Ni la lluvia intensa de esa mañana pudo detener la visita de la clase de Economía Política Global y Desarrollo de la Escuela de Ciencias Políticas a la Finca Dos Ríos en el cantón de Guácimo. En medio de caminos complicados y realidades invisibilizadas, el grupo de estudiantes universitarios compartió con familias campesinas que, desde hace más de dos décadas, resisten en condiciones de abandono institucional y violencia estructural.
La Finca Dos Ríos es un ejemplo palpable de cómo la injusticia no se vive en abstracto, sino en cada cultivo sin certeza de cosecha, en cada vivienda improvisada por miedo al desalojo, en cada año que pasa sin que el Estado brinde respuestas efectivas. Desde que una empresa bananera abandonó la finca, trabajadores y trabajadoras quedaron a su suerte, sin derechos reconocidos y en medio de procesos judiciales interminables. Hoy, muchas de esas personas siguen luchando por el derecho a existir en el territorio que han cultivado durante décadas.
Durante la visita, los estudiantes conocieron a líderes campesinos que vienen defendiendo sus derechos, quienes compartieron el largo trayecto de resistencia colectiva: desde la ocupación legítima de tierras abandonadas, hasta la construcción de caminos con sus propias manos. Este intercambio evidenció la fragilidad jurídica en la que viven estas familias, pero también su fuerza organizativa y su defensa del territorio como un bien común.
La responsabilidad de una universidad pública no se agota en el aula: se extiende hacia el compromiso con las voces campesinas, que no solo denuncian injusticias, sino que construyen conocimientos, propuestas y formas de vida sostenibles. Frente a un modelo que tiende a privatizar y mercantilizar la tierra, las comunidades de Finca Dos Ríos nos recuerdan que ésta no es solo un recurso, sino la base de la dignidad, la soberanía alimentaria y la justicia social.
La pregunta que queda flotando tras la visita no es solo por el futuro de estas familias, sino también por el futuro de una universidad que se desentienda de estos territorios: ¿puede una institución pública considerarse comprometida si ignora a quienes sostienen con su esfuerzo los alimentos que consumimos día a día?
Más allá del aprendizaje académico, la experiencia representó un ejercicio concreto de diálogo entre universidad pública y sectores históricamente marginados. En palabras de varios estudiantes, la visita permitió cuestionar el papel de la universidad en una sociedad profundamente desigual. ¿Es posible una educación crítica si se desconoce el sufrimiento cotidiano de quienes enfrentan la exclusión desde sus parcelas?

Cuerpos marcados por el abandono: una reflexión desde la piel de la ruralidad
En los rostros cansados, las manos curtidas y las enfermedades no tratadas, se manifiesta de forma cruda cómo el proyecto económico dominante y las decisiones de política pública han marcado los cuerpos campesinos. No es solo la tierra la que sufre el abandono, es también el cuerpo humano el que carga las huellas de décadas de políticas que han priorizado la concentración de la riqueza, la exportación agroindustrial y la urbanización, mientras despojan al campo de inversión, acceso a salud, agua o caminos transitables. Las enfermedades respiratorias por la humedad de casas inadecuadas, los dolores crónicos sin atención médica, el desgaste físico de quienes siembran sin maquinaria ni garantías legales, todo habla de un modelo que ve a la ruralidad como un excedente, como un paisaje que se explota o se ignora. En Finca Dos Ríos, el cuerpo campesino no es solo un testimonio vivo de trabajo, sino también un archivo de la exclusión y una trinchera de resistencia cotidiana frente a un Estado que no llega, y un mercado que sólo aparece para desalojar.
Contra la economía del despojo: por una economía centrada en la vida
La realidad de Finca Dos Ríos es el reverso silenciado del relato de éxito de la economía global dominante. Mientras el discurso oficial celebra el crecimiento, la inversión extranjera y las cadenas globales de valor, en los márgenes rurales se acumulan las consecuencias: abandono estatal, precariedad persistente y una vida campesina criminalizada o invisibilizada. Esta economía —basada en la lógica del extractivismo, la privatización y la mercantilización de la tierra y la vida— no reconoce el valor de las personas fuera de su productividad monetizable, ni el valor de la naturaleza más allá de su rentabilidad.
En este marco, la tierra deja de ser espacio de vida para convertirse en activo de especulación. La comunidad es reemplazada por el individuo competitivo. La producción campesina se ve desplazada por monocultivos exportables. La economía se vuelve un fin en sí mismo, sin arraigo, sin ética, sin mundo común.
Frente a esto, la experiencia de lucha en Finca Dos Ríos es también una propuesta. Es un recordatorio de que otra economía es posible: una que no se mida solo en índices financieros, sino en bienestar colectivo, cuidado del territorio, y vínculos que sostienen la vida. Una economía que reconozca a la tierra como un bien común, y a la persona humana como sujeto de derechos y no solo como fuerza de trabajo o consumidor.
Esta visión exige descentrar al mercado como principio organizador de la vida. No para reemplazarlo por una estatalidad omnipresente, sino para abrir paso a otras formas de organización social y económica, donde las decisiones se tomen desde abajo, desde las comunidades que habitan y cuidan los territorios. Donde el valor no se mida solo en dinero, sino en dignidad, autonomía, reciprocidad y sostenibilidad.
Derecho a la tierra, luchas campesinas y descolonización de la universidad
El derecho a la tierra no es solo una demanda legal; es una afirmación de vida digna, autonomía y justicia histórica. En territorios como Finca Dos Ríos, la tierra es más que un recurso económico: es sustento, identidad, espacio de memoria y proyección de futuro. Las luchas campesinas por la permanencia en sus parcelas, por el reconocimiento de su trabajo y su vínculo con el territorio, nos interpelan como sociedad y, especialmente, como universidad pública.
En cada paso por los caminos de tierra abiertos por la comunidad, en cada palabra dicha bajo la lluvia por quienes siguen cultivando pese al despojo, se revela una verdad incómoda: la universidad, muchas veces, ha estado más cerca del archivo y de la técnica, que de las comunidades que sostienen la soberanía alimentaria del país. Pero encuentros como el vivido en Guácimo muestran que otra universidad es posible: una que se descentra, que descoloniza sus métodos y saberes, que escucha y se deja transformar.
Acompañar estas luchas no significa resolver de inmediato sus conflictos, pero sí implica asumir un compromiso activo por visibilizarlas, por generar conocimiento desde el diálogo y por reconocer que la palabra campesina también es lugar de saber. En tiempos donde la universidad corre el riesgo de volverse una burbuja técnica, indiferente a las desigualdades estructurales, el intercambio con las comunidades rurales representa una oportunidad para repensar su función social, su raíz pública y su capacidad de contribuir a la transformación de un país más justo y plural.
