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Cuando la tala se disfraza de legalidad: patrones que se repiten en el Caribe Sur

Durante años, el Caribe Sur ha sido escenario de una tala que avanza sin hacer ruido, mientras un puñado de papeles –permisos, regencias, declaraciones forestales– opera como una especie de blindaje administrativo. Las observaciones y análisis de Philippe Vangoidsenhoven, quien ha documentado estos procesos por décadas, ayuda a iluminar la trama: no se trata simplemente de tala ilegal, sino de una legalidad que se retuerce para permitir lo que la ley dice que debe evitar.

El resultado es un paisaje que cambia sin que las instituciones registren el deterioro, y un bosque que desaparece mientras la documentación parece estar siempre “en regla”.

  1. Permisos que se reciclan: la legalidad en bucle

Una de las tendencias más persistentes es el uso reiterado de permisos forestales. Algunos se emplean más allá de su alcance; otros reaparecen para justificar aprovechamientos posteriores; otros simplemente se muestran como escudo ante cualquier inspección.

En la práctica, la presencia de un papel –sin verificación de fondo– se convierte en un salvoconducto para seguir extrayendo.

Es la legalidad como trámite, no como garantía.

  1. El bosque que dejan de llamar bosque

Quizá la maniobra más elocuente es la reclasificación territorial. Luego de años de extracción, ciertas fincas dejan súbitamente de figurar como bosque, aunque lo fueron durante décadas.

Ese simple cambio administrativo legitima lo que ocurre después: si “no es bosque”, entonces no cuenta como afectación, y tanto la tala como la siembra posterior quedan envueltas en una apariencia de normalidad.

Se borra la historia ecológica del lugar para que encaje con el presente que conviene.

  1. Reforestar para volver a talar: la plantación continua

Tras el agotamiento del bosque original, se siembran árboles destinados a ciclos muy cortos de aprovechamiento: troncos de 20 o 30 centímetros, cortados apenas alcanzan valor comercial.

Esta reforestación acelerada funciona como maquillaje verde: se presenta como manejo responsable, pero en realidad sostiene un negocio de extracción constante. Se siembra para talar, y se tala para volver a sembrar.

Es una sustitución progresiva del bosque por una fábrica de madera.

  1. El permiso como escudo y la retirada del Estado

Philippe describe una escena repetida: llega MINAE, se observa la tala, se muestra un permiso, y la inspección termina ahí.

La autoridad no revisa si el documento es válido, pertinente o coherente con lo que ocurre en el terreno. Tampoco investiga si existe un historial de aprovechamientos acumulados.

El papel pesa más que el daño.

  1. Cuando el control llega tarde —o no llega

La fiscalización institucional suele presentarse cuando ya no hay nada que ver: el bosque ya fue tumbado, acarreado o empujado con maquinaria.

Las visitas posteriores se encuentran con rebrotes o áreas recién sembradas y concluyen que “no hay afectación visible”.

Es un control que opera en diferido, sin capacidad de reconstruir lo que ocurrió antes.

El vacío temporal se vuelve parte del mecanismo.

  1. El transporte como punto crítico… y su límite

Durante años, el único control relativamente efectivo ha sido la revisión de furgones cargados de madera en carretera. Ahí sí se detienen camiones, se inspeccionan troncos y se piden documentos.

Pero incluso esa instancia es frágil: la corrupción, los arreglos informales o la presión local pueden diluir el impacto de estas revisiones.

Nada garantiza que el punto de control sea un verdadero cierre de brechas.

La ruta puede convertirse en coladero si quienes vigilan no cuentan con independencia o apoyo institucional.

  1. Conservación de oportunidad: cuando proteger es solo una pausa

En varios casos, las fincas ingresan a esquemas de conservación justo cuando se llega al límite de aprovechamiento. Durante esos años reciben beneficios económicos, mientras esperan a que los permisos vuelvan a activarse.

Una vez termina el periodo, el ciclo de tala se retoma.

Es una conservación que preserva el ingreso, no el bosque.

  1. Tala selectiva que termina siendo tala total

Lo que empieza como extracción de árboles grandes termina en un barrido casi completo del paisaje.

Primero se llevan los gigantes; luego los medianos; luego los más jóvenes; luego los sembrados; luego los recién sembrados.

El bosque se convierte en secuencia de diámetros decrecientes.

La selectividad inicial abre camino al agotamiento sistemático.

  1. La ciudadanía como última defensa

En medio de estas prácticas, Philippe aparece como uno de los pocos que insiste en denunciar, documentar y señalar las contradicciones.

Mientras muchos funcionarios operan en un margen estrecho —por miedo a sanciones internas, por presión comunitaria o por falta de apoyo—, son personas como él quienes sostienen la línea mínima para que estos casos no queden invisibilizados.

La defensa del bosque termina sostenida por quienes se rehúsan a acostumbrarse.

La tala de aprovechamiento como llave para urbanizar: el nuevo patrón en la costa

Philippe advierte sobre un mecanismo que se ha vuelto cada vez más común en zonas del Caribe Sur: usar los permisos de “tala de aprovechamiento” como antesala de procesos de urbanización, loteo y construcción. No se trata de un fenómeno aislado; es un método que se repite con precisión quirúrgica.

El libreto funciona así:

  • Primero se extrae la madera valiosa. Puede haber ocurrido hace años o recién; lo importante es que el bosque ya está debilitado o fragmentado.
  • Luego se solicita un permiso de aprovechamiento para tumbar lo que “queda”: árboles dispersos, especies menores, restos de cobertura.
    En el papel, la finca aparece con pocos árboles por superficie, lo cual facilita justificar el permiso.
  • Una vez ejecutada la tala y con el terreno ralo, las instituciones concluyen que “ya no es bosque”. Esta lectura ignora la historia reciente: hace 3, 5 o 10 años ese mismo terreno sí era bosque continuo, y su reducción está prohibida por ley desde 1995.
  • Con el bosque debilitado, inicia la segunda fase: el loteo. Se rellenan áreas, se trazan caminos, se subdividen las fincas y arranca el mercado inmobiliario. A veces se construyen casas de lujo; otras veces simplemente se venden los lotes.
  • La supervisión institucional llega tarde, atrapada en el “aquí y ahora”: mide la cobertura actual, ignora la pérdida previa y concluye que la zona “no cumple criterios de bosque”.
  • Este patrón se repite en Playa Negra y otros puntos de la costa: grandes extensiones de bosque convertidas en proyectos inmobiliarios bajo una secuencia bien conocida por quienes la ejecutan.

Philippe incluso describe episodios donde, al alertar a la fiscalía, las obras se detienen de inmediato, lo que confirma que el proceso avanza mientras nadie lo vea; cuando se investiga seriamente, se paraliza. Pero sin vigilancia sostenida, el ciclo vuelve a comenzar.

Este uso instrumental de la tala de aprovechamiento no solo fragmenta el bosque en todo el Caribe Sur: abre la puerta para que intereses privados —incluidos capitales opacos— remodelen la costa según su conveniencia, desplazando ecosistemas y encareciendo el territorio.

No es una coincidencia ni un error técnico.

Es una estrategia.

Y hoy es visible como uno de los patrones que más amenaza lo poco que queda del bosque costero en el Caribe Sur.

Una trama que se repite… y que urge detener

Lo que Philippe ha venido mostrando no son historias aisladas. Son patrones.

Son formas de burlar la ley a través de la propia ley.

Son ciclos que degradan el bosque mientras mantienen una apariencia de orden.

Nombrarlos, documentarlos y exponerlos es un paso necesario para frenar una dinámica que, de seguir así, convertirá los últimos bosques del Caribe Sur en simples viveros de aprovechamiento.

Cuando el caso se repite: de hechos aislados a un patrón que corroe la institucionalidad

Lo que Philippe describe no es la excepción geográfica ni temporal. Los relatos, los permisos que aparecen a última hora, la retirada de las autoridades ante cualquier papel, los ciclos de siembra–tala, las revisiones superficiales y la ausencia de seguimiento forman una secuencia que los actores locales reconocen, aceptan o reproducen como parte del “funcionamiento real” del Caribe Sur.

La suma de estos episodios crea un paisaje donde la ley deja de ser herramienta y se convierte en telón: está ahí, pero no orienta ni limita. Las prácticas se normalizan hasta el punto de que cualquier intento de control institucional queda atrofiado por tres fuerzas que se alimentan entre sí:

  1. La repetición sistemática de maniobras —permisos usados como escudo, reclasificación del bosque, extracción progresiva— crea una rutina de impunidad.
  2. Los actores conocen el libreto, saben qué decir, a quién mostrarle qué documento y en qué momento detenerse para luego continuar.
  3. Las instituciones operan desde una fragilidad aprendida, donde inspeccionar no es investigar, y observar no es intervenir.

Con el tiempo, el patrón deja de esconderse: se vuelve paisaje. Las autoridades llegan, ven un terreno ya alterado, revisan documentación fragmentada y, al no encontrar “evidencia inmediata”, se retiran. Así, cada omisión reafirma la idea de que el bosque puede ser desmontado sin consecuencias reales.

En este escenario, la institucionalidad no solo pierde autoridad; pierde memoria.
Cada caso se evalúa como si fuera el primero, sin reconstruir la secuencia previa ni identificar a los actores que la repiten. Y cuando el Estado no conecta los puntos, quienes desean explotar el bosque lo hacen por adelantado.

El resultado es una erosión silenciosa: un sistema que funciona sin funcionar, y un bosque que se desvanece mientras el papel certifica que todo está en orden.

Casos que lo evidencian: cuando el patrón se vuelve territorio

Las observaciones de Philippe no se quedan en análisis generales. Son fruto de recorrer, denunciar y documentar situaciones concretas a lo largo del Caribe Sur. Cada caso apunta a lo mismo: tala de aprovechamiento utilizada para abrir camino al loteo, la venta y la construcción, mientras la institucionalidad responde tarde, o simplemente avala.

Estos son algunos de los ejemplos que él mismo ha acompañado:

  • Camino hacia Cahuita
    Talaron los últimos árboles para lotear y vender con fines de construcción. Philippe denunció la situación, pero la respuesta institucional fue que “no era bosque” y que “todo estaba bien”. La urbanización avanzó sin obstáculos.
  • Calle hacia Cahuita (otro punto del mismo sector)
    El patrón se repite: los últimos árboles fueron talados, se dividió la finca en lotes, se vendieron y luego se construyó. No hubo impedimento ni cuestionamiento.

Terreno en Puerto Viejo
Eliminación total de los árboles. En este sitio pasa una quebrada que fue intubada, ocultando su presencia para poder aplanar y preparar el terreno para construir. Un ecosistema convertido en plataforma inmobiliaria.

Playa Negra
Zona de bosque y humedal. Se eliminaron la mayoría de los árboles, se rellenó y se inició el loteo para venta. Lo que era un ecosistema costero se transformó en una operación comercial acelerada.

  • Punta Uva / REGAMA
    Philippe y otras personas lograron detener temporalmente una carga de madera. El sitio estaba siendo talado y los troncos cargados.
    Al llegar con MINAE, la institución ratificó que “todo estaba bien” porque existía un permiso emitido por un ingeniero forestal.
  • El caso terminó exponiendo algo de mayor escala: ese mismo funcionario fue arrestado posteriormente en la investigación del caso Pacheco Dent, donde se demostró la existencia de permisos ilegales para tala dentro de REGAMA, incluyendo áreas de bosque, humedal y patrimonio natural del Estado. El permiso fue declarado ilegal.

Estos ejemplos muestran que el problema no es hipotético ni excepcional: ocurre en sitios distintos, con actores distintos, pero con la misma secuencia.

La tala se presenta como legal, la urbanización avanza, las denuncias chocan con la inercia institucional y los ecosistemas desaparecen sin dejar huella en los expedientes.

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Caribe Sur en venta: entre la tala ‘legal’, el relleno del humedal y la urbanización del común

Como parte de los monitoreos realizados por Philippe Vangoidsenhoven, se documenta el caso de la tala “legal” de un humedal que terminó convertido en un parqueo, proceso que ha seguido desde 2020.

Frente al conocido bar de Puerto Viejo, en plena Zona Marítimo Terrestre (ZMT), se ha venido consolidando en los últimos años una transformación acelerada del territorio que pone en jaque los humedales costeros y los ecosistemas que sostienen la vida en esta región del Caribe sur.

Un conjunto de imágenes tomadas entre 2020 y 2025 dan cuenta de un proceso silencioso pero sistemático: primero la tala “legal” de árboles, luego el relleno progresivo del humedal, seguido del aplanamiento del terreno y finalmente, la consolidación de un parqueo para clientes de un local comercial ubicado directamente en la franja costera. Las imágenes muestran desde la presencia de maquinaria pesada (bajop y vagonetas), hasta árboles cortados en rebanadas y el suelo nivelado.

Aunque existía un permiso de tala, este estaba limitado al corte de seis árboles, autorizado mediante el oficio SINAC-ACLAC-SRLT-058-2020, emitido el 25 de febrero de 2020. El documento justifica la tala argumentando “eminente peligro para la infraestructura de viviendas vecinas” y señala que los árboles presentaban “estado senil” con “huecos en la base de sus fustes”.

Sin embargo, el permiso no autoriza relleno de humedal ni transformación del terreno para uso comercial o parqueo. Lo que ha ocurrido después muestra un uso desmedido de la legalidad para fines distintos a los justificados inicialmente. Lo que empezó como una medida preventiva se convirtió en una excusa para avanzar sobre un espacio que debería estar protegido.

El último acto visible de esta cadena de transformaciones ha sido la renovación total del bar, una estructura que no solo se encuentra en plena ZMT, sino que fue recientemente “clausurada”, aparentemente por autoridades competentes. A pesar del sello, testigos han reportado que el local continúa funcionando con normalidad, especialmente durante las noches y fines de semana.

En el frente del local, sacos con arena fueron colocados para contener el avance del mar, lo cual evidencia que el bar se encuentra tan cerca de la playa que el oleaje toca su infraestructura. La intervención ha sido ejecutada sin transparencia y sin consultas públicas visibles, y ha generado serias dudas entre personas de la comunidad sobre la legalidad de las obras.

¿Cómo comenzó todo? Permiso firmado, árboles sanos: lo que revela una inspección ciudadana

El caso de transformación del humedal en Puerto Viejo no es aislado ni reciente. Philippe Vangoidsenhoven, quien ha documentado con rigurosidad este proceso desde 2020, también ha vivido en carne propia cómo la legalidad ambiental se invoca como coartada, incluso cuando la realidad visible contradice el papel firmado. Su testimonio sobre un evento de tala en zona aledaña al humedal ilustra con claridad el problema estructural.

“Era una tabla de seis árboles. Las personas contratadas empezaron a talar, con un permiso debidamente firmado por un ingeniero forestal”, relata Philippe. Cuando vecinos alertaron y llamaron a la policía, esta llegó al sitio, pero se declaró sin capacidad de intervenir debido al permiso presentado. “Lo entiendo, porque la policía no es experta en este tema y todavía confían en lo que dicen los ingenieros forestales. Si ven un documento firmado que dice que los árboles tienen huecos o están enfermos, lo dan por válido. Pero resulta que, cuando grabamos, todos los árboles estaban completamente sanos”.

Ante la inacción policial, Philippe avisó a la Fiscalía Ambiental. Esta le indicó que ya habían enviado una patrulla, pero él permaneció en el lugar sin que nadie llegara. “Llamé de nuevo a la fiscalía y les dije: ‘Aquí estoy, esperando’. Se sorprendieron porque, según ellos, la policía ya había llegado. El fiscal colgó, y menos de diez minutos después llegó la patrulla”.

Uno de los oficiales bajó de la patrulla con la cabeza agachada, como avergonzado. “Dijo: ‘Pero si nosotros ya vinimos. Ellos tienen permiso. ¿Usted no es Felipe?’ Le respondí que sí, que yo había avisado que iba a estar ahí esperando”. Philippe ingresó entonces al terreno acompañado por un oficial. “Encontramos a los trabajadores en el último árbol”.

La intervención policial logró paralizar la tala justo a tiempo. “Incluso el encargado dijo: ‘Déjenos terminar, solo falta un árbol’. Para él era solo un trabajo más. Así lo ven todos los madereros: talar seis árboles es como hacer un caminito”.

Días después, funcionarios del SINAC constataron lo que Philippe había advertido desde el inicio: “Ninguno de los árboles tenía huecos ni enfermedades. Todos estaban al 100%. Y ahí empezó la bronca”.

Philippe ha señalado públicamente la responsabilidad ética de ciertos ingenieros forestales que —según su testimonio— firman permisos sin verificar adecuadamente las condiciones del sitio. Menciona que el profesional responsable de este permiso también aparece en otros casos similares, como en Gandoca-Manzanillo (caso conocido por la prensa). “Está dando permisos por todo lado. Y así es como están pagando por permisos cuestionables en todas partes”.

Este relato también pone en evidencia una falla común en las instituciones: la aceptación automática de permisos sin verificación en campo. “Por ejemplo, en el caso de la bomba de la planta de tratamiento de aguas negras, que se encuentra a la par de este territorio, ni siquiera visitaron el sitio. Solo abrieron la computadora, vieron que estaba fuera de un humedal inscrito y ya. Pero en realidad, era un humedal”.

La negligencia institucional no es menor. “La misma persona del MINAE me llamó para decirme: ‘No, Felipe, tranquilo, esta gente tiene permiso’. Pero no era cierto”. Esta confianza ciega en documentos, combinada con la interpretación limitada de las leyes, permite que los daños avancen con aparente legitimidad. “Tienen esa idea errónea de que solo los humedales inscritos están protegidos. Y no es así. La ley dice que todos los humedales en Costa Rica están protegidos, inscritos o no. Costa Rica firmó el convenio Ramsar y está obligada a protegerlos”.

De árboles seniles a parqueos turísticos: la trampa del permiso de tala

Uno de los elementos más preocupantes de este caso es la forma en que un permiso técnico —otorgado con el argumento de prevenir una amenaza— termina habilitando una transformación profunda del ecosistema para fines totalmente distintos a los autorizados.

El oficio SINAC-ACLAC-SRLT-058-2020, emitido el 25 de febrero de 2020, autorizaba la tala de seis árboles debido a un presunto “eminente peligro para infraestructura vecina” y por el “estado senil” de los árboles. En ningún momento se autoriza la alteración del terreno, relleno del humedal ni la construcción o renovación de infraestructura comercial.

Y, sin embargo, lo que siguió fue:

  • Tala de los árboles, pero con maquinaria y logística que evidencian planificación para otras intervenciones.
  • Relleno con material de acarreo, nivelación del suelo y disposición para parqueo vehicular.
  • Evidencia de sacos con arena frente a una estructura del bar, en pleno dominio público.
  • Y, finalmente, la continua operación de un espacio comercial con infraestructura renovada, a pesar de aparentes sellos de clausura.

Esta secuencia muestra una clara disociación entre el acto autorizado y el uso final, una estrategia que ya ha sido señalada en otros casos donde los permisos de tala, desmonte o remodelación funcionan como puertas de entrada para proyectos turísticos o inmobiliarios encubiertos.

Más allá de la irregularidad puntual, esto evidencia una falla estructural en la vigilancia ambiental y en la coherencia entre la legalidad técnica y la defensa de los bienes comunes. Un árbol talado no es solo un riesgo eliminado, sino el punto de partida de una cadena de hechos que termina por desplazar la vida y la memoria del lugar.

2004
2023

¿Qué está en juego aquí?

Lo que ocurre frente a este bar no es un caso aislado, sino una manifestación local de un patrón más amplio: la conversión paulatina de territorios ecológica y culturalmente valiosos en zonas comerciales para el turismo masivo, en detrimento de las personas que históricamente han habitado y cuidado estos lugares.

Cuando se tala un humedal, se rellena un manglar o se urbaniza una playa, no solo se destruye un ecosistema: se desplaza a comunidades locales, se encarecen los precios del suelo, se restringe el acceso a bienes comunes y se modifican las formas de vida. En el Caribe sur costarricense, esto se traduce en:

  • Incremento del valor de la tierra, lo que presiona a familias locales a vender o abandonar sus terrenos ante la imposibilidad de sostener los costos de vida.
  • Desplazamiento indirecto, donde las personas ya no pueden alquilar, acceder a servicios o mantener negocios locales frente al avance de un modelo turístico extractivo.
  • Privatización del espacio público, como lo muestran casos donde zonas de playa —que por ley deben ser de libre acceso— terminan ocupadas por bares, parqueos o estructuras “renovadas” que benefician a inversores externos.
  • Transformación cultural acelerada, que borra las prácticas comunitarias, el uso tradicional del territorio y el conocimiento ecológico local.
  • Debilitamiento del tejido social, cuando se rompe el sentido de pertenencia a un territorio por la imposición de lógicas de consumo y ganancia rápida.

Todo esto ocurre bajo un discurso de “desarrollo” que en realidad beneficia a unos pocos y deteriora el derecho colectivo a habitar y cuidar el territorio. La legalidad, si no se articula con una visión ecosistémica y social, se convierte en un instrumento ciego que normaliza el despojo a través de papeles, sellos y tecnicismos.

Humedales intervenidos, ecosistemas colapsados

La alteración de un humedal costero —como la tala de árboles, el relleno con materiales de acarreo y la posterior construcción de infraestructura— implica una ruptura profunda en el funcionamiento ecológico del territorio. Estos ecosistemas, que en apariencia pueden parecer terrenos “inútiles” o “encharcados”, son en realidad zonas clave para la salud del litoral y el equilibrio climático.

Entre las funciones ecológicas que cumplen los humedales están:

  • Filtración de contaminantes: actúan como esponjas naturales que limpian el agua antes de que llegue al mar.
  • Regulación hídrica: amortiguan inundaciones, absorben el exceso de agua durante lluvias fuertes y recargan acuíferos.
  • Hábitat de biodiversidad: son refugio para aves, anfibios, insectos, reptiles y muchas especies en peligro, algunas endémicas del Caribe costarricense.
  • Captura de carbono: su vegetación y suelos almacenan grandes cantidades de carbono, ayudando a mitigar el cambio climático.
  • Conectividad ecológica: forman corredores entre ecosistemas costeros, marinos y terrestres, facilitando el flujo de especies y nutrientes.

Cuando un humedal es rellenado con tierra o arena, estas funciones colapsan. El agua deja de circular, los suelos se compactan, la vegetación nativa muere, y con ello desaparecen los servicios ecosistémicos que el humedal ofrecía. En este caso específico, el uso del espacio como parqueo para un bar frente al mar, además de romper el ciclo natural del agua, aumenta la contaminación local, eleva las temperaturas del suelo y reduce la capacidad del ecosistema para adaptarse al cambio climático.

La instalación o renovación de infraestructura dentro o adyacente a humedales interrumpe también los ritmos naturales del mar, agrava la erosión costera y muchas veces exige intervenciones artificiales (como sacos de arena o muros de contención) que, lejos de resolver los problemas, los trasladan hacia otras áreas del litoral.

Además, al construir sobre un humedal se produce un encubrimiento simbólico: se borra su identidad ecológica y cultural, y se reemplaza por una lógica de uso “productivo” que invisibiliza el valor del ecosistema vivo. En el imaginario urbano-turístico, el humedal se transforma en “terreno disponible”, y lo que antes era un espacio biodiverso pasa a ser visto como un obstáculo al “desarrollo”.

Este tipo de intervención, cuando se repite a lo largo del litoral, fragmenta los ecosistemas costeros, genera islas ecológicas desconectadas y deja a muchas especies sin posibilidad de desplazamiento ni reproducción. A largo plazo, esto compromete la resiliencia de todo el paisaje costero, y agrava los efectos de fenómenos climáticos extremos.

En definitiva, cada metro de humedal rellenado no es solo una pérdida local, es una fractura en la relación entre las comunidades y la vida que sostiene sus territorios.

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