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Defender la vida en soledad: la historia de Philippe y el precio de cuidar la naturaleza

En un pequeño pueblo costero del Caribe sur, Philippe ha dedicado años de su vida a proteger ríos, humedales y bosques amenazados por la expansión turística y la indiferencia institucional. Lo ha hecho con determinación, sin grandes recursos, enfrentando amenazas y agresiones físicas, viendo cómo la destrucción avanza más rápido que las respuestas de las autoridades.

Su historia es la de muchas personas defensoras ambientales: una lucha solitaria y desgastante, marcada por la precariedad económica, el hostigamiento y la falta de apoyo real. Cada monitoreo ambiental, cada denuncia, cada señal de alerta sobre la destrucción del territorio tiene un costo humano altísimo. Philippe lo ha pagado con su salud, con su sustento económico y con la certeza de que si él no estuviera ahí, nadie más lo haría.

“Estoy mal, pero aún así intento luchar. Si yo muero acá, nadie más va a estar en el campo. A nadie le importa.”

La soledad como marca

Philippe enfrenta su lucha prácticamente solo. La falta de acompañamiento ciudadano e institucional ha hecho que la defensa ambiental en este territorio se sostenga sobre sus propios hombros. Mientras muchos aplauden de lejos los discursos sobre “desarrollo sostenible”, quienes denuncian en el territorio enfrentan el miedo directamente: amenazas, daños materiales, persecución y el peso psicológico de sentirse desprotegidos.

“Aquí todo el mundo tiene miedo. Nadie quiere involucrarse. La soledad también duele.”

El abandono institucional

La historia de Philippe también expone las grietas estructurales del país. Denuncias que no avanzan, permisos que legitiman la destrucción, autoridades ausentes y una institucionalidad que, en lugar de proteger, muchas veces se convierte en parte del problema. Esta desprotección no es solo jurídica: es también simbólica. Es el mensaje de que defender la vida no importa lo suficiente.

“Hablan de proteger la naturaleza, pero cuando se trata de acompañar, de verdad, no hay nadie.”

El desgaste físico y emocional

La defensa ambiental no se libra solo en los tribunales o en las comunidades; también se libra en el cuerpo. Philippe enfrenta problemas de salud que se han agravado por años de trabajo en condiciones duras y sin respaldo. La falta de ingresos, la pérdida de herramientas de monitoreo y la hostilidad de su entorno lo han llevado al límite.
La lucha, que empezó como un compromiso con la naturaleza, hoy se siente también como un peso solitario.

“El ambientalismo cuesta —y cuesta caro—. Cuesta miles de dólares, cuesta clientes, cuesta salud, cuesta vida.”

“El ambientalismo aquí no da para vivir. Al contrario: te va quebrando, poquito a poco.”

Entre el eco mediático y la ausencia local

En momentos puntuales, la lucha de Philippe ha logrado captar atención mediática, pero esa visibilidad no se ha traducido en redes de apoyo sostenidas ni articulación territorial real. Más allá de las denuncias públicas, el acompañamiento local es casi inexistente. No hay estructuras comunitarias sólidas que compartan la carga ni mecanismos para proteger a quienes están en primera línea.
La lucha ambiental no puede depender únicamente de una voz amplificada en redes: necesita tejido social, presencia organizada y compromiso colectivo.

“La gente habla bonito del ambiente, pero defenderlo aquí es otra historia. Te golpean, te siguen, te mandan al hospital. Y el negocio se va al carajo.”

No es un caso aislado

Philippe no es una excepción. Su historia encarna lo que muchas personas defensoras viven en silencio. Cuando la sociedad no protege a quienes protegen, el costo no lo paga solo esa persona: lo pagamos todos y todas, con territorios devastados, ríos contaminados y bienes comunes en riesgo.

“Si después de mí no hay otro que tome este campo, se acabó. Y eso me duele más que cualquier golpe.”

Una defensa que debe ser colectiva

Proteger a las personas defensoras ambientales no es un acto de caridad: es una responsabilidad colectiva. Implica escuchar, acompañar, visibilizar y exigir al Estado garantías reales. Philippe no debería estar solo. Ninguna persona defensora debería estarlo.

La defensa de la vida no puede seguir siendo una carga individual. Porque cuando una voz defensora se apaga, se abre espacio para que el silencio cubra la destrucción.

Desromantizar la defensa de la naturaleza

Desde el Observatorio de Bienes Comunes creemos que es urgente desromantizar la defensa de la naturaleza. No es un acto heroico ni una postal de inspiración: es una lucha desigual, atravesada por violencia, hostigamiento, abandono y ninguneo.

En Costa Rica, muchas de estas luchas nacen en los patios traseros, en los ríos que cruzan comunidades, en los humedales que alimentan la vida que nos sostiene. Son personas que defienden desde sus hogares y territorios, sin recursos, sin respaldo institucional y, muchas veces, sin acompañamiento social.

Hablar de esta violencia no divide: visibiliza lo que se ha querido mantener invisible. Reconocer el costo humano de defender la vida es un paso imprescindible para transformar esta realidad y construir redes reales de cuidado, protección y acción colectiva.

La defensa ambiental no puede seguir sostenida sobre cuerpos individuales. Necesita ser una tarea compartida, una responsabilidad común.

Entre el destino y la elección

Hay quienes podrían decir que Philippe eligió este camino. Que podría haber hecho otra cosa, vivir más tranquilo, sin cargar sobre sus hombros la defensa de un territorio que parece no querer ser defendido. Y tal vez sea cierto: nadie lo obligó. Pero también es cierto que algunas decisiones no se toman desde la comodidad, sino desde una conciencia que ya no permite mirar hacia otro lado.

Philippe no siempre fue “el defensor del humedal”. A los 25 años, su vida parecía ir por otro rumbo. Él nos recuerda con una fotografía cuando tenía 25 años «Atrás está mi bar, lugar de encuentro de los pandilleros Rough Speed, del cual era miembro. ¡Dónde está aquella época! La moto es una Norton Comando de 920 cc hard tail, eso significa que no tenía suspensión atrás. Cosa seria, te cuento. Después lo cambié y hice un hardtail chopper.”

Esa imagen del joven motociclista rebelde contrasta con el hombre que hoy recorre a pie los mismos caminos, observando el cauce de los ríos y las huellas del deterioro ambiental. Pero en el fondo, algo permanece: la misma energía que antes lo movía sobre dos ruedas, hoy lo empuja a cuidar la vida que habita estos territorios.

Philippe pudo elegir otros caminos, y quizá todavía podría. Pero eligió este, el más difícil: quedarse, resistir y cuidar. No por romanticismo, sino porque entendió que cuando el bosque desaparece, desaparece también una parte de todos nosotros.

Y aunque su defensa parezca solitaria, su gesto nos interpela a cada uno: ¿qué haríamos nosotros si el lugar que amamos estuviera en peligro?

Porque al final, cuidar la naturaleza no es un acto individual ni un destino inevitable. Es una opción —una que Philippe hizo, y que el Caribe Sur agradece.

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El lugar de ningún lugar: C**** R*** la tierra donde nunca pasa nada (aunque pase todo)

“No hables de C**** R***. Mejor no digas su nombre. Mejor ni pienses en ella. Ya es el lugar de ningún lugar.”

Así podría empezar un cuento absurdo, pero no: es la radiografía irónica y dolorosa de una realidad que se cuela entre la tinta oficial y las sombras del poder.

Cuando el nombre se vuelve peligroso

Dentro de poco, los y las habitantes de ese país que alguna vez fue sinónimo de biodiversidad, paz y “pura vida” podrían tener que reemplazar su propia geografía con un eufemismo: el lugar de ningún lugar. ¿Por qué? Porque hablar con claridad podría traer consecuencias judiciales, económicas y sociales.

En el lugar de ningún lugar:

 

  1. Las denuncias por daño ambiental no solo se ignoran, sino que se castigan con embargos preventivos y demandas que no buscan justicia, sino silencio.
  2. Los activistas, periodistas y comunicadores que se atreven a sacar a la luz hechos incómodos terminan, más que en tribunales, en el limbo del miedo, con sus cuentas congeladas y sus voces apagadas.
  3. Las empresas poderosas no necesitan responder a preguntas incómodas, sino que pueden ordenar “embargos preventivos” como si fueran actos mágicos para borrar críticas.

Lo que nunca pasó, pero pasa todos los días

En este peculiar lugar de ningún lugar:

  • Los bosques protegidos no se destruyen, solo “se reconfiguran de forma temporal”.

  • Los humedales que desaparecen no son rellenados, simplemente “evolucionan” en dirección al progreso.

  • Los cauces de los ríos que cambian de curso son “movimientos naturales acelerados”.

  • Los megaproyectos turísticos que ocupan fincas públicas y alteran ecosistemas no generan debate ni críticas, porque estas se “gestionan” con un elegante silencio legal.

Y quien ose hablar de esto, simplemente “nunca habló”.

SLAPP, o cómo convertir la libertad de expresión en un riesgo económico

El uso estratégico de demandas para silenciar la participación pública, conocido internacionalmente como SLAPP (Strategic Lawsuits Against Public Participation), es la nueva herramienta del lugar de ningún lugar.

No se trata de defender la verdad, sino de defender la impunidad con costos legales prohibitivos. Se busca que quien denuncia termine emocional, social y económicamente exhausto. Que la participación pública se convierta en un lujo con precio.

Mientras tanto, las instituciones miran para otro lado, o promueven discursos que desprecian acuerdos internacionales como el de Escazú, el único marco regional que podría proteger a las personas defensoras ambientales.

El precio del silencio: miedo, aislamiento y desgaste

La violencia no solo es judicial. En el lugar de ningún lugar, la violencia también es psicológica, social y física: amenazas, vigilancia, campañas de desprestigio y aislamiento son la rutina para quienes defienden el agua, los bosques y la vida.

Cada denuncia silenciada no es solo un daño a la persona denunciante, sino una herida en el tejido social y ambiental. El miedo se expande, las comunidades se retraen, y la impunidad crece como hiedra venenosa.

¿Qué país es este? ¿Qué país queremos?

¿Un lugar donde denunciar es un acto de valentía extrema?
¿Un territorio donde la protección ambiental se limita a discursos de campaña?
¿Un espacio donde la democracia ambiental solo existe en documentos olvidados?

Este lugar de ningún lugar, que cada vez parece más real, nos desafía a preguntarnos qué estamos dispuestos a tolerar.

¿La solución? No pronunciar el nombre

Quizá, en un giro irónico definitivo, la mejor recomendación para quienes viven ahí sea no pronunciar su propio nombre. Para no atraer demandas. Para no tener que justificar con pruebas lo que ya es “lo que nunca pasó”.

Pero si no hablamos, si callamos, ¿qué queda?

Queda la destrucción, la pérdida, el vacío.
Queda la tristeza de saber que el miedo puede más que la justicia.
Queda la paradoja de un país que fue ejemplo ambiental y hoy se convierte en el lugar de ningún lugar.

Porque en el lugar de ningún lugar, el silencio no es paz, es complicidad. Y quien calla, a veces, ayuda a que todo pase.

La última frontera que no debería ser una batalla solitaria

Todo lo que hemos narrado —este juego absurdo de silencios, demandas y embargos— es posible porque la institucionalidad que debería protegernos ha decidido mirar hacia otro lado.

Un Estado que no cumple con sus obligaciones de vigilancia y monitoreo, que no hace valer sus propias leyes ni garantiza la justicia ambiental, termina dejando en manos de las comunidades la defensa del territorio como última frontera.

Y esas comunidades, que ya desde hace años viven entre el amedrentamiento y la criminalización, no deberían cargar solas con el peso de proteger lo que es de todos.

Cuando el Estado se ausenta, no solo se pierde la protección de los bienes comunes, se pierde también la confianza en la democracia y en un sistema que dice garantizar derechos, pero no los defiende.

Así, la defensa ambiental se convierte en una batalla solitaria, desigual y peligrosa.

En el lugar de ningún lugar, esta es la cruda realidad que enfrentamos: no porque la naturaleza no importe, sino porque las instituciones eligieron no importar.

Este es el automóvil de Philippe Vangoidsenhoven, defensor ambiental del Caribe Sur de Costa Rica, que sufrió un ataque como represalia por sus labores de monitoreo y denuncia de daños al ambiente.

Philippe ha documentado durante años afectaciones a humedales, manglares y zonas costeras, señalando a empresas y proyectos que incumplen la legislación ambiental. Hoy, su trabajo lo pone en la mira de quienes quieren silenciarlo.

La defensa del territorio no debería ser una batalla solitaria ni peligrosa. Las personas defensoras ambientales merecen protección, no amenazas ni violencia.

Esta nota nace a partir de los recientes eventos de los que —por razones evidentes— no se puede hablar abiertamente. Desde el Observatorio de Bienes Comunes hemos venido señalando una tendencia preocupante: la creciente desestimación de la coyuntura ambiental a través de mecanismos de amedrentamiento, judicialización y silenciamiento, en beneficio de intereses económicos desmedidos y desconectados de las realidades y necesidades de los territorios comunitarios.