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Defender la vida en soledad: la historia de Philippe y el precio de cuidar la naturaleza

En un pequeño pueblo costero del Caribe sur, Philippe ha dedicado años de su vida a proteger ríos, humedales y bosques amenazados por la expansión turística y la indiferencia institucional. Lo ha hecho con determinación, sin grandes recursos, enfrentando amenazas y agresiones físicas, viendo cómo la destrucción avanza más rápido que las respuestas de las autoridades.

Su historia es la de muchas personas defensoras ambientales: una lucha solitaria y desgastante, marcada por la precariedad económica, el hostigamiento y la falta de apoyo real. Cada monitoreo ambiental, cada denuncia, cada señal de alerta sobre la destrucción del territorio tiene un costo humano altísimo. Philippe lo ha pagado con su salud, con su sustento económico y con la certeza de que si él no estuviera ahí, nadie más lo haría.

“Estoy mal, pero aún así intento luchar. Si yo muero acá, nadie más va a estar en el campo. A nadie le importa.”

La soledad como marca

Philippe enfrenta su lucha prácticamente solo. La falta de acompañamiento ciudadano e institucional ha hecho que la defensa ambiental en este territorio se sostenga sobre sus propios hombros. Mientras muchos aplauden de lejos los discursos sobre “desarrollo sostenible”, quienes denuncian en el territorio enfrentan el miedo directamente: amenazas, daños materiales, persecución y el peso psicológico de sentirse desprotegidos.

“Aquí todo el mundo tiene miedo. Nadie quiere involucrarse. La soledad también duele.”

El abandono institucional

La historia de Philippe también expone las grietas estructurales del país. Denuncias que no avanzan, permisos que legitiman la destrucción, autoridades ausentes y una institucionalidad que, en lugar de proteger, muchas veces se convierte en parte del problema. Esta desprotección no es solo jurídica: es también simbólica. Es el mensaje de que defender la vida no importa lo suficiente.

“Hablan de proteger la naturaleza, pero cuando se trata de acompañar, de verdad, no hay nadie.”

El desgaste físico y emocional

La defensa ambiental no se libra solo en los tribunales o en las comunidades; también se libra en el cuerpo. Philippe enfrenta problemas de salud que se han agravado por años de trabajo en condiciones duras y sin respaldo. La falta de ingresos, la pérdida de herramientas de monitoreo y la hostilidad de su entorno lo han llevado al límite.
La lucha, que empezó como un compromiso con la naturaleza, hoy se siente también como un peso solitario.

“El ambientalismo cuesta —y cuesta caro—. Cuesta miles de dólares, cuesta clientes, cuesta salud, cuesta vida.”

“El ambientalismo aquí no da para vivir. Al contrario: te va quebrando, poquito a poco.”

Entre el eco mediático y la ausencia local

En momentos puntuales, la lucha de Philippe ha logrado captar atención mediática, pero esa visibilidad no se ha traducido en redes de apoyo sostenidas ni articulación territorial real. Más allá de las denuncias públicas, el acompañamiento local es casi inexistente. No hay estructuras comunitarias sólidas que compartan la carga ni mecanismos para proteger a quienes están en primera línea.
La lucha ambiental no puede depender únicamente de una voz amplificada en redes: necesita tejido social, presencia organizada y compromiso colectivo.

“La gente habla bonito del ambiente, pero defenderlo aquí es otra historia. Te golpean, te siguen, te mandan al hospital. Y el negocio se va al carajo.”

No es un caso aislado

Philippe no es una excepción. Su historia encarna lo que muchas personas defensoras viven en silencio. Cuando la sociedad no protege a quienes protegen, el costo no lo paga solo esa persona: lo pagamos todos y todas, con territorios devastados, ríos contaminados y bienes comunes en riesgo.

“Si después de mí no hay otro que tome este campo, se acabó. Y eso me duele más que cualquier golpe.”

Una defensa que debe ser colectiva

Proteger a las personas defensoras ambientales no es un acto de caridad: es una responsabilidad colectiva. Implica escuchar, acompañar, visibilizar y exigir al Estado garantías reales. Philippe no debería estar solo. Ninguna persona defensora debería estarlo.

La defensa de la vida no puede seguir siendo una carga individual. Porque cuando una voz defensora se apaga, se abre espacio para que el silencio cubra la destrucción.

Desromantizar la defensa de la naturaleza

Desde el Observatorio de Bienes Comunes creemos que es urgente desromantizar la defensa de la naturaleza. No es un acto heroico ni una postal de inspiración: es una lucha desigual, atravesada por violencia, hostigamiento, abandono y ninguneo.

En Costa Rica, muchas de estas luchas nacen en los patios traseros, en los ríos que cruzan comunidades, en los humedales que alimentan la vida que nos sostiene. Son personas que defienden desde sus hogares y territorios, sin recursos, sin respaldo institucional y, muchas veces, sin acompañamiento social.

Hablar de esta violencia no divide: visibiliza lo que se ha querido mantener invisible. Reconocer el costo humano de defender la vida es un paso imprescindible para transformar esta realidad y construir redes reales de cuidado, protección y acción colectiva.

La defensa ambiental no puede seguir sostenida sobre cuerpos individuales. Necesita ser una tarea compartida, una responsabilidad común.

Entre el destino y la elección

Hay quienes podrían decir que Philippe eligió este camino. Que podría haber hecho otra cosa, vivir más tranquilo, sin cargar sobre sus hombros la defensa de un territorio que parece no querer ser defendido. Y tal vez sea cierto: nadie lo obligó. Pero también es cierto que algunas decisiones no se toman desde la comodidad, sino desde una conciencia que ya no permite mirar hacia otro lado.

Philippe no siempre fue “el defensor del humedal”. A los 25 años, su vida parecía ir por otro rumbo. Él nos recuerda con una fotografía cuando tenía 25 años «Atrás está mi bar, lugar de encuentro de los pandilleros Rough Speed, del cual era miembro. ¡Dónde está aquella época! La moto es una Norton Comando de 920 cc hard tail, eso significa que no tenía suspensión atrás. Cosa seria, te cuento. Después lo cambié y hice un hardtail chopper.”

Esa imagen del joven motociclista rebelde contrasta con el hombre que hoy recorre a pie los mismos caminos, observando el cauce de los ríos y las huellas del deterioro ambiental. Pero en el fondo, algo permanece: la misma energía que antes lo movía sobre dos ruedas, hoy lo empuja a cuidar la vida que habita estos territorios.

Philippe pudo elegir otros caminos, y quizá todavía podría. Pero eligió este, el más difícil: quedarse, resistir y cuidar. No por romanticismo, sino porque entendió que cuando el bosque desaparece, desaparece también una parte de todos nosotros.

Y aunque su defensa parezca solitaria, su gesto nos interpela a cada uno: ¿qué haríamos nosotros si el lugar que amamos estuviera en peligro?

Porque al final, cuidar la naturaleza no es un acto individual ni un destino inevitable. Es una opción —una que Philippe hizo, y que el Caribe Sur agradece.

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La delgada línea entre proteger y perder: el vaivén de la defensa ambiental

Esta semana, los reportes de Philippe vangoidsenhoven sobre la costa caribeña dejan una sensación ambivalente. Cuatro episodios que, entre victorias parciales y reincidencias frustrantes, confirman que la lucha por el ambiente es una batalla de resistencia: una de cal y otra de arena.

Caso 1: Acción rápida que sorprende

En este primer caso se trató del intento de construcción de un puente sobre una quebrada, precedido por chapeas en los lados, como se observan en las fotos. La denuncia activó un proceso poco usual: en menos de un mes las autoridades inspeccionaron, remitieron a Fiscalía y ordenaron paralizar la obra. Philippe lo celebró con sorpresa: “ya por fin sí y resulte que sí ya habían ido y ya paralizaron el trabajo, se terminó. Guau”. Normalmente, los casos tardan meses en llegar siquiera a inspección, pero esta vez la intervención fue oportuna.

Este resultado cobra aún más valor si se recuerda el antecedente: más de un año antes se habían presentado 12 denuncias sobre esta misma área, sin que se realizara ninguna inspección. Philippe relata que, al revisar después de tanto tiempo, comprobó que no se había actuado. Su nueva denuncia fue la que finalmente activó las inspecciones.

El contraste con procesos anteriores es abismal: antes, una denuncia podía quedar dormida más de un año; esta vez, en apenas tres semanas, ya estaba en Fiscalía. Este ejemplo demuestra que, cuando existe voluntad institucional y compromiso ciudadano, la ley puede aplicarse de manera efectiva, protegiendo los ecosistemas antes de que el daño se vuelva irreversible. Además, resalta la importancia de fortalecer los mecanismos de vigilancia y seguimiento ambiental, para que más casos puedan replicar este tipo de éxito.

Caso 2: La historia sin fin en Playa Negra

Este segundo caso corresponde al seguimiento en las cercanías de Flor de China, donde en varias ocasiones se ha denunciado la construcción y el relleno en zona pública, situación que ya hemos documentado anteriormente. Los árboles del sitio están señalizados como patrimonio natural del Estado, rótulos colocados gracias a las gestiones de Philippe tras una denuncia presentada ante la Fiscalía. Este hecho refuerza aún más la ilegalidad de las obras.

Pese a ello, Philippe reporta: “Hoy voy a ver la mañana y abrieron otra vez en una parte de ese material y tirar más material. ¿Qué es eso?”. Lo más grave es que la Ley de Zona Marítimo Terrestre sigue sin aplicarse, pese a que la construcción se ubica dentro de los 50 metros de la pleamar ordinaria y carece de plan regulador. La obra reincide una y otra vez, desatendiendo denuncias previas; la tibieza en las órdenes de paralización se suma a la evidencia acumulada que confirma la ilegalidad del relleno.

“Es una película de nunca terminar, no tiene fin”, resume Philippe, expresando la frustración de ver cómo lo que debería estar protegido permanece en riesgo. La alegría por los avances ciudadanos se opaca frente a la continuidad de las obras ilegales, que reanudan actividades de relleno como si nada hubiera pasado.

A esto se suma un factor estructural: la presunta corrupción dentro de las instituciones competentes, que en lugar de frenar las irregularidades parece encubrirlas o permitir su continuidad. Esa falta de control no solo impide que los logros ciudadanos se consoliden, sino que genera la sensación de que cada paso adelante se diluye con dos hacia atrás, dejando en riesgo la zona, su patrimonio natural y la confianza de la comunidad en la protección efectiva de los espacios públicos.

Caso 3: Un cierre definitivo al parqueo ilegal

Este caso da seguimiento a un humedal transformado ilegalmente en parqueo, situación que ya hemos documentado en monitoreos anteriores. En su momento se autorizó la tala de seis árboles que en realidad estaban sanos. Tiempo después, gracias al trabajo constante de monitoreo de Philippe, los árboles de esta zona fueron rotulados como patrimonio del Estado.

Lo ocurrido muestra cómo, durante años, el lugar quedó atrapado en un ciclo repetitivo: las autoridades cerraban el acceso, los responsables lo reabrían y continuaban cobrando a los visitantes por estacionar en un terreno protegido.

Esta vez, finalmente, parece haberse llegado a un punto de quiebre. Philippe lo relata con alivio: “Hoy por fin por fin me dio tanta alegría en la mañana cuando yo paso por el sitio, yo miré que están haciendo algo en cemento. Tres bases para que ya no entra más carros nunca. Se acabó.”

La medida, aunque tardía, representa un cierre más contundente y otorga un respiro al humedal. Tras años de cierres y reaperturas, alambres de púas cortados y rótulos improvisados, finalmente se logró clausurar de manera definitiva el parqueo ilegal sobre humedal. La Fiscalía y la presión constante hicieron posible lo que parecía imposible: evitar que siguieran cobrando por parquear en terreno protegido.

Philippe lo describe así: “Es un alivio, es como un peso que se quita de los hombros.” Este es un ejemplo claro de que la persistencia ciudadana puede transformar un círculo vicioso en un cierre definitivo.

Caso 4: La maquinaria frenada a tiempo

En Playa Negra volvió a aparecer maquinaria pesada trabajando en la zona denunciada. La reacción institucional fue lenta: “tuve que llamarlo como tres veces… al final ya llegaron al sitio”. Philippe lo resume con indignación: “es una barbaridad lo que están haciendo ahí, mae”.

Cuando finalmente se presentó la policía, la persona encargada del backhoe alegó que el MINAE ya había pasado por el lugar y les había autorizado continuar. Sin embargo, al solicitarles el permiso, no pudieron demostrarlo y la maquinaria tuvo que retirarse.

Aunque la intervención llegó tarde y solo tras insistencia, al menos se logró detener el daño en curso. Una victoria pequeña pero significativa, que evidencia lo frágil que es el cumplimiento cuando no hay vigilancia constante. Este episodio también deja ver un patrón preocupante: se invocan supuestas autorizaciones sin respaldo documental, confiando en que la falta de verificación permita continuar con el daño.

El impacto sobre los ecosistemas: daños que dejan huella

Más allá de los casos puntuales, estas intervenciones ilegales tienen consecuencias profundas para los ecosistemas costeros. Los rellenos en humedales interrumpen el flujo natural del agua, reducen la capacidad de absorción frente a inundaciones y eliminan hábitats claves para aves, peces y anfibios. La construcción sobre quebradas altera el curso de los cuerpos de agua, contamina y erosiona.

Cada vez que se reanuda una obra ilegal, aunque después se logre detener, el territorio acumula cicatrices. Como señala Philippe, el problema es que “ya más bien se han estado alquilando” o utilizando los espacios dañados, lo que genera impactos irreversibles en algunos casos. Incluso cuando se logra frenar la maquinaria o cerrar un acceso, muchas veces el daño ya está hecho: árboles talados, suelos removidos, agua contaminada.

La persistencia de las reincidencias multiplica estas huellas. Lo que se gana con un cierre o una orden de demolición se pierde si al poco tiempo los infractores vuelven a intervenir. Así, se corre el riesgo de llegar tarde: frenar la acción, pero con el ecosistema ya degradado.

Avances, retrocesos y tiempos institucionales

El testimonio de Philippe muestra con crudeza la irregularidad de los tiempos institucionales frente a las denuncias ambientales. Señala que en un caso reciente, en “tiempo récord” se logró una citación en menos de un mes, cuando lo normal es que tarde al menos tres meses. Para él, eso ya constituye un dato relevante, pues marca una diferencia con experiencias pasadas.

Relata que en sus primeras gestiones presentó múltiples denuncias, y al revisar más de un año después descubrió que no se había realizado ni una sola inspección. Esa experiencia le enseñó a no confiar ciegamente en el sistema y a dar seguimiento personalmente. La falta de acción oportuna, explica, hace que cuando finalmente se hacen inspecciones ya no haya nada que verificar, pues el daño está consumado.

En contraste, cuando las instituciones reaccionan en pocas semanas, aunque siga siendo tarde frente a un daño ambiental inmediato, al menos se abre la posibilidad de contener el impacto. Esta oscilación —entre años de inacción, demoras de meses y respuestas ocasionalmente rápidas— evidencia un patrón de avances y retrocesos, atravesado por la opacidad en el accionar institucional.

Vigilancia comunitaria: la primera línea de defensa

Lo que reflejan estos casos es que la protección ambiental efectiva la está ejerciendo, en gran medida, la vigilancia comunitaria. Son vecinos, colectivos y personas como Philippe quienes recorren, denuncian, insisten y documentan, sin lo cual muchas de estas situaciones pasarían desapercibidas.

El Estado, en cambio, aparece con una actuación errática: por momentos interviene con contundencia y logra paralizar, pero acto seguido los infractores reinciden “con libertad”, como si las sanciones fueran apenas un trámite. Esa contradicción revela la brecha entre lo que dicen las leyes y lo que ocurre en la práctica: sin el ojo ciudadano, la impunidad se impondría.

Entre la esperanza y el desgaste

En los cuatro casos se siente la paradoja de esta lucha: “una de cal y otra de arena”. Por cada avance que genera esperanza, aparece una reincidencia que desgasta. Lo positivo es que las denuncias, cuando se persisten y se acompañan, funcionan; lo negativo es que la reincidencia y la falta de controles firmes —agravada por la presunta corrupción— hacen que muchos logros se desvanezcan.

Philippe lo ha dicho muchas veces: denunciar es un acto de fe, un esfuerzo por “caminar sobre la línea de la ley” en medio de un contexto donde la impunidad suele imponerse. Esta semana lo confirma: la protección del ambiente depende de no soltar, incluso cuando las victorias parecen pequeñas, porque si se baja la guardia, el territorio seguirá cargando marcas que en ocasiones ya no se podrán borrar.

El testimonio de Philippe: entre la indignación y el alivio

Los relatos de Philippe no son simples informes de monitoreo: son testimonios que dejan ver el peso emocional de acompañar estas luchas día tras día. En sus palabras conviven la indignación, la frustración y, en ocasiones, la alegría de pequeñas victorias.
Cuando algo funciona, lo expresa con asombro y alivio: ‘ya por fin sí y resulte que sí ya habían ido y ya paralizaron el trabajo, se terminó. Guau’, o ‘hoy por fin por fin me dio tanta alegría… es un alivio, es como un peso que se quita de los hombros’. En esos momentos aparece la esperanza de que la institucionalidad pueda actuar como debería.

Pero en los otros casos predomina la rabia y el cansancio: ‘es una película de nunca terminar, no tiene fin’, ‘es una barbaridad lo que están haciendo ahí mae’. Sus frases revelan la desconfianza hacia un Estado que actúa tarde o de manera errática, y la sensación de estar atrapado en un ciclo interminable de denuncias y reincidencias.

El testimonio también habla de un desgaste personal profundo: Philippe reconoce que el solo hecho de pasar a diario por los sitios en conflicto lo llena de estrés, porque cada reincidencia le recuerda que la lucha es desigual. A ello se suma el peso económico que nadie le reconoce, pero que resulta significativo: la gasolina para movilizarse, cerrar su local o pagar a alguien que lo sustituya, costear soportes digitales para almacenar y entregar las pruebas, invertir en cámaras y seguridad personal, y sostener los múltiples trámites que exigen las denuncias.

Aun así, persiste, y su persistencia muestra la fuerza de la vigilancia ciudadana. En el fondo, lo que transmiten sus palabras es la paradoja de la resistencia: celebrar lo poco que se logra, aun sabiendo que podría perderse mañana; indignarse frente a cada retroceso, aun sabiendo que vendrán más. Es la voz de alguien que ama el territorio, que no se resigna, pero que carga sobre sus hombros la frustración de ver cómo la impunidad erosiona tanto los ecosistemas como la confianza en la justicia.

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Un apellido difícil, una causa clara: defender la vida en el Caribe Sur

“¿Y no será que en este mundo hay cada vez más gente y menos personas?”
 Mafalda – Quino

Las cosas suceden porque sí; sencillamente, tocaba. La ley de la inercia es difícil de evitar: si te tropiezas y no recuperás el equilibrio, terminás en el suelo. Así fue como conocí al protagonista de esta columna. Sin más, llegó. Resulta que un domingo nos encontramos por la inercia de la conflictividad socioambiental en Costa Rica. En el Caribe Sur le llaman tala y relleno de humedales. Así conocí a Philippe Vangoidsenhoven, precisamente mientras denunciaba daños ambientales en Playa Negra. Pero pronto entendí que su experiencia —tan complicada como pronunciar su apellido por primera vez— se extiende a todo el Caribe Sur..

Desde entonces, una pregunta me ha perseguido constantemente: ¿qué vive esta persona que parece tener dos vidas? Una dedicada a subsistir y arreglárselas como puede, y otra entregada, a capa y espada, a la defensa de los ecosistemas del Caribe Sur, incluso pagando de su propio bolsillo todo lo necesario para documentar y presentar las denuncias.

Nunca se lo he preguntado de forma tan directa, porque podría sonar entrometido. Al final de cuentas, solo soy uno más que llega desde la universidad pública a hacerle preguntas obvias, de esas que —no me cabe duda— debe estar cansado y harto, casi tanto como de la poco sana costumbre de ser demandado y tener que ir a Bribri un día sí y otro también.

Gracias a nuestras conversaciones y mensajes de WhatsApp, hoy puedo escribir este artículo y tratar de sanar esa curiosidad que aquí expongo: ¿cómo será un día en la vida de una persona defensora ambiental? Ojalá esta columna sirva también de guía para las personas universitarias, para que no repitan preguntas obvias.

Lo primero que uno suele preguntar es: ¿ya hizo la denuncia?, ¿llamó a la policía?, ¿reportó al MINAE? Craso error. Lo primero que viven estas personas es un laberinto colmado de obstáculos burocráticos y legales. Las autoridades muchas veces actúan con lentitud o desinterés ante sus denuncias, lo que impide frenar los daños a tiempo. En algunos casos, incluso se otorgan permisos irregulares para actividades que violan normativas ambientales.

Pero supongamos que no puede haber una pared tan alta. Pues sí la hay. Muchas de estas actividades representan intereses muy fuertes. Y aquí viene la segunda cuestión: no basta con un aparato indiferente, sino que también sufren persecución por parte de intereses económicos que buscan garantizar sus ganancias a toda costa.

Es algo “normal” que incomoden. Por eso se exponen a que tanto el Estado como esos intereses promuevan su criminalización y estigmatización. Es frecuente ver sus imágenes en redes sociales como si fueran los incómodos del barrio, enemigos públicos o personas no gratas por negarse a un supuesto “desarrollo”. Esto escala, porque el Estado alimenta esa narrativa, dando cabida a demandas que buscan desestimular, desacreditar o silenciar su labor.

¿Cómo les silencian? Hasta es insulto la pregunta. A Philippe lo han amenazado en la puerta de su negocio, le han matado a sus perros, le han roto el parabrisas, le han lanzado el celular al otro lado del humedal, le han quebrado un dedo y golpeado la cabeza.

Tal vez se pregunten a esta altura: ¿cómo permite Dios tal injusticia? La respuesta es tan simple como triste: hay una ausencia de garantías de protección para las personas defensoras del ambiente. En todo ese entramado legal, no existen mecanismos eficaces ni sostenidos de protección institucional. Es decir, su figura no está contemplada: se les trata como a cualquier otra persona, sin considerar los riesgos de esta labor.

Y cuando creemos que no puede ser peor, surge otra pregunta que deberíamos haber hecho desde el inicio: ¿Estás bien? ¿Te sentís bien? Porque esa simple pregunta puede marcar la diferencia. Estas personas están en un riesgo físico y emocional constante. Todo lo anterior —agresiones, amenazas, hostigamiento— las expone a un peligro real para su integridad.

Así que, cuando escuchemos o leamos la palabra “defensores ambientales”, acerquémonos desde sus experiencias, valoremos sus saberes y prácticas. Y, lo más importante, antes de cualquier cosa, preguntemos siempre: ¿cómo estás?

Observatorio de Bienes Comunes

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Philippe: vivir bajo amenaza por defender la naturaleza

Advertencia de contenido:
Las imágenes y videos incluidos en este artículo pueden herir sensibilidades. Se recomienda discreción al visualizar el material. Desde la edición, se ha tomado la decisión de incluir aquellas imágenes y registros que involucran directamente a Philippe Vangoidsenhoven, ya que constituyen evidencia clara de la gravedad de las situaciones de violencia que ha enfrentado en su labor como defensor ambiental. Esta exposición responde también a la necesidad de prevenir discursos que tienden a deslegitimar las denuncias, sugiriendo que se trata de malentendidos o exageraciones. La visibilización es, en este caso, un acto de denuncia y una herramienta de concientización.

Defender el ambiente en América Latina: una lucha de alto riesgo

Le han gritado sapo más veces de las que puede contar. “Cuando una va a la ley, o llama a la ley, ya de una vez es un sapo”, dice Philippe, con una mezcla de resignación y firmeza. No lo dice como quien se victimiza, sino como quien ha aprendido a cargar con esa palabra —escupida desde carros, desde esquinas, desde obras ilegales— como si fuera parte del paisaje donde vive. Hay videos donde se escucha con claridad: insultos que buscan silenciar, intimidar, desgastar.

Y sin embargo, sigue.

En América Latina, defender la naturaleza puede costar la vida. La región ha sido sistemáticamente reconocida como una de las más peligrosas del mundo para quienes alzan la voz contra la destrucción ambiental. Según Global Witness, cientos de personas defensoras han sido asesinadas, criminalizadas o forzadas al silencio por enfrentarse a intereses económicos, estructuras de poder local y corrupción institucional.

En este contexto se inscribe la historia de Philippe Remi Karel Vangoidsenhoven, residente en Puerto Viejo de Talamanca, Costa Rica. Philippe es un defensor ambiental que ha dedicado su vida a documentar y denunciar delitos ecológicos como rellenos en humedales, construcciones ilegales en la zona marítimo-terrestre y el uso de maquinaria pesada en áreas protegidas. Ha interpuesto más de 200 denuncias en las últimas dos décadas. Su labor, lejos de recibir apoyo estatal, lo ha colocado en el centro de una persecución violenta y sostenida.

Piedra, sangre y cámaras encendidas

En abril de 2019, mientras documentaba la destrucción del humedal de Punta Uva mediante la excavación de zanjas para drenarlo, Philippe fue víctima de un ataque brutal. Uno de los responsables del daño ambiental, al reconocerlo, lo insultó y luego le lanzó una piedra con tal fuerza que atravesó su carro, impactó el parabrisas y le golpeó la mano. La herida fue tan severa que estuvo a punto de perder parte del dedo pulgar, lo que afectó seriamente su vida cotidiana y laboral. La evidencia, incluida la piedra y fotografías de la lesión, fue entregada a las autoridades, pero la respuesta institucional ha sido débil.

Este episodio no fue aislado: marcó el inicio de una escalada de violencia que evidencia el patrón de riesgo que enfrentan las personas defensoras en zonas donde convergen desarrollo turístico, impunidad y abandono estatal.

Una motosierra como amenaza de muerte

Un año antes, en marzo de 2018, Philippe vivió una de las situaciones más aterradoras de su vida. Mientras tomaba fotografías de maquinaria realizando trabajos irregulares en Playa Negra —con la intención de denunciar un posible daño ambiental— fue interceptado por un hombre que, al percatarse de su presencia, encendió una motosierra y se le acercó agresivamente, hasta colocar la hoja a escasos 10 o 15 centímetros de su rostro. Philippe, quien se encontraba en bicicleta, dejó caer el vehículo y, ante el peligro inminente, sacó su revólver —legalmente portado— para disuadir al atacante. El agresor huyó del lugar gritando que Philippe lo estaba amenazando, mientras este se dirigía de inmediato a la Fuerza Pública para denunciar lo ocurrido.

Lo paradójico es que, aunque Philippe intentó prevenir un daño mayor y acudió a las autoridades, fue arrestado con base en versiones tergiversadas por personas enemistadas con él. A pesar de que había pruebas fotográficas y testigos, fue procesado por «amenazas agravadas», mientras que el hombre que lo atacó con una motosierra nunca enfrentó cargos. Incluso, este último habría intentado apropiarse de la bicicleta de Philippe mientras él permanecía detenido. Posteriormente, el agresor habría huido del país tras vender irregularmente un terreno en la zona.

Este caso no solo revela el riesgo físico que enfrentan quienes denuncian delitos ambientales, sino también cómo la criminalización judicial opera como una forma de castigo y silenciamiento. A más de siete años del suceso, Philippe sigue esperando juicio y la devolución de su revólver, a pesar de la evidencia y su actuación en defensa propia.

Golpes, bastonazos y su propia arma en contra

El caso más dramático ocurrió en 2012, cuando fue agredido por dos hombres tras denunciar el uso ilegal de un “backhoe”(Retroexcavadora) en Playa Negra. Mientras intentaba documentar con su cámara, fue abordado, derribado al suelo y golpeado con un bastón. En el forcejeo, los agresores le arrebataron su revólver y llegaron a apuntarle a la cabeza con su propia arma. Fue gracias a la intervención de un testigo que su vida no terminó allí.

Tras el ataque, Philippe llegó herido al hospital y a la Fuerza Pública, con moretones y puntos de sutura. El parte médico confirmó la violencia sufrida. Sin embargo, los agresores no fueron sancionados y el caso no tuvo mayores consecuencias judiciales.

Exposición a personas peligrosas

Philippe también ha sido víctima de ataques directos por parte de personas vinculadas al narcotráfico en la región. En una ocasión, mientras pasaba frente a un bar conocido por ser manejado por un individuo relacionado con el narco —presunto responsable de un homicidio nunca esclarecido—, fue agredido con una lluvia de piedras. Una de ellas atravesó la ventanilla trasera de su vehículo y quebró el parabrisas. Aquel día recibió más de ocho pedradas: tres quedaron en el carro, dos en el cajón y otra en la cabina, siendo esta última la que quebró el parabrisas. A pesar de los antecedentes del agresor, no hubo consecuencias legales.

Criminalización, xenofobia y abandono

Además de los ataques físicos, Philippe ha sido blanco de una intensa campaña de difamación. Ha sido insultado en redes sociales, acusado de “frenar el desarrollo” y señalado por ser extranjero, a pesar de residir legalmente en el país. Incluso se declaró persona non grata por la Municipalidad de Talamanca, iniciativa que fue anulada por la Sala Constitucional tras una acción presentada.

En redes sociales se le ha dicho que “se regrese a su país” y ha recibido amenazas veladas de figuras locales. A pesar de todo esto, Philippe continúa denunciando las violaciones ambientales en su entorno, amparado por el artículo 50 de la Constitución Política, que reconoce el derecho de toda persona a un ambiente sano y la legitimidad para denunciar a quienes lo amenazan (Pueden ver una nota anterior al respecto).

Costos personales de la defensa ambiental

Más allá de las amenazas y agresiones, defender el medio ambiente también representa una carga económica constante. Philippe ha tenido que cubrir de su propio bolsillo los daños a su vehículo —como el reemplazo de parabrisas rotos en dos ocasiones, en represalia por sus labores de monitoreo, con un costo mínimo de 200.000 colones más instalación— además de gastos por gasolina, cámaras para su seguridad y documentación de los casos, copias de denuncias y hasta salarios para personas que atiendan su negocio mientras él realiza inspecciones. Todo esto sin contar el tiempo invertido y el esfuerzo físico, incluso con una pierna lesionada. A pesar de todo ello, continúa presentando denuncias ante las autoridades.

Todo esto ocurre mientras las amenazas no cesan y la sensación de peligro se vuelve parte de lo cotidiano, incluso ha sufrido ataques directos a su negocio (se colocan imágenes y video de un evento). El costo no es solo económico o físico: también es emocional. Frente a una violencia que no da tregua y a un Estado ausente, Philippe se vio obligado a tomar decisiones difíciles para proteger su vida.

Medidas extremas para sobrevivir

Portar un arma no era parte del plan. No era algo que Philippe hubiera imaginado como parte de su vida cotidiana cuando empezó a denunciar delitos ambientales. Pero con el paso del tiempo, la violencia fue escalando. Las amenazas, los gritos desde los carros, la vigilancia constante… todo empezó a volverse más real, más cercano.

“Yo ando casi siempre solo en el campo”, explica. “Aquí la gente o está trabajando o tiene miedo. No siempre se puede contar con compañía. Y ya las cosas se estaban calentando”.

Fue entonces cuando tomó una decisión extrema: iniciar el proceso para obtener el permiso de portación de arma de fuego. No por gusto, ni por afán de confrontación, sino como una medida desesperada de autoprotección.

“Sentí que necesitaba algo para defenderme”, dice. Investigó, consiguió toda la información necesaria, y se preparó para los exámenes teóricos y prácticos. Finalmente, obtuvo el permiso.

Lo hizo, dice con claridad, por estar en esta lucha. Porque defender la naturaleza en un contexto como el de Talamanca no es solo un compromiso ético: puede ser una sentencia. Y porque las agresiones iban en aumento, y el Estado —el que debería proteger a quienes defienden el bien común— no aparecía por ninguna parte.

A la fecha, esa ausencia persiste. Mientras Philippe sigue caminando los humedales, las playas y las montañas, acompañado solo por su convicción y su arma, el Estado continúa en deuda: una deuda profunda con quienes, como él, arriesgan la vida por cuidar la vida de todos.

La impunidad cotidiana como forma de violencia

A pesar de las múltiples denuncias interpuestas por Philippe y de las pruebas contundentes —fotografías, videograbaciones, objetos utilizados en agresiones— presentadas ante diversas instancias judiciales, muchas de las personas involucradas en estos actos siguen circulando impunemente por su entorno cotidiano. No es raro que pasen cerca de su negocio, que lo insulten en voz alta o que lo increpen directamente, incluso en presencia de otras personas. Estos actos, aunque a veces sutiles y otras veces abiertamente hostiles, tienen un efecto acumulativo. Refuerzan su situación de vulnerabilidad y envían un mensaje claro: aquí, quienes defienden el ambiente están solos.

Cada encuentro no es solo una amenaza, sino un recordatorio doloroso de que, en lugar de protección, lo que ha recibido es abandono institucional. La sensación de desamparo se profundiza cuando el agresor se le aproxima sin ninguna consecuencia, colocándolo una y otra vez en una posición de inferioridad frente a quienes violan la ley con respaldo tácito de la impunidad.

¿A quién defiende la justicia?

A esta violencia impune se suma una experiencia aún más desoladora: dentro de los mismos procesos judiciales, Philippe ha tenido que enfrentar la falta de compromiso de quienes deberían representarlo legalmente. En varias ocasiones, sus propios defensores públicos —a pesar de contar con registros en video y pruebas físicas de los hechos— le han sugerido que concilie con sus agresores. La razón que le dan “ustede tiene el 50 por ciento de ganar el caso”.

Este tipo de recomendaciones, lejos de ser neutras, revelan una estructura judicial que no comprende ni reconoce el carácter específico de la defensa ambiental. Para Philippe, el mensaje es devastador: si ni siquiera su representante legal cree en la justicia, ¿entonces a quién defiende el sistema judicial? ¿A quién protege, si no es a quienes arriesgan su vida para que se cumpla la ley?

Este abandono jurídico no es anecdótico: es estructural. Y representa un obstáculo más en el ya riesgoso camino de las personas que, como Philippe, defienden la vida.

¿Hasta cuándo?

La historia de Philippe refleja un patrón claro y preocupante: la defensa de la naturaleza en Costa Rica —incluso en un país con reconocimiento internacional por su legislación ambiental— es una actividad de alto riesgo cuando entra en conflicto con intereses económicos, corrupción o estructuras de poder local.

Philippe no está solo. Es parte de una comunidad invisible de personas que luchan por los ríos, los bosques, la biodiversidad y el derecho colectivo a vivir en un entorno sano. Pero está expuesto, vulnerable y enfrentando un aparato institucional que, en lugar de protegerlo, lo revictimiza.

Costa Rica no puede seguir ignorando estas señales. Es urgente establecer mecanismos efectivos de protección para las personas defensoras del ambiente, garantizar justicia para las agresiones sufridas y desmantelar las estructuras de impunidad que permiten que estos hechos continúen.

Defender la naturaleza no puede ser una condena al exilio, al miedo o a la muerte.

Cuando la justicia no entiende a quién defiende la vida

Uno de los aspectos más alarmantes del caso de Philippe es cómo el sistema judicial costarricense ha tratado sus denuncias como si fueran querellas comunes entre particulares, sin considerar el contexto específico y el riesgo diferencial que enfrenta por ser defensor ambiental.

Philippe no denuncia hechos aislados: denuncia redes de ilegalidad ambiental, intereses económicos que operan al margen de la ley e incluso vínculos con actores públicos. Sin embargo, las instituciones que deberían protegerlo —Fiscalía, Fuerza Pública, Poder Judicial— han tramitado sus casos como si se tratara de conflictos personales. En varios procesos, ha terminado siendo investigado o denunciado por las mismas personas que lo agredieron, en un giro perverso donde la víctima termina criminalizada.

Este tratamiento burocrático, descontextualizado y ciego ante las amenazas estructurales es profundamente peligroso. Cuando la justicia no reconoce la relación directa entre la labor de defensa ambiental y la violencia recibida, se convierte en cómplice por omisión. Desprotege al defensor, legitima la impunidad y envía un mensaje desmovilizador al resto de la sociedad.

Las personas defensoras del ambiente requieren un enfoque diferenciado, como ya lo han recomendado organismos internacionales de derechos humanos. No pueden ser tratadas como cualquier ciudadano que interpone una querella: están en la primera línea de defensa de los bienes comunes y enfrentan riesgos excepcionales. Ignorar esto no solo es una falla legal; es una forma de violencia institucional.

Intimidar para silenciar: la violencia como arma de control

La violencia que enfrenta Philippe no es accidental ni aislada: forma parte de una estrategia más amplia de intimidación destinada a desactivar su labor como defensor ambiental. En contextos donde la defensa del territorio choca con intereses económicos, la intimidación se convierte en una herramienta poderosa: no busca solo castigar a quien denuncia, sino también enviar un mensaje disuasivo a toda la comunidad.

Philippe ha sido perseguido en la vía pública, insultado frente a instituciones judiciales, señalado en redes sociales y enfrentado a denuncias penales por haberse defendido de intentos de agresión. La sistematicidad de estos hechos —que combinan violencia física, acoso legal y campañas de desprestigio— demuestra que no se trata de simples conflictos personales, sino de una operación de desgaste y silenciamiento.

Esta intimidación tiene múltiples capas: intenta hacerle sentir que está solo, que su lucha no vale la pena, que el precio es demasiado alto. Busca desmoralizarlo, quebrar su voluntad y, en última instancia, desaparecerlo del territorio sin necesidad de asesinarlo físicamente. Es una forma de violencia psicológica que se mezcla con el abandono institucional y el racismo estructural contra quienes no se ajustan al modelo hegemónico de “desarrollo”.

La impunidad con que se permiten estas agresiones genera un efecto de advertencia para otras personas: “mejor no te metás, o te puede pasar lo mismo”. Esa es la función de la intimidación: sembrar miedo para cosechar silencio.

Más allá del “país verde”: los límites del ambientalismo oficial

Costa Rica es reconocida internacionalmente por su imagen de país verde, comprometido con la sostenibilidad, la biodiversidad y la protección de los recursos naturales. Sin embargo, esa imagen muchas veces convive con una realidad mucho más compleja, donde quienes defienden el ambiente desde los territorios enfrentan abandono, hostigamiento y violencia sin una respuesta estatal efectiva.

El modelo de conservación costarricense ha privilegiado históricamente las áreas protegidas, los parques nacionales y los pagos por servicios ambientales. Aunque importante, este enfoque ha sido insuficiente para abordar los conflictos socioambientales en zonas rurales y costeras, donde la presión del turismo, la especulación inmobiliaria, el extractivismo y la corrupción municipal desafían a diario la legalidad ambiental.

En estos espacios, la defensa del ambiente no la realizan los grandes organismos institucionales, sino personas como Philippe: ciudadanos que documentan, denuncian y arriesgan su integridad para hacer valer leyes que el propio Estado no cumple. Sin embargo, estas personas no son reconocidas como actoras legítimas ni protegidas de forma diferenciada. Lejos de eso, a menudo son tratadas como enemigas del desarrollo o como obstáculos para la “convivencia comunitaria”.

Costa Rica tiene una deuda pendiente: pasar del discurso oficial de sostenibilidad a una política real de protección para quienes cuidan los territorios desde abajo. Reconocer legal, política y públicamente a las personas defensoras del ambiente como figuras esenciales en la lucha contra el colapso ecológico no es solo una obligación ética, sino una necesidad urgente para sostener cualquier proyecto serio de conservación.

Mientras esa deuda no se salde, la etiqueta de “país verde” quedará incompleta, y casos como el de Philippe seguirán ocurriendo en silencio.

Nota importante:
En este artículo se incluyen imágenes y videos que documentan muestras de violencia física, verbal y psicológica que ha enfrentado Philippe Vangoidsenhoven en el ejercicio de su labor como defensor ambiental. Todo el material se presenta con la autorización expresa de Philippe y tiene un propósito ilustrativo y educativo. Su intención es visibilizar los riesgos que enfrentan las personas defensoras del ambiente en Costa Rica, así como la insuficiencia de la legislación actual, que las deja expuestas a situaciones de vulnerabilidad al no contar con medidas de protección adecuadas y efectivas.

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#HostigamientoAmbiental: cuando la defensa del territorio se convierte en blanco digital

Esta nota es la primera de una serie realizada en conjunto por Philippe Vangoidsenhoven y el Observatorio de Bienes Comunes, dedicada a visibilizar la violencia que enfrentan las personas defensoras ambientales en Costa Rica. A partir de la experiencia vivida por Philippe en el Caribe Sur, se busca no solo documentar los patrones de hostigamiento que atraviesan estas personas, sino también generar conciencia sobre el riesgo estructural al que se exponen y la invisibilización institucional que padecen. En un contexto donde los marcos legales y las políticas públicas no reconocen ni protegen adecuadamente su labor, este testimonio busca abrir una conversación urgente sobre justicia ambiental y derechos humanos.

Philippe Vangoidsenhoven y la ofensiva digital contra quienes defienden el ambiente en el Caribe Sur

En el Caribe Sur costarricense, defender el ambiente no solo implica denunciar irregularidades o proteger ecosistemas. También supone enfrentar campañas de odio desde el espacio digital, dirigidas a desacreditar, aislar y expulsar a quienes alzan la voz. El caso del defensor ambiental Philippe Vangoidsenhoven, residente en Talamanca, ilustra cómo las redes sociales pueden transformarse en herramientas de persecución y violencia simbólica.

Esta nota se basa en capturas de pantalla y registros de interacciones digitales extraídos de las redes sociales personales de Philippe. El material evidencia una oleada de violencia digital que incluye insultos, amenazas, señalamientos públicos y llamados a expulsarlo del país. A partir de este contenido, se identificaron al menos seis estrategias sistemáticas de hostigamiento digital:

Caracterización del discurso hostil: patrones y núcleos de agresión

“Ojalá me lo tope, lo despedazo.”
“¿Por qué no se regresa a su país a joder?”
“La carta tiene el logo del municipio, eso basta para llevarla a Migración.”

Uno de los hallazgos más alarmantes es la existencia de un núcleo reducido pero altamente activo de usuarios que reproducen discursos violentos de forma persistente, generando una dinámica de acoso coordinado. Estas voces amplifican el odio, normalizan la violencia y modelan un entorno digital que legitima la agresión contra Philippe Vangoidsenhoven.

Palabras como “pistola”, “persona no grata”, “expulsar”, “loco” o “vergüenza” actúan como gatillos simbólicos, estructurando el discurso hostil en torno a seis formas articuladas de violencia digital:

Deshumanización

Se le retrata como incapaz de razonar o convivir, usando calificativos como “loco”, “descerebrado” o “ridículo”. Esta narrativa no solo busca invalidar su voz, sino justificar su exclusión.

“Este hombre llamó a los bomberos porque una señora quemaba basura… es un descerebrado que no se ubica.”

Criminalización

Se lo presenta como un sujeto violento, insinuando que porta armas o ha amenazado a pobladores, sin prueba alguna. Estas acusaciones fabricadas siembran miedo y habilitan represalias legales o policiales.

“Ese señor está armado y ya apuntó su arma en contra de algunos pobladores.”
“¿Qué esperan? ¿Que mate a alguien?”

Estigmatización como extranjero

Su nacionalidad belga se convierte en un blanco de ataque. Se le niega legitimidad para participar en la vida local y se le exige abandonar el país.

“¿Por qué no se regresa a su país a joder, a ver si allá se lo permiten?”
“Lacras fuera de nuestro cantón. ¡Les llegó la hora!”

Incitación al odio y violencia simbólica

Se expresan amenazas directas o celebraciones anticipadas de violencia, promoviendo la fuerza como forma de castigo.

“Ojalá me lo tope, lo despedazo.”
“Cartón lleno, sacaste la rifa Philippe.”

Legitimación institucional del hostigamiento

Se alude a instituciones como la municipalidad o Migración para dar apariencia de legalidad a los ataques, aun sin evidencia formal.

“La carta tiene el logo del municipio, eso basta para llevarla a Migración.”
“El alcalde no quiso firmarla, pero ya está en manos de abogados.”

Aislamiento social

Se lo presenta como un generador de conflictos o un estorbo para la comunidad, buscando cortar sus vínculos sociales y organizativos.

“Desde que estoy en este foro, siempre he visto el nombre de este señor Philippe en medio de discordias.”
“No los necesitamos.”

Cerrar filas frente al odio

Este repertorio discursivo no es casual. Opera como una tecnología simbólica de expulsión: silenciar a Philippe y advertir a otras personas defensoras que levantar la voz tiene consecuencias. Detrás del insulto hay una estrategia: aislar, desgastar, desplazar. La violencia digital es real y sus impactos no se quedan en la pantalla. Normalizar el odio habilita la persecución.

No se puede defender la tierra mientras se lincha virtualmente a quienes la cuidan.

Declaran «personas non gratas» a defensores ambientales por denunciar daños en el Caribe Sur

En 2015, la Municipalidad de Talamanca declaró «personas non gratas» a Carol Meeds y Philippe Vangoidsenhoven, dos reconocidos defensores ambientales del Caribe Sur de Costa Rica. ¿El motivo? Sus constantes denuncias públicas sobre daños al Refugio de Vida Silvestre Gandoca-Manzanillo y otras zonas de alto valor ecológico.

Carol administra una página en Facebook donde informa sobre agresiones al ambiente en la región, mientras que Philippe realiza labores de vigilancia, monitoreo y presentación de denuncias ante las autoridades competentes. Ambos han utilizado herramientas digitales para visibilizar irregularidades ambientales, lo que les valió represalias institucionales.

La Sala Constitucional falló a su favor al considerar que se violentaron derechos fundamentales como la libertad de expresión, el debido proceso y el derecho a la participación ciudadana. El caso refleja cómo las personas defensoras del ambiente pueden ser blanco de violencia institucional y digital por ejercer su derecho a denunciar.

Compartimos el recurso de amparo mediante el cual se anula la declaratoria de personas non gratas.

¿De qué estamos hablando?

  1. Desprestigio sistemático y campañas de odio
    Se recurre a calificativos como “irracional” o “abusivo”, se le acusa de provocar conflictos o malgastar recursos con denuncias ambientales, buscando erosionar su legitimidad como defensor.
  2. Xenofobia y discursos de exclusión
    Su origen extranjero es usado como motivo de expulsión. Se le niega el derecho a ejercer ciudadanía activa y se le responsabiliza de tensiones locales.
  3. Incitación al desplazamiento
    Se promueve su expulsión mediante amenazas o referencias a Migración, configurando una estrategia de destierro simbólico y social.
  4. Amenazas veladas y explícitas
    Se emiten mensajes de agresión física directa o se lo vincula falsamente con armas, alimentando una narrativa de peligrosidad sin base legal.
  5. Uso instrumental de canales institucionales
    Se difunde una carta supuestamente institucional sin firma oficial, para legitimar el rechazo y avalar el hostigamiento desde lo comunitario.
  6. Normalización del discurso de odio
    Mediante burlas, memes o aplausos a su posible salida, se refuerza una cultura de linchamiento que se reproduce sin consecuencias.

Persona no grata: implicaciones reales de una figura simbólica

La declaración de una persona como “no grata” por parte de una municipalidad no tiene efectos legales formales, pero sí consecuencias sociales, políticas y de seguridad personal. En contextos latinoamericanos, esta figura ha sido usada para:

  1. Estigmatizar y criminalizar
    Se construye una imagen pública de enemistad con la comunidad, legitimando agresiones desde sectores afines al poder.
  2. Aislar comunitariamente
    Al provenir de una institución percibida como “voz del territorio”, puede romper lazos sociales y socavar la participación.
  3. Avalar simbólicamente la violencia
    Aunque no se trate de una orden judicial, legitima represalias, obstaculiza procesos organizativos y fortalece discursos de odio.
  4. Violar derechos humanos
    Según la ONU, este tipo de actos constituyen criminalización institucional contraria al deber de proteger a quienes defienden derechos fundamentales.
  5. Potenciar la violencia digital
    Estas declaraciones son replicadas en redes y medios, amplificando su impacto y alimentando un entorno digital hostil.

Lo digital también mata: proteger a personas defensoras es urgente

La violencia digital contra defensores ambientales no es anecdótica ni espontánea. Es parte de un contexto más amplio de criminalización y persecución. Las redes sociales están siendo usadas para difamar, estigmatizar y expulsar simbólicamente a quienes defienden los bienes comunes en Costa Rica.

Sus impactos son profundos: deterioro emocional, aumento del riesgo físico, judicialización y aislamiento. Por eso es urgente que el Estado y las plataformas digitales asuman responsabilidades: prevenir, sancionar y reparar estas violencias.

El Caribe Sur necesita diálogo, justicia ambiental y respeto a la diversidad. Silenciar a quienes defienden el territorio solo beneficia a quienes lo destruyen.

Defender la tierra no debe significar exponerse al odio

El caso de Philippe no es una excepción. Se inscribe en un patrón más amplio de hostigamiento contra personas defensoras, que se intensifica cuando sus denuncias afectan intereses económicos o estructuras de poder local.

Proteger a quienes cuidan los bienes comunes también implica actuar en el plano digital: visibilizar, denunciar, exigir justicia. La defensa del territorio no puede silenciarse con discursos de odio.

Recomendaciones: cómo enfrentar la violencia digital como persona defensora ambiental

La violencia digital no es solo un ataque virtual: busca intimidar, silenciar y aislar. Estas acciones requieren respuestas colectivas, estratégicas y conscientes. Algunas claves:

  1. Fortalecer la seguridad digital
  • Usa contraseñas seguras y activa la doble autenticación.
  • No compartas datos sensibles públicamente.
  • Haz copias de seguridad y cifra archivos importantes.
  • Usa VPN y navegadores privados.
  • Participa en talleres sobre seguridad digital con enfoque en derechos humanos.
  1. Documentar y denunciar los ataques
  • Guarda evidencias: capturas, enlaces, fechas y perfiles.
  • Reporta los contenidos en las plataformas.
  • Contacta redes de apoyo legal o derechos humanos para acompañamiento.
  1. Activar el cuidado colectivo
  • Habla del tema en tu organización, no lo enfrentes en soledad.
  • Diseña protocolos para responder a ataques coordinados.
  • Promueve el acompañamiento emocional y psicosocial.
  1. Visibilizar y politizar la violencia digital
  • Nombrar esta violencia como parte de la criminalización ambiental.
  • Denunciar en medios alternativos, campañas y foros.
  • Exigir políticas públicas con enfoque de género, territorio e interculturalidad.
Defender la vida no debe implicar sobrevivir al odio. En el Caribe Sur, proteger el territorio también es proteger a quienes lo aman.

 Contexto latinoamericano: violencia digital y personas defensoras ambientales

En América Latina, una de las regiones más peligrosas del mundo para quienes defienden los derechos humanos y el ambiente, la violencia digital se ha consolidado como una extensión de los ataques físicos, judiciales y simbólicos que enfrentan estas personas. Lejos de ser un fenómeno aislado, se trata de un patrón creciente que acompaña los conflictos socioambientales y los intereses extractivistas.

  1. Auge del extractivismo y criminalización

La expansión de megaproyectos mineros, energéticos, turísticos y agroindustriales ha intensificado los conflictos por el acceso, control y gestión de territorios y bienes comunes. Las personas defensoras que se oponen a estos proyectos —particularmente indígenas, campesinas, afrodescendientes y mujeres— son blanco de campañas de desprestigio, amenazas y vigilancia digital.

  1. Digitalización de las agresiones

Los ataques se manifiestan a través de:

  • Campañas de desinformación y difamación en redes sociales y medios digitales, que buscan aislar o desacreditar la labor de defensa ambiental.
  • Acoso digital y amenazas directas, muchas veces de carácter sexual o racial, especialmente contra mujeres defensoras.
  • Vigilancia y espionaje digital, como el uso de malware, hackeo de cuentas o extracción ilegal de datos personales. En varios casos se han documentado intentos de infiltrar movimientos sociales con herramientas de cibervigilancia estatal o privada.
  • Discursos de odio y bots coordinados, que multiplican mensajes de desprestigio o incitan a la violencia, alimentando la polarización y criminalización.
  1. Estigmatización mediática e institucional

Algunos medios de comunicación y autoridades estatales reproducen narrativas que presentan a las personas defensoras como “enemigas del desarrollo”, “terroristas” o “obstáculos al progreso”. Esta estigmatización se replica en el ámbito digital, amplificando los riesgos para quienes se pronuncian públicamente en defensa del ambiente.

  1. Género y violencia digital

Las mujeres defensoras enfrentan formas específicas de violencia digital, donde el ataque a su vida privada, su cuerpo o su rol como cuidadoras es utilizado para silenciarlas o deslegitimar su liderazgo. En muchos casos, esto se traduce en autocensura o retraimiento del espacio digital.

  1. Falta de protección y acceso a justicia

Los mecanismos de protección estatales suelen estar desactualizados frente a estas formas de violencia, carecen de enfoque de derechos digitales, y no garantizan respuestas efectivas frente a la impunidad. Además, muchas personas defensoras no cuentan con capacitación ni herramientas para protegerse en el entorno digital.

¿Qué es la violencia digital?

La violencia digital es cualquier acción que, mediante medios tecnológicos (mensajes, publicaciones, imágenes, videos o redes sociales), cause daño psicológico, simbólico, reputacional o material a una persona. Afecta especialmente a quienes ejercen el derecho a defender derechos, al alzar su voz contra poderes establecidos o denunciar injusticias.

Instrumentos y patrones comunes

  • Difamación y campañas de desprestigio.
  • Acoso coordinado (troleo, insultos, burlas).
  • Amenazas anónimas o desde perfiles reales.
  • Suplantación de identidad o manipulación de imágenes.
  • Exposición pública de datos personales (doxing).
  • Uso de instituciones o redes de poder para intimidar.

Implicaciones para las personas víctimas

La violencia digital puede generar:

  • Aislamiento social y miedo a participar públicamente.
  • Afectaciones emocionales y de salud mental.
  • Riesgo físico cuando las amenazas se trasladan al mundo offline.
  • Criminalización o pérdida de credibilidad ante instituciones.
  • Autoexclusión o salida forzada del territorio.
Teclados y puños: distintas formas de silenciar a quienes protegen la naturaleza

En el contexto de la defensa ambiental, las personas y comunidades que protegen los territorios y los bienes comunes enfrentan múltiples formas de violencia como mecanismo de intimidación, represalia o silenciamiento. Estas agresiones no se limitan al plano físico, sino que también se manifiestan en el ámbito digital, especialmente cuando los defensores utilizan plataformas en línea para denunciar injusticias, visibilizar conflictos o articular redes de apoyo. A continuación, se presenta un cuadro comparativo que permite comprender las diferencias y similitudes entre la violencia física y la violencia digital, con el fin de dimensionar los riesgos a los que se enfrentan quienes defienden el ambiente desde distintos espacios.

AspectoViolencia FísicaViolencia Digital
DefiniciónUso de la fuerza corporal para dañar, controlar o intimidar.Uso de medios digitales para dañar, acosar o amenazar.
Espacio donde ocurrePresencial (hogar, calle, instituciones, etc.).En línea (redes sociales, correo, plataformas digitales).
Medios utilizadosCuerpo, armas, objetos físicos.Internet, redes sociales, mensajes, videos, imágenes, bots.
EvidenciaHeridas visibles, partes médicas, testimonios.Capturas de pantalla, correos, registros digitales.
VisibilidadPuede ser más evidente para testigos directos.Puede pasar desapercibida o normalizarse fácilmente.
PerpetradoresGeneralmente identificables.Puede ser anónima o provenir de múltiples usuarios (colectiva).
Impacto en la víctimaFísico (heridas, discapacidad), psicológico, emocional.Psicológico, emocional, reputacional; también físico (estrés).
Duración de efectosInmediatos, pero pueden ser duraderos o permanentes.Pueden ser prolongados por la persistencia del contenido digital.
Mecanismos de denunciaPolicía, servicios de salud, instituciones judiciales.Plataformas digitales, policía cibernética, organismos legales.
Relación con otras violenciasPuede estar relacionada con violencia sexual, doméstica, estructural.Frecuentemente se cruza con acoso, censura, persecución política.