Infraestructura sanitaria en la playa de Puerto Viejo: ¿qué nos dice sobre el uso del espacio público?

En el monitoreo de Philippe Vangoidsenhoven, se registró que, frente al mar en el centro de Puerto Viejo, se encontró una alcantarilla ubicada en plena zona pública, justo al borde de la playa. Según los trabajadores del sitio, se trata de parte del sistema de tratamiento de aguas negras del distrito. Aunque no hay evidencia de una descarga directa al mar, la presencia de esta infraestructura en la franja costera despierta preguntas importantes.

Partimos del supuesto de que los permisos fueron otorgados conforme a derecho y que los procesos constructivos se realizaron según la normativa vigente, particularmente por tratarse de la Zona Marítimo Terrestre (ZMT), un área con regulaciones ambientales específicas. En Costa Rica, la franja de los primeros 50 metros desde la pleamar es zona pública protegida: no se puede construir allí, salvo en casos excepcionales de interés público.

Si bien los sistemas sanitarios son esenciales, su colocación en espacios naturales altamente sensibles, como las playas, puede generar impactos indirectos: compactación del suelo, alteración del paisaje, cambio en los usos del espacio público y percepción de riesgo por parte de la comunidad y las personas visitantes.

Más allá de su legalidad, este tipo de intervenciones nos invita a repensar el modelo de ocupación del litoral. ¿Cómo equilibramos la necesidad de servicios con la protección de lo común? ¿Quién decide qué infraestructura es compatible con un entorno costero?

Puerto Viejo vive entre el turismo, la naturaleza y la memoria de un pueblo que cuida el mar. Cada decisión sobre su territorio —incluso una alcantarilla— deja una marca en esa historia compartida.

Lo que no siempre se ve: impactos silenciosos en la zona pública costera

Aunque este tipo de infraestructura no descargue directamente en el mar, su sola presencia en la franja pública costera puede provocar efectos menos visibles, pero no por ello menos importantes:

  • Compactación del suelo: La instalación de infraestructura subterránea suele requerir maquinaria pesada y excavación. Esto altera las dinámicas del suelo arenoso costero, reduce su capacidad de infiltración y puede afectar el crecimiento de vegetación adaptada a ese entorno.

  • Alteración del paisaje: Una tapa de alcantarilla, una caseta técnica o una tubería expuesta interrumpen la continuidad visual del entorno natural. En zonas como Puerto Viejo, donde el paisaje tiene valor cultural, turístico y ecológico, estos cambios afectan la identidad del lugar.

  • Cambio en los usos del espacio público: La gente podría evitar usar ciertas áreas de la playa por temor a olores, contaminación o por considerar que ya no son apropiadas para la recreación. Así, un bien común —la playa— se vuelve parcialmente inaccesible, afectando el derecho al disfrute del espacio público.

  • Percepción de riesgo: Aunque técnicamente la infraestructura funcione bien, su ubicación puede generar dudas sobre su mantenimiento, la posibilidad de filtraciones o su relación con enfermedades. Esto erosiona la confianza comunitaria en la gestión del territorio y en las instituciones.

Estos impactos «secundarios» son claves para pensar en una planificación verdaderamente participativa y con justicia ambiental, donde lo público no sea lo que queda libre, sino lo que se cuida con prioridad.

La zona pública que el mar se lleva: observaciones desde el campo

Un aspecto clave que a menudo se omite en la discusión sobre la ZMT es que el mar sigue avanzando tierra adentro, erosionando la zona pública costera. Según Philippe Vangoidsenhoven, esta transformación es evidente a simple vista: “Hoy día, la zona pública ya no tiene 50 metros en muchos lugares, tiene como máximo 20 metros”, comenta, tras años de observar el litoral de Puerto Viejo.

Los mojones utilizados históricamente como referencia para delimitar la ZMT fueron colocados hace décadas, pero ya no reflejan la realidad actual. Aunque la ley establece que los 50 metros deben medirse desde la pleamar ordinaria —la línea entre la arena de playa y el suelo más firme—, en la práctica se sigue utilizando la ubicación de los mojones, aun cuando el mar ha rebasado esos puntos.

Esta erosión tiene implicaciones legales, ambientales y políticas: donde antes había zona pública protegida, ahora se encuentra infraestructura, comercio o calles. Como relata Vangoidsenhoven, incluso se han propuesto proyectos para construir muros o malecones desde Playa Negra hasta Salsa Brava, para contener al mar, aunque eso signifique perder más costa natural. “La municipalidad ha llegado a poner rocas de emergencia para salvar la carretera”, recuerda. Y al fondo del asunto: si se reconociera la pérdida efectiva de la zona pública, muchos terrenos “privados” en realidad estarían en dominio público y requerirían expropiaciones.

La ZMT, entonces, no solo está en disputa por las construcciones legales o ilegales, sino también por la geografía cambiante que redefine constantemente qué es público y qué no. “Yo no necesito estudios complejos”, dice Philippe, “yo lo veo todos los días: estamos perdiendo la zona pública”.

¿Servicios o conservación? Decidir sobre lo común en la costa

La instalación de infraestructura sanitaria en zonas públicas costeras nos enfrenta a un dilema fundamental: ¿cómo asegurar servicios básicos sin debilitar el tejido natural y social que sostiene la vida en la costa?

En teoría, las decisiones sobre este tipo de obras deberían surgir de procesos de planificación participativa, con base en estudios técnicos, evaluaciones ambientales y diálogo comunitario. Sin embargo, en la práctica, muchas veces se decide desde arriba: por criterios de eficiencia técnica, disponibilidad de terreno o urgencia operativa, sin considerar suficientemente el valor simbólico, cultural y ecológico del lugar intervenido.

Por eso, preguntas como “¿quién decide?” y “¿con qué criterios?” son fundamentales. No se trata solo de cumplir requisitos legales o técnicos, sino de preguntarse si esa infraestructura:

  • Respeta el carácter de bien común del espacio intervenido.

  • Responde a una demanda real de la comunidad o es parte de una expansión urbana orientada al turismo.

  • Puede ubicarse en otro sitio con menos impacto, sin comprometer su funcionalidad.

  • Cuenta con mecanismos de fiscalización social y rendición de cuentas.

Equilibrar servicios y protección del territorio no es solo un tema técnico: es un tema político. Implica reconocer que el entorno costero no es un espacio vacío disponible para resolver problemas urbanos, sino un territorio vivo, habitado y en disputa. Decidir sobre lo común requiere abrir espacios reales de participación, donde la comunidad tenga voz activa y vinculante en el destino de su playa, su salud y su futuro.

Otras formas de hacer: alternativas para intervenir lo público en la costa

La presencia de infraestructura sanitaria en espacios sensibles como las playas no tiene que asumirse como inevitable ni definitiva. Existen otras formas de planificar e intervenir lo público que combinan la garantía de derechos con el respeto por los ecosistemas y la cultura local.

Algunas alternativas que podrían explorarse incluyen:

  • Infraestructura descentralizada y de bajo impacto: Soluciones como biodigestores, humedales artificiales o sistemas de tratamiento localizados pueden reducir la necesidad de grandes obras en zonas costeras, minimizando su huella ecológica y visual.

  • Ubicación estratégica fuera de la ZMT: En lugar de utilizar espacios públicos altamente simbólicos como la playa, se pueden identificar terrenos alternativos dentro del tejido urbano o en zonas ya intervenidas, que permitan cumplir la misma función sin comprometer el uso colectivo del litoral.

  • Diseño sensible al paisaje: En los casos donde la infraestructura debe ubicarse cerca de la costa, se puede optar por diseños integrados al entorno, con materiales naturales, soluciones paisajísticas y mínima exposición visual, reduciendo el impacto estético y ambiental.

  • Planificación participativa con justicia territorial: Incluir activamente a comunidades locales, organizaciones territoriales y actores ambientales en el diseño, ubicación y seguimiento de este tipo de proyectos garantiza mayor legitimidad, pertinencia y sostenibilidad a largo plazo.

Repensar cómo se hacen las cosas no es un lujo, sino una necesidad en contextos como Puerto Viejo, donde cada intervención pública deja huella en un ecosistema frágil y en un tejido social que defiende su forma de vida. Si queremos territorios vivos, debemos imaginar políticas públicas que no solo “resuelvan”, sino que cuiden, escuchen y reparen.

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