiempos institucionales

El testimonio de Philippe muestra con crudeza la irregularidad de los tiempos institucionales frente a las denuncias ambientales. Señala que en un caso reciente, en “tiempo récord” se logró una citación en menos de un mes, cuando lo normal es que tarde al menos tres meses. Para él, eso ya constituye un dato relevante, pues marca una diferencia con experiencias pasadas.

Relata que en sus primeras gestiones presentó múltiples denuncias, y al revisar más de un año después descubrió que no se había realizado ni una sola inspección. Esa experiencia le enseñó a no confiar ciegamente en el sistema y a dar seguimiento personalmente. La falta de acción oportuna, explica, hace que cuando finalmente se hacen inspecciones ya no haya nada que verificar, pues el daño está consumado.

En contraste, cuando las instituciones reaccionan en pocas semanas, aunque siga siendo tarde frente a un daño ambiental inmediato, al menos se abre la posibilidad de contener el impacto. Esta oscilación —entre años de inacción, demoras de meses y respuestas ocasionalmente rápidas— evidencia un patrón de avances y retrocesos, atravesado por la opacidad en el accionar institucional.

Vigilancia comunitaria: la primera línea de defensa

Lo que reflejan estos casos es que la protección ambiental efectiva la está ejerciendo, en gran medida, la vigilancia comunitaria. Son vecinos, colectivos y personas como Philippe quienes recorren, denuncian, insisten y documentan, sin lo cual muchas de estas situaciones pasarían desapercibidas.

El Estado, en cambio, aparece con una actuación errática: por momentos interviene con contundencia y logra paralizar, pero acto seguido los infractores reinciden “con libertad”, como si las sanciones fueran apenas un trámite. Esa contradicción revela la brecha entre lo que dicen las leyes y lo que ocurre en la práctica: sin el ojo ciudadano, la impunidad se impondría.

Entre la esperanza y el desgaste

En los cuatro casos se siente la paradoja de esta lucha: “una de cal y otra de arena”. Por cada avance que genera esperanza, aparece una reincidencia que desgasta. Lo positivo es que las denuncias, cuando se persisten y se acompañan, funcionan; lo negativo es que la reincidencia y la falta de controles firmes —agravada por la presunta corrupción— hacen que muchos logros se desvanezcan.

Philippe lo ha dicho muchas veces: denunciar es un acto de fe, un esfuerzo por “caminar sobre la línea de la ley” en medio de un contexto donde la impunidad suele imponerse. Esta semana lo confirma: la protección del ambiente depende de no soltar, incluso cuando las victorias parecen pequeñas, porque si se baja la guardia, el territorio seguirá cargando marcas que en ocasiones ya no se podrán borrar.

El testimonio de Philippe: entre la indignación y el alivio

Los relatos de Philippe no son simples informes de monitoreo: son testimonios que dejan ver el peso emocional de acompañar estas luchas día tras día. En sus palabras conviven la indignación, la frustración y, en ocasiones, la alegría de pequeñas victorias.
Cuando algo funciona, lo expresa con asombro y alivio: ‘ya por fin sí y resulte que sí ya habían ido y ya paralizaron el trabajo, se terminó. Guau’, o ‘hoy por fin por fin me dio tanta alegría… es un alivio, es como un peso que se quita de los hombros’. En esos momentos aparece la esperanza de que la institucionalidad pueda actuar como debería.

Pero en los otros casos predomina la rabia y el cansancio: ‘es una película de nunca terminar, no tiene fin’, ‘es una barbaridad lo que están haciendo ahí mae’. Sus frases revelan la desconfianza hacia un Estado que actúa tarde o de manera errática, y la sensación de estar atrapado en un ciclo interminable de denuncias y reincidencias.

El testimonio también habla de un desgaste personal profundo: Philippe reconoce que el solo hecho de pasar a diario por los sitios en conflicto lo llena de estrés, porque cada reincidencia le recuerda que la lucha es desigual. A ello se suma el peso económico que nadie le reconoce, pero que resulta significativo: la gasolina para movilizarse, cerrar su local o pagar a alguien que lo sustituya, costear soportes digitales para almacenar y entregar las pruebas, invertir en cámaras y seguridad personal, y sostener los múltiples trámites que exigen las denuncias.

Aun así, persiste, y su persistencia muestra la fuerza de la vigilancia ciudadana. En el fondo, lo que transmiten sus palabras es la paradoja de la resistencia: celebrar lo poco que se logra, aun sabiendo que podría perderse mañana; indignarse frente a cada retroceso, aun sabiendo que vendrán más. Es la voz de alguien que ama el territorio, que no se resigna, pero que carga sobre sus hombros la frustración de ver cómo la impunidad erosiona tanto los ecosistemas como la confianza en la justicia.

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Loma boscosa devastada en cuestión de horas: vigilancia ciudadana revela cambio abrupto de uso de suelo

El 1 de agosto, Philippe Vangoidsenhoven recibió en su negocio la visita de una persona en su automóvil que deseaba alertar sobre un posible daño ambiental en curso en Puerto Viejo. Ante el aviso, Philippe decidió trasladarse al lugar y documentar personalmente lo que describió como un caso alarmante de destrucción ambiental: una loma boscosa fue arrasada por completo en pocas horas.

La escena habla por sí sola. Lo que por años fue parte de una cobertura forestal densa hoy aparece como un terreno pelado, sin árboles, sin sombra y sin vida. La comparación de imágenes satelitales de Google Earth entre 2004 y 2023 permite dimensionar la magnitud de la transformación: una pérdida total de bosque en un área que hasta hace poco mantenía su estructura ecológica.

Estos hechos no son incidentes aislados. Por el contrario, evidencian un patrón más amplio de deforestación encubierta, muchas veces disfrazada de actividad legal o realizada sin ningún tipo de fiscalización efectiva. Las imágenes satelitales reflejan una tendencia clara: la desaparición progresiva de bosque por presión inmobiliaria, ausencia de planificación territorial y desorden urbanístico.

Las lomas boscosas cumplen funciones ecológicas críticas: retienen suelos, regulan escorrentías, filtran agua, amortiguan el impacto de lluvias intensas y sirven de hábitat para una gran variedad de especies. Su destrucción provoca erosión acelerada, fragmentación de hábitats y una mayor vulnerabilidad del territorio ante eventos climáticos extremos. En zonas costeras como esta, el impacto se extiende además a cauces y humedales cercanos.

Imágenes satelitales

2004

2023

Más que un evento puntual

“No es para ganadería, ni para agricultura: esto es para vender o construir”, advierte Philippe. En un contexto donde los permisos ambientales se otorgan sin el debido control y donde las autoridades muchas veces miran hacia otro lado, la vigilancia ciudadana se vuelve fundamental para frenar estas prácticas. Este caso se suma a una creciente preocupación por el avance de intereses privados sobre territorios ecológicamente sensibles. La legalidad aparente, el silencio institucional y la falta de consecuencias alimentan una espiral de destrucción ambiental que no puede seguir siendo ignorada.

Para comprender cómo se llega a este punto, es necesario observar la forma en que estas operaciones se organizan y ejecutan.

La fórmula del desmonte: cómo se urbaniza un bosque

Según la experiencia de Philippe Vangoidsenhoven, estos procesos de transformación del paisaje no son accidentales ni improvisados: responden a una lógica organizada que avanza por etapas hasta convertir un terreno boscosa en propiedad urbanizable.

Todo inicia con la identificación estratégica del terreno. Se trata, por lo general, de áreas con alto valor inmobiliario: lomas con buena vista, parcelas cercanas a caminos principales o ubicadas en zonas costeras codiciadas. El paso siguiente es la intervención súbita: en cuestión de horas, maquinaria pesada entra, tala, remueve y limpia el terreno. Cuando llega la inspección —si llega—, el daño ya está hecho.

Lo que sigue es el silencio. No hay cultivos, ni animales. No se instala ninguna actividad productiva. El terreno permanece vacío o con un uso aparente mientras se tramitan permisos, se buscan compradores o simplemente se espera que pase la atención pública. De esta forma, el cambio de uso de suelo queda consumado en la práctica, aunque no exista una resolución formal que lo autorice.

Estos desmontes operan bajo una apariencia de legalidad, muchas veces en zonas donde el control institucional es débil, la planificación urbana es inexistente y la fiscalización ambiental llega demasiado tarde. Las afectaciones no se presentan como parte de un megaproyecto, sino como “casos aislados”, cuando en realidad forman parte de una tendencia sistemática que avanza paso a paso, lote por lote.

La ausencia de consecuencias permite que la práctica se repita una y otra vez: se urbaniza sin plan, se construye sin criterio ecológico y se mercantiliza el bosque como si fuera terreno baldío. El resultado es un avance paulatino pero constante de estructuras privadas sobre ecosistemas que deberían estar protegidos.

Un impacto profundo en una región frágil

La pérdida de cobertura boscosa en el Caribe Sur no es un simple cambio en el paisaje: representa una alteración profunda del equilibrio ecológico de una de las regiones más biodiversas y vulnerables del país. Esta zona no solo alberga una rica variedad de flora y fauna, sino que también forma parte de corredores biológicos esenciales para la conectividad ecológica entre áreas protegidas.

En un territorio marcado por la interacción constante entre zonas altas, cauces, humedales y franja costera, cada fragmento de bosque cumple una función estratégica. Su desaparición debilita la capacidad de la región para adaptarse al cambio climático, reducir riesgos por inundaciones y sostener economías locales que dependen de los bienes naturales, como el turismo ecológico, la pesca artesanal o la producción agrícola diversificada.

Además, el avance no regulado de proyectos urbanos o turísticos sobre ecosistemas frágiles como lomas boscosas, manglares o humedales aumenta la presión sobre las comunidades que históricamente han habitado y cuidado estos territorios. La fragmentación del bosque no solo afecta a la biodiversidad, sino que rompe vínculos sociales, culturales y económicos que han sido construidos en armonía con la naturaleza.

Proteger lo que queda no es una opción: es una urgencia.

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Cuando el control se va, el daño queda: tala autorizada por orden judicial terminó agravando el impacto ambiental en terrenos del AyA

Gracias al seguimiento constante del defensor ambiental Philippe Vangoidsenhoven, se ha documentado un caso alarmante de tala autorizada por orden judicial en terrenos del Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA), ubicados en una zona de humedales de alta fragilidad ecológica. Lo que debía ser una intervención controlada y técnica terminó derivando en malas prácticas: árboles talados desde la base, vegetación arrasada y afectación a ejemplares que no estaban contemplados en la resolución. Esta situación revela una peligrosa desconexión entre lo que dictan los tribunales y lo que ocurre realmente en el terreno.

Tras esta denuncia inicial sobre irregularidades en la tala de árboles en zonas ecológicamente frágiles, voces vecinales confirman que las prácticas cuestionadas no se detuvieron; por el contrario, se agravaron. Según el testimonio de una persona residente cercana, luego de una primera fase de supervisión por parte de profesionales del AyA y técnicos forestales, el proceso quedó completamente en manos de la empresa taladora. Fue entonces cuando se ejecutaron las peores prácticas: árboles que debían ser cortados cuidadosamente fueron derribados de forma violenta, provocando el arrastre de vegetación secundaria y la caída de al menos siete árboles jóvenes adicionales.

La tala, que inicialmente debía intervenir ocho árboles de forma progresiva y regulada, terminó afectando al menos quince, según cálculos de personas vecinas. Este abuso responde, en parte, a la ausencia de supervisión institucional una vez que los responsables se retiraron del sitio. “Cuando ya no vinieron los del AyA, ellos tumbaron los árboles a lo bruto”, señaló la persona denunciante.

Estos hechos revelan un patrón preocupante: las empresas contratadas incumplen los protocolos ambientales tan pronto dejan de ser observadas, y las instituciones no garantizan un seguimiento riguroso que asegure la ejecución responsable de las disposiciones judiciales. Frente a esta omisión, la vigilancia comunitaria ha sido clave para documentar lo que ocurre realmente en el terreno, alertar a la Fiscalía Ambiental y defender activamente el ecosistema local.

Actualmente, las acciones de tala se encuentran paralizadas y todo el material extraído permanece en el terreno del AyA. Esto ha sido posible gracias a la intervención de la Fiscalía Ambiental, que actuó tras recibir denuncias y evidencia sobre el incumplimiento de los protocolos. Si bien la tala ya provocó un daño significativo, esta pausa representa un respiro momentáneo y evidencia el impacto que puede tener la articulación entre la vigilancia comunitaria y las instituciones cuando se responde con prontitud.

La situación exige respuestas institucionales claras: no basta con dictar medidas desde el escritorio si no se vigila su cumplimiento. Mientras tanto, la comunidad permanece alerta, demostrando que la defensa ambiental no descansa.

Sin vigilancia, el daño avanza

En este caso, la tala fue autorizada mediante una resolución judicial, lo que implicaba una obligación reforzada para garantizar su cumplimiento conforme a derecho y bajo estrictas medidas ambientales. Sin embargo, la falta de seguimiento institucional permitió que se actuara de forma contraria a lo establecido. La salida temprana de los funcionarios del AyA y del equipo técnico dejó la ejecución en manos de la empresa contratada, que incumplió los protocolos al talar árboles de forma entera, sin aplicar las prácticas progresivas estipuladas para evitar daños colaterales.

Este tipo de omisión no solo representa una falla administrativa, sino también una vulneración a los principios de legalidad y protección ambiental. Cuando las instituciones no garantizan la ejecución adecuada de las disposiciones judiciales, se corre el riesgo de que medidas excepcionales terminen causando un impacto ambiental mayor al que pretendían corregir. La ausencia de monitoreo no puede normalizarse. Urge que los entes públicos asuman su rol con seriedad, asegurando mecanismos de fiscalización continua y rendición de cuentas que eviten que estas prácticas se repitan.

Del papel al terreno: la desconexión que permite el daño

La situación vivida en los terrenos del AyA expone una falla estructural que va más allá de un caso puntual: la brecha entre las resoluciones judiciales y su cumplimiento efectivo en el territorio. Las decisiones tomadas desde los despachos, aunque formalmente legítimas, muchas veces no consideran las condiciones reales del entorno ni cuentan con mecanismos adecuados para garantizar su aplicación responsable. Esta desconexión deja espacio para que actores privados, como las empresas contratadas, actúen sin control, tergiversando el espíritu de la resolución y generando impactos mayores a los que se pretendía mitigar.

El caso también revela cómo el lenguaje técnico y jurídico puede volverse cómplice del deterioro ambiental cuando no está acompañado de una fiscalización efectiva. En contextos de alta fragilidad ecológica, no basta con autorizar medidas “controladas” si no se cuenta con estructuras que aseguren su cumplimiento integral, en tiempo real y con rendición de cuentas clara.

Frente a esta realidad, urge repensar el rol de las instituciones: no como simples emisoras de permisos o fallos, sino como garantes activos de la justicia ambiental. Y sobre todo, reconocer el papel insustituible que tienen las comunidades en alertar, documentar y exigir que lo dictado en el papel se traduzca en acciones reales que protejan la vida y el territorio.

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Caribe Sur en venta: entre la tala ‘legal’, el relleno del humedal y la urbanización del común

Como parte de los monitoreos realizados por Philippe Vangoidsenhoven, se documenta el caso de la tala “legal” de un humedal que terminó convertido en un parqueo, proceso que ha seguido desde 2020.

Frente al conocido bar de Puerto Viejo, en plena Zona Marítimo Terrestre (ZMT), se ha venido consolidando en los últimos años una transformación acelerada del territorio que pone en jaque los humedales costeros y los ecosistemas que sostienen la vida en esta región del Caribe sur.

Un conjunto de imágenes tomadas entre 2020 y 2025 dan cuenta de un proceso silencioso pero sistemático: primero la tala “legal” de árboles, luego el relleno progresivo del humedal, seguido del aplanamiento del terreno y finalmente, la consolidación de un parqueo para clientes de un local comercial ubicado directamente en la franja costera. Las imágenes muestran desde la presencia de maquinaria pesada (bajop y vagonetas), hasta árboles cortados en rebanadas y el suelo nivelado.

Aunque existía un permiso de tala, este estaba limitado al corte de seis árboles, autorizado mediante el oficio SINAC-ACLAC-SRLT-058-2020, emitido el 25 de febrero de 2020. El documento justifica la tala argumentando “eminente peligro para la infraestructura de viviendas vecinas” y señala que los árboles presentaban “estado senil” con “huecos en la base de sus fustes”.

Sin embargo, el permiso no autoriza relleno de humedal ni transformación del terreno para uso comercial o parqueo. Lo que ha ocurrido después muestra un uso desmedido de la legalidad para fines distintos a los justificados inicialmente. Lo que empezó como una medida preventiva se convirtió en una excusa para avanzar sobre un espacio que debería estar protegido.

El último acto visible de esta cadena de transformaciones ha sido la renovación total del bar, una estructura que no solo se encuentra en plena ZMT, sino que fue recientemente “clausurada”, aparentemente por autoridades competentes. A pesar del sello, testigos han reportado que el local continúa funcionando con normalidad, especialmente durante las noches y fines de semana.

En el frente del local, sacos con arena fueron colocados para contener el avance del mar, lo cual evidencia que el bar se encuentra tan cerca de la playa que el oleaje toca su infraestructura. La intervención ha sido ejecutada sin transparencia y sin consultas públicas visibles, y ha generado serias dudas entre personas de la comunidad sobre la legalidad de las obras.

¿Cómo comenzó todo? Permiso firmado, árboles sanos: lo que revela una inspección ciudadana

El caso de transformación del humedal en Puerto Viejo no es aislado ni reciente. Philippe Vangoidsenhoven, quien ha documentado con rigurosidad este proceso desde 2020, también ha vivido en carne propia cómo la legalidad ambiental se invoca como coartada, incluso cuando la realidad visible contradice el papel firmado. Su testimonio sobre un evento de tala en zona aledaña al humedal ilustra con claridad el problema estructural.

“Era una tabla de seis árboles. Las personas contratadas empezaron a talar, con un permiso debidamente firmado por un ingeniero forestal”, relata Philippe. Cuando vecinos alertaron y llamaron a la policía, esta llegó al sitio, pero se declaró sin capacidad de intervenir debido al permiso presentado. “Lo entiendo, porque la policía no es experta en este tema y todavía confían en lo que dicen los ingenieros forestales. Si ven un documento firmado que dice que los árboles tienen huecos o están enfermos, lo dan por válido. Pero resulta que, cuando grabamos, todos los árboles estaban completamente sanos”.

Ante la inacción policial, Philippe avisó a la Fiscalía Ambiental. Esta le indicó que ya habían enviado una patrulla, pero él permaneció en el lugar sin que nadie llegara. “Llamé de nuevo a la fiscalía y les dije: ‘Aquí estoy, esperando’. Se sorprendieron porque, según ellos, la policía ya había llegado. El fiscal colgó, y menos de diez minutos después llegó la patrulla”.

Uno de los oficiales bajó de la patrulla con la cabeza agachada, como avergonzado. “Dijo: ‘Pero si nosotros ya vinimos. Ellos tienen permiso. ¿Usted no es Felipe?’ Le respondí que sí, que yo había avisado que iba a estar ahí esperando”. Philippe ingresó entonces al terreno acompañado por un oficial. “Encontramos a los trabajadores en el último árbol”.

La intervención policial logró paralizar la tala justo a tiempo. “Incluso el encargado dijo: ‘Déjenos terminar, solo falta un árbol’. Para él era solo un trabajo más. Así lo ven todos los madereros: talar seis árboles es como hacer un caminito”.

Días después, funcionarios del SINAC constataron lo que Philippe había advertido desde el inicio: “Ninguno de los árboles tenía huecos ni enfermedades. Todos estaban al 100%. Y ahí empezó la bronca”.

Philippe ha señalado públicamente la responsabilidad ética de ciertos ingenieros forestales que —según su testimonio— firman permisos sin verificar adecuadamente las condiciones del sitio. Menciona que el profesional responsable de este permiso también aparece en otros casos similares, como en Gandoca-Manzanillo (caso conocido por la prensa). “Está dando permisos por todo lado. Y así es como están pagando por permisos cuestionables en todas partes”.

Este relato también pone en evidencia una falla común en las instituciones: la aceptación automática de permisos sin verificación en campo. “Por ejemplo, en el caso de la bomba de la planta de tratamiento de aguas negras, que se encuentra a la par de este territorio, ni siquiera visitaron el sitio. Solo abrieron la computadora, vieron que estaba fuera de un humedal inscrito y ya. Pero en realidad, era un humedal”.

La negligencia institucional no es menor. “La misma persona del MINAE me llamó para decirme: ‘No, Felipe, tranquilo, esta gente tiene permiso’. Pero no era cierto”. Esta confianza ciega en documentos, combinada con la interpretación limitada de las leyes, permite que los daños avancen con aparente legitimidad. “Tienen esa idea errónea de que solo los humedales inscritos están protegidos. Y no es así. La ley dice que todos los humedales en Costa Rica están protegidos, inscritos o no. Costa Rica firmó el convenio Ramsar y está obligada a protegerlos”.

De árboles seniles a parqueos turísticos: la trampa del permiso de tala

Uno de los elementos más preocupantes de este caso es la forma en que un permiso técnico —otorgado con el argumento de prevenir una amenaza— termina habilitando una transformación profunda del ecosistema para fines totalmente distintos a los autorizados.

El oficio SINAC-ACLAC-SRLT-058-2020, emitido el 25 de febrero de 2020, autorizaba la tala de seis árboles debido a un presunto “eminente peligro para infraestructura vecina” y por el “estado senil” de los árboles. En ningún momento se autoriza la alteración del terreno, relleno del humedal ni la construcción o renovación de infraestructura comercial.

Y, sin embargo, lo que siguió fue:

  • Tala de los árboles, pero con maquinaria y logística que evidencian planificación para otras intervenciones.
  • Relleno con material de acarreo, nivelación del suelo y disposición para parqueo vehicular.
  • Evidencia de sacos con arena frente a una estructura del bar, en pleno dominio público.
  • Y, finalmente, la continua operación de un espacio comercial con infraestructura renovada, a pesar de aparentes sellos de clausura.

Esta secuencia muestra una clara disociación entre el acto autorizado y el uso final, una estrategia que ya ha sido señalada en otros casos donde los permisos de tala, desmonte o remodelación funcionan como puertas de entrada para proyectos turísticos o inmobiliarios encubiertos.

Más allá de la irregularidad puntual, esto evidencia una falla estructural en la vigilancia ambiental y en la coherencia entre la legalidad técnica y la defensa de los bienes comunes. Un árbol talado no es solo un riesgo eliminado, sino el punto de partida de una cadena de hechos que termina por desplazar la vida y la memoria del lugar.

2004
2023

¿Qué está en juego aquí?

Lo que ocurre frente a este bar no es un caso aislado, sino una manifestación local de un patrón más amplio: la conversión paulatina de territorios ecológica y culturalmente valiosos en zonas comerciales para el turismo masivo, en detrimento de las personas que históricamente han habitado y cuidado estos lugares.

Cuando se tala un humedal, se rellena un manglar o se urbaniza una playa, no solo se destruye un ecosistema: se desplaza a comunidades locales, se encarecen los precios del suelo, se restringe el acceso a bienes comunes y se modifican las formas de vida. En el Caribe sur costarricense, esto se traduce en:

  • Incremento del valor de la tierra, lo que presiona a familias locales a vender o abandonar sus terrenos ante la imposibilidad de sostener los costos de vida.
  • Desplazamiento indirecto, donde las personas ya no pueden alquilar, acceder a servicios o mantener negocios locales frente al avance de un modelo turístico extractivo.
  • Privatización del espacio público, como lo muestran casos donde zonas de playa —que por ley deben ser de libre acceso— terminan ocupadas por bares, parqueos o estructuras “renovadas” que benefician a inversores externos.
  • Transformación cultural acelerada, que borra las prácticas comunitarias, el uso tradicional del territorio y el conocimiento ecológico local.
  • Debilitamiento del tejido social, cuando se rompe el sentido de pertenencia a un territorio por la imposición de lógicas de consumo y ganancia rápida.

Todo esto ocurre bajo un discurso de “desarrollo” que en realidad beneficia a unos pocos y deteriora el derecho colectivo a habitar y cuidar el territorio. La legalidad, si no se articula con una visión ecosistémica y social, se convierte en un instrumento ciego que normaliza el despojo a través de papeles, sellos y tecnicismos.

Humedales intervenidos, ecosistemas colapsados

La alteración de un humedal costero —como la tala de árboles, el relleno con materiales de acarreo y la posterior construcción de infraestructura— implica una ruptura profunda en el funcionamiento ecológico del territorio. Estos ecosistemas, que en apariencia pueden parecer terrenos “inútiles” o “encharcados”, son en realidad zonas clave para la salud del litoral y el equilibrio climático.

Entre las funciones ecológicas que cumplen los humedales están:

  • Filtración de contaminantes: actúan como esponjas naturales que limpian el agua antes de que llegue al mar.
  • Regulación hídrica: amortiguan inundaciones, absorben el exceso de agua durante lluvias fuertes y recargan acuíferos.
  • Hábitat de biodiversidad: son refugio para aves, anfibios, insectos, reptiles y muchas especies en peligro, algunas endémicas del Caribe costarricense.
  • Captura de carbono: su vegetación y suelos almacenan grandes cantidades de carbono, ayudando a mitigar el cambio climático.
  • Conectividad ecológica: forman corredores entre ecosistemas costeros, marinos y terrestres, facilitando el flujo de especies y nutrientes.

Cuando un humedal es rellenado con tierra o arena, estas funciones colapsan. El agua deja de circular, los suelos se compactan, la vegetación nativa muere, y con ello desaparecen los servicios ecosistémicos que el humedal ofrecía. En este caso específico, el uso del espacio como parqueo para un bar frente al mar, además de romper el ciclo natural del agua, aumenta la contaminación local, eleva las temperaturas del suelo y reduce la capacidad del ecosistema para adaptarse al cambio climático.

La instalación o renovación de infraestructura dentro o adyacente a humedales interrumpe también los ritmos naturales del mar, agrava la erosión costera y muchas veces exige intervenciones artificiales (como sacos de arena o muros de contención) que, lejos de resolver los problemas, los trasladan hacia otras áreas del litoral.

Además, al construir sobre un humedal se produce un encubrimiento simbólico: se borra su identidad ecológica y cultural, y se reemplaza por una lógica de uso “productivo” que invisibiliza el valor del ecosistema vivo. En el imaginario urbano-turístico, el humedal se transforma en “terreno disponible”, y lo que antes era un espacio biodiverso pasa a ser visto como un obstáculo al “desarrollo”.

Este tipo de intervención, cuando se repite a lo largo del litoral, fragmenta los ecosistemas costeros, genera islas ecológicas desconectadas y deja a muchas especies sin posibilidad de desplazamiento ni reproducción. A largo plazo, esto compromete la resiliencia de todo el paisaje costero, y agrava los efectos de fenómenos climáticos extremos.

En definitiva, cada metro de humedal rellenado no es solo una pérdida local, es una fractura en la relación entre las comunidades y la vida que sostiene sus territorios.

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