“¿Y no será que en este mundo hay cada vez más gente y menos personas?”
Mafalda – Quino
Las cosas suceden porque sí; sencillamente, tocaba. La ley de la inercia es difícil de evitar: si te tropiezas y no recuperás el equilibrio, terminás en el suelo. Así fue como conocí al protagonista de esta columna. Sin más, llegó. Resulta que un domingo nos encontramos por la inercia de la conflictividad socioambiental en Costa Rica. En el Caribe Sur le llaman tala y relleno de humedales. Así conocí a Philippe Vangoidsenhoven, precisamente mientras denunciaba daños ambientales en Playa Negra. Pero pronto entendí que su experiencia —tan complicada como pronunciar su apellido por primera vez— se extiende a todo el Caribe Sur..
Desde entonces, una pregunta me ha perseguido constantemente: ¿qué vive esta persona que parece tener dos vidas? Una dedicada a subsistir y arreglárselas como puede, y otra entregada, a capa y espada, a la defensa de los ecosistemas del Caribe Sur, incluso pagando de su propio bolsillo todo lo necesario para documentar y presentar las denuncias.
Nunca se lo he preguntado de forma tan directa, porque podría sonar entrometido. Al final de cuentas, solo soy uno más que llega desde la universidad pública a hacerle preguntas obvias, de esas que —no me cabe duda— debe estar cansado y harto, casi tanto como de la poco sana costumbre de ser demandado y tener que ir a Bribri un día sí y otro también.
Gracias a nuestras conversaciones y mensajes de WhatsApp, hoy puedo escribir este artículo y tratar de sanar esa curiosidad que aquí expongo: ¿cómo será un día en la vida de una persona defensora ambiental? Ojalá esta columna sirva también de guía para las personas universitarias, para que no repitan preguntas obvias.
Lo primero que uno suele preguntar es: ¿ya hizo la denuncia?, ¿llamó a la policía?, ¿reportó al MINAE? Craso error. Lo primero que viven estas personas es un laberinto colmado de obstáculos burocráticos y legales. Las autoridades muchas veces actúan con lentitud o desinterés ante sus denuncias, lo que impide frenar los daños a tiempo. En algunos casos, incluso se otorgan permisos irregulares para actividades que violan normativas ambientales.
Pero supongamos que no puede haber una pared tan alta. Pues sí la hay. Muchas de estas actividades representan intereses muy fuertes. Y aquí viene la segunda cuestión: no basta con un aparato indiferente, sino que también sufren persecución por parte de intereses económicos que buscan garantizar sus ganancias a toda costa.
Es algo “normal” que incomoden. Por eso se exponen a que tanto el Estado como esos intereses promuevan su criminalización y estigmatización. Es frecuente ver sus imágenes en redes sociales como si fueran los incómodos del barrio, enemigos públicos o personas no gratas por negarse a un supuesto “desarrollo”. Esto escala, porque el Estado alimenta esa narrativa, dando cabida a demandas que buscan desestimular, desacreditar o silenciar su labor.
¿Cómo les silencian? Hasta es insulto la pregunta. A Philippe lo han amenazado en la puerta de su negocio, le han matado a sus perros, le han roto el parabrisas, le han lanzado el celular al otro lado del humedal, le han quebrado un dedo y golpeado la cabeza.
Tal vez se pregunten a esta altura: ¿cómo permite Dios tal injusticia? La respuesta es tan simple como triste: hay una ausencia de garantías de protección para las personas defensoras del ambiente. En todo ese entramado legal, no existen mecanismos eficaces ni sostenidos de protección institucional. Es decir, su figura no está contemplada: se les trata como a cualquier otra persona, sin considerar los riesgos de esta labor.
Y cuando creemos que no puede ser peor, surge otra pregunta que deberíamos haber hecho desde el inicio: ¿Estás bien? ¿Te sentís bien? Porque esa simple pregunta puede marcar la diferencia. Estas personas están en un riesgo físico y emocional constante. Todo lo anterior —agresiones, amenazas, hostigamiento— las expone a un peligro real para su integridad.
Así que, cuando escuchemos o leamos la palabra “defensores ambientales”, acerquémonos desde sus experiencias, valoremos sus saberes y prácticas. Y, lo más importante, antes de cualquier cosa, preguntemos siempre: ¿cómo estás?
Observatorio de Bienes Comunes