“No hables de C**** R***. Mejor no digas su nombre. Mejor ni pienses en ella. Ya es el lugar de ningún lugar.”
Así podría empezar un cuento absurdo, pero no: es la radiografía irónica y dolorosa de una realidad que se cuela entre la tinta oficial y las sombras del poder.
Cuando el nombre se vuelve peligroso
Dentro de poco, los y las habitantes de ese país que alguna vez fue sinónimo de biodiversidad, paz y “pura vida” podrían tener que reemplazar su propia geografía con un eufemismo: el lugar de ningún lugar. ¿Por qué? Porque hablar con claridad podría traer consecuencias judiciales, económicas y sociales.
En el lugar de ningún lugar:

- Las denuncias por daño ambiental no solo se ignoran, sino que se castigan con embargos preventivos y demandas que no buscan justicia, sino silencio.
- Los activistas, periodistas y comunicadores que se atreven a sacar a la luz hechos incómodos terminan, más que en tribunales, en el limbo del miedo, con sus cuentas congeladas y sus voces apagadas.
- Las empresas poderosas no necesitan responder a preguntas incómodas, sino que pueden ordenar “embargos preventivos” como si fueran actos mágicos para borrar críticas.
Lo que nunca pasó, pero pasa todos los días
En este peculiar lugar de ningún lugar:
Los bosques protegidos no se destruyen, solo “se reconfiguran de forma temporal”.
Los humedales que desaparecen no son rellenados, simplemente “evolucionan” en dirección al progreso.
Los cauces de los ríos que cambian de curso son “movimientos naturales acelerados”.
Los megaproyectos turísticos que ocupan fincas públicas y alteran ecosistemas no generan debate ni críticas, porque estas se “gestionan” con un elegante silencio legal.
Y quien ose hablar de esto, simplemente “nunca habló”.
SLAPP, o cómo convertir la libertad de expresión en un riesgo económico
El uso estratégico de demandas para silenciar la participación pública, conocido internacionalmente como SLAPP (Strategic Lawsuits Against Public Participation), es la nueva herramienta del lugar de ningún lugar.
No se trata de defender la verdad, sino de defender la impunidad con costos legales prohibitivos. Se busca que quien denuncia termine emocional, social y económicamente exhausto. Que la participación pública se convierta en un lujo con precio.
Mientras tanto, las instituciones miran para otro lado, o promueven discursos que desprecian acuerdos internacionales como el de Escazú, el único marco regional que podría proteger a las personas defensoras ambientales.
El precio del silencio: miedo, aislamiento y desgaste
La violencia no solo es judicial. En el lugar de ningún lugar, la violencia también es psicológica, social y física: amenazas, vigilancia, campañas de desprestigio y aislamiento son la rutina para quienes defienden el agua, los bosques y la vida.
Cada denuncia silenciada no es solo un daño a la persona denunciante, sino una herida en el tejido social y ambiental. El miedo se expande, las comunidades se retraen, y la impunidad crece como hiedra venenosa.
¿Qué país es este? ¿Qué país queremos?
¿Un lugar donde denunciar es un acto de valentía extrema?
¿Un territorio donde la protección ambiental se limita a discursos de campaña?
¿Un espacio donde la democracia ambiental solo existe en documentos olvidados?
Este lugar de ningún lugar, que cada vez parece más real, nos desafía a preguntarnos qué estamos dispuestos a tolerar.
¿La solución? No pronunciar el nombre
Quizá, en un giro irónico definitivo, la mejor recomendación para quienes viven ahí sea no pronunciar su propio nombre. Para no atraer demandas. Para no tener que justificar con pruebas lo que ya es “lo que nunca pasó”.
Pero si no hablamos, si callamos, ¿qué queda?
Queda la destrucción, la pérdida, el vacío.
Queda la tristeza de saber que el miedo puede más que la justicia.
Queda la paradoja de un país que fue ejemplo ambiental y hoy se convierte en el lugar de ningún lugar.
Porque en el lugar de ningún lugar, el silencio no es paz, es complicidad. Y quien calla, a veces, ayuda a que todo pase.
La última frontera que no debería ser una batalla solitaria
Todo lo que hemos narrado —este juego absurdo de silencios, demandas y embargos— es posible porque la institucionalidad que debería protegernos ha decidido mirar hacia otro lado.
Un Estado que no cumple con sus obligaciones de vigilancia y monitoreo, que no hace valer sus propias leyes ni garantiza la justicia ambiental, termina dejando en manos de las comunidades la defensa del territorio como última frontera.
Y esas comunidades, que ya desde hace años viven entre el amedrentamiento y la criminalización, no deberían cargar solas con el peso de proteger lo que es de todos.
Cuando el Estado se ausenta, no solo se pierde la protección de los bienes comunes, se pierde también la confianza en la democracia y en un sistema que dice garantizar derechos, pero no los defiende.
Así, la defensa ambiental se convierte en una batalla solitaria, desigual y peligrosa.
En el lugar de ningún lugar, esta es la cruda realidad que enfrentamos: no porque la naturaleza no importe, sino porque las instituciones eligieron no importar.

Este es el automóvil de Philippe Vangoidsenhoven, defensor ambiental del Caribe Sur de Costa Rica, que sufrió un ataque como represalia por sus labores de monitoreo y denuncia de daños al ambiente.
Philippe ha documentado durante años afectaciones a humedales, manglares y zonas costeras, señalando a empresas y proyectos que incumplen la legislación ambiental. Hoy, su trabajo lo pone en la mira de quienes quieren silenciarlo.
La defensa del territorio no debería ser una batalla solitaria ni peligrosa. Las personas defensoras ambientales merecen protección, no amenazas ni violencia.
Esta nota nace a partir de los recientes eventos de los que —por razones evidentes— no se puede hablar abiertamente. Desde el Observatorio de Bienes Comunes hemos venido señalando una tendencia preocupante: la creciente desestimación de la coyuntura ambiental a través de mecanismos de amedrentamiento, judicialización y silenciamiento, en beneficio de intereses económicos desmedidos y desconectados de las realidades y necesidades de los territorios comunitarios.