IMG_3766

La lucha por la tierra y la vida en Nueva Esperanza

El pasado 20 de setiembre realizamos una visita a la comunidad de Nueva Esperanza, en Caño Negro de Los Chiles, donde conocimos a la Asociación de Mujeres Productoras Orgánicas de Nueva Esperanza. Este grupo ha dedicado casi tres décadas a cultivar de manera agroecológica, manteniendo vivas las tradiciones de sus familias campesinas y defendiendo la salud de sus comunidades a través de alimentos sanos y libres de químicos.

Para ellas, la tierra no es solo un medio de subsistencia, sino un espacio de memoria, encuentro y transmisión de saberes. En sus parcelas se sembraban frijoles, hortalizas y maíz; allí se reunían las familias, se compartían alimentos y se fortalecían los lazos comunitarios. La agroecología fue una apuesta consciente: cuidar el ambiente, la salud y la vida, diferenciándose de los modelos productivos dependientes de agrotóxicos.

Entre la siembra y la desconfianza institucional

Desde los inicios del proyecto, las mujeres de Nueva Esperanza tocaron puertas buscando apoyo para fortalecer su producción. Solicitaron semillas, acompañamiento y herramientas para crecer de forma sostenible. Sin embargo, las respuestas institucionales fueron negativas una y otra vez. “Nos decían que era por no tener escritura, pero después nos dimos cuenta de que sí apoyaban a otras personas en condiciones similares. Entonces decidimos hacerlo solas”, relatan.

El proyecto avanzó sin apoyos estatales directos: con esfuerzo propio levantaron su siembra de hortalizas, maíz y frijoles, consolidando un espacio colectivo que era al mismo tiempo productivo, familiar y comunitario. Con el paso del tiempo, lograron también establecer vínculos con universidades públicas y otras organizaciones solidarias que les brindaron acompañamiento técnico y formativo, así como apoyo para el desarrollo de infraestructura que fortaleció su capacidad de producción y organización comunitaria.

Años después, llegó el golpe más fuerte: la invasión de la parcela. La respuesta institucional, lejos de brindar protección efectiva, se convirtió en una cadena de obstáculos. El grupo emprendió un largo proceso legal para recuperar la tierra. Lograron ganar desalojos en cuatro ocasiones, presentaron documentación y contaron con el respaldo de un juzgado agrario, que ordenó la restitución de la finca. Sin embargo, cuando todo parecía listo para ejecutar la orden, otra institución —que supuestamente debía apoyar a la asociación— frenó el desalojo sin explicación clara.

La experiencia, además de costosa en tiempo y recursos, fue profundamente desgastante. “Logramos todo solas y cuando ya estaba listo, lo detienen. No entendemos cómo una institución que dice apoyarnos puede hacer esto”, expresan. A esto se suma el dolor de ver destruida la infraestructura que habían construido durante años de trabajo colectivo y alianzas con otras instituciones. Para ellas, el caso revela no solo la fragilidad de la seguridad jurídica de las campesinas, sino también la desprotección que enfrentan frente a un aparato institucional que muchas veces actúa sin transparencia ni coordinación.

Una historia de trabajo y organización comunitaria

La Asociación de Mujeres Productoras Orgánicas de Nueva Esperanza tiene sus raíces en la vida campesina de la zona norte fronteriza, marcada por la migración, el trabajo agrícola y la tradición de familias enteras dedicadas al campo. En los años noventa, un grupo de mujeres decidió organizarse para darle continuidad a los aprendizajes heredados de abuelos y padres agricultores, pero también para abrir un camino propio: la agricultura orgánica.

El proyecto creció con esfuerzo colectivo. Levantaron una pequeña casa-cocina con horno para preparar alimentos, organizaron ventas comunitarias, sembraron frijoles y hortalizas, y crearon un espacio que funcionaba tanto para la producción como para la vida social. Allí las familias se reunían, cocinaban juntas y sostenían una dinámica de cooperación que trascendía lo económico: era una escuela de vida en comunidad.

Durante más de dos décadas, la asociación no solo produjo alimentos sanos, sino que también se convirtió en un referente de organización de mujeres en un contexto donde el campo suele asociarse a los hombres. Su presencia desafiaba estereotipos de género y demostraba que las mujeres podían liderar proyectos agrícolas innovadores y sostenibles.

El quiebre llegó hace aproximadamente cuatro años, cuando la parcela fue invadida. La pérdida de ese espacio no significó solo el freno de la producción: también interrumpió un tejido social y comunitario construido durante casi 30 años. El despojo implicó incertidumbre, dolor y la sensación de que instituciones que antes parecían aliadas dejaron de estar presentes. “Nos sentimos atropelladas, nuestro trabajo ha sido desvalorizado”, expresan ellas.

A pesar de este golpe, la asociación no se ha desintegrado. Por el contrario, se sostiene en la persistencia y en la certeza de que la lucha por la tierra es también la lucha por la dignidad.

Mujeres en el campo: una realidad invisibilizada

La situación que atraviesa esta asociación no es aislada. En Costa Rica, y particularmente en las zonas rurales fronterizas, las mujeres campesinas enfrentan múltiples obstáculos para sostener sus proyectos de vida. La desigualdad en el acceso a la tierra, la falta de reconocimiento al trabajo agrícola femenino y la ausencia de políticas efectivas que garanticen su seguridad productiva generan condiciones de vulnerabilidad constantes.

A menudo son ellas quienes sostienen la agricultura familiar y la transmisión de los saberes agroecológicos, pero sus aportes siguen siendo invisibilizados. El campo continúa cargado de estereotipos que asocian el trabajo agrícola al hombre, dejando a las mujeres en un segundo plano a pesar de ser pilares fundamentales en la siembra, el cuidado de los cultivos y la organización comunitaria.

Frente a estas realidades, experiencias como la de Nueva Esperanza ponen en evidencia la necesidad de replantear el papel de las instituciones públicas en el acompañamiento a mujeres organizadas. Reconocer sus luchas, escuchar sus demandas y garantizar el acceso a la tierra son pasos indispensables para avanzar hacia una sociedad más justa y equitativa.

Persistencia y esperanza

Las mujeres de Nueva Esperanza lo resumen en una consigna clara: seguir luchando, no rendirse. Tocan puertas una y otra vez, insisten en su derecho a la tierra, y mantienen la unidad como fuerza principal para resistir.

Su ejemplo interpela a toda la sociedad: ¿qué significa producir alimentos sanos en un mundo dominado por la prisa y la rentabilidad? ¿Por qué quienes defienden la agroecología encuentran más trabas que apoyos? ¿Qué futuro estamos construyendo cuando proyectos comunitarios de casi 30 años son despojados y desatendidos?

La visita a Nueva Esperanza deja una certeza: en cada semilla sembrada por estas mujeres late una apuesta por el bien común, por la vida digna y por un país que aún tiene una deuda profunda con quienes trabajan la tierra.

reducida

Finca Dos Ríos: sembrando dignidad en el Día del Campesino que no llega

Cada 15 de mayo se conmemora en Costa Rica el Día del Campesino, una fecha que debería servir no solo para celebrar, sino para reflexionar críticamente sobre las condiciones en que viven quienes sostienen la alimentación del país. Lejos de los discursos oficiales, en comunidades como Finca Dos Ríos —ubicada en el Caribe— las personas campesinas enfrentan abandono institucional, inseguridad jurídica y exclusión sistemática. Su realidad es también la de miles de familias rurales invisibilizadas, que a pesar de todo siguen sembrando vida.

Finca Dos Ríos, ubicada en Guacimo de Limón, es el hogar de decenas de familias campesinas que enfrentan una dura realidad marcada por la inseguridad jurídica, el abandono estatal y las dificultades económicas. Desde hace más de dos décadas, estas personas han vivido, trabajado y cuidado la tierra que antes perteneció a una empresa bananera. Hoy, su derecho a permanecer allí sigue en disputa.

“Aquí nadie nos ayuda”: entre el olvido institucional y la resistencia 

Los testimonios de hombres y mujeres que hoy están trabajando su tierra, dan cuenta de una lucha constante. Cuentan cómo llegaron a la finca, muchos tras ser despedidos sin liquidación de las bananeras, cómo abrieron caminos con machete y cultivaron yuca, plátano, cacao, pipa y limón sin ayuda técnica ni apoyo institucional. Las pérdidas son comunes: enfermedades de los cultivos, plagas como el abejorro, lluvias intensas que pudren las cosechas, falta de compradores y caminos intransitables que dificultan sacar los productos.

A esto se suma la amenaza permanente de desalojo. Varios habitantes denuncian que una persona  que reclama la propiedad de las tierras, vendiendo parcelas sin títulos claros y presionando a las familias para que paguen por lo que consideran suyo por derecho de trabajo y ocupación. “Yo no le voy a dar gusto a usted, yo no le voy a pagar esa tierra”, afirma uno de los entrevistados. La incertidumbre legal impide que muchos accedan a servicios básicos como electricidad o agua potable y limita la posibilidad de mejorar sus viviendas.

Las instituciones públicas brillan por su ausencia. No hay apoyo técnico agrícola, no se atienden las condiciones de los caminos, ni se avanza en procesos de legalización. “Aquí nadie mete un dedo por nosotros. Lo único que queremos es papeles que reconozcan que esta tierra es nuestra”, reclama otro vecino.

Pese a todo, en Finca Dos Ríos hay resistencia. Las personas campesinas siguen sembrando, limpiando sus parcelas, luchando por mantener a sus familias y soñando con que un día el Estado los escuche y los reconozca como legítimos dueños de la tierra que han hecho producir con tanto esfuerzo.

Campesinado: pilar de la soberanía alimentaria

Más allá de sus luchas particulares, las personas que habitan Finca Dos Ríos representan un modelo de vida esencial para la sostenibilidad de cualquier país: el campesinado. Su trabajo diario asegura la producción de alimentos básicos como maíz, frijol, yuca, plátano, cacao y frutas, contribuyendo directamente a la alimentación local y nacional.

En contextos globales marcados por el encarecimiento de los alimentos, la crisis climática y la concentración del mercado en manos de grandes agroindustrias, el trabajo de las familias campesinas cobra un valor estratégico. Son ellas quienes mantienen vivas semillas criollas, conocimientos tradicionales y prácticas sostenibles que resguardan la biodiversidad y reducen la dependencia de importaciones.

Sin tierra, sin apoyo estatal y bajo constante amenaza de despojo, las comunidades como Finca Dos Ríos enfrentan condiciones adversas para continuar su labor. Sin embargo, su permanencia en el territorio no solo es un acto de resistencia, sino una garantía para la soberanía alimentaria del país.

Reconocer, proteger y apoyar al campesinado no es un gesto de caridad: es una apuesta por un futuro con alimentos sanos, producidos en armonía con el entorno y al alcance de todas las personas.

Finca Dos Ríos no es solo un caso; es un llamado urgente a convertir las conmemoraciones en compromisos concretos con quienes cultivan dignidad todos los días.

Estas conmemoraciones no deben quedarse en actos simbólicos ni en celebraciones vacías. El Día del Campesino debe ser una oportunidad para abrir espacios socioeducativos que promuevan la reflexión crítica, la reivindicación de derechos y, sobre todo, el reconocimiento de la lucha de quienes producen los alimentos que llegan a nuestras mesas.

Validar su experiencia, visibilizar sus demandas y acompañar sus procesos organizativos es una deuda histórica. El ejemplo de Finca Dos Ríos nos recuerda que la defensa del territorio y la vida campesina no es solo una causa rural, sino una responsabilidad colectiva con la justicia social y la soberanía alimentaria del país.

IMG_0190reducido

Finca Dos Ríos ¿Cómo llegamos a esto?

En Finca Dos Ríos, Guácimo, más de un centenar de familias campesinas enfrentan una realidad marcada por la incertidumbre y la lucha por el derecho a la tierra. Tras la quiebra de una empresa bananera, muchas de estas personas ocuparon legalmente los terrenos que habían trabajado durante años. Hoy, sus historias revelan un panorama de amenazas de desalojo, cobros injustificados e inseguridad jurídica, en medio del abandono estatal. En este video, son ellas y ellos quienes toman la palabra: comparten sus vivencias, su resistencia y su llamado urgente a la justicia y al respeto de sus derechos fundamentales.

reducida

Voces desde Finca Dos Ríos: cuando la tierra espera y la justicia no llega


En esta entrevista realizada por el Observatorio de Bienes Comunes, Freddy Cooper, campesino de Finca Dos Ríos, comparte el testimonio sobre las múltiples injusticias que enfrentan las familias campesinas de la zona: inseguridad jurídica, procesos judiciales prolongados, amenazas de desalojo y falta de acceso garantizado a la tierra. Sus palabras reflejan la lucha diaria por la supervivencia, el derecho a producir alimentos y la dignidad del trabajo en el campo.

Incertidumbre en la finca: así se siente la injusticia desde el campo

En Finca Dos Ríos, la injusticia no se vive en abstracto: se siente en cada siembra que no puede cosecharse con tranquilidad, en cada vivienda que no se mejora por temor al desalojo, y en cada noche en vela esperando una resolución que nunca llega. Freddy Cooper y otras familias campesinas enfrentan una cadena de agravios —inseguridad jurídica, procesos judiciales sin fin, presiones para abandonar sus tierras, falta de acceso a servicios básicos— que deterioran su salud, su calidad de vida y su derecho a existir en el territorio que han trabajado por décadas. Esta situación no solo amenaza su sustento, sino también el tejido comunitario y la soberanía alimentaria que sostienen con su esfuerzo diario.

  • Inseguridad jurídica sobre la tierra:
    Las familias viven sin certeza legal sobre su derecho a permanecer en las parcelas que habitan y cultivan desde hace años, lo que genera miedo constante a ser desalojadas.

  • Procesos judiciales interminables:
    Los juicios relacionados con la tenencia de tierra llevan más de una década sin resolverse, prolongando la incertidumbre y postergando soluciones.

  • Presiones y amenazas de desalojo:
    Algunas personas han sido obligadas a salir; otras viven bajo amenazas constantes, lo que afecta su salud emocional y física.

  • Deterioro de las condiciones de vida:
    Por miedo a invertir en mejoras, como cavar pozos o construir viviendas, muchas familias viven sin acceso a agua potable ni condiciones adecuadas de vivienda.

  • Pérdida de salud y calidad de vida:
    El estrés, la angustia y la inseguridad impactan en la salud mental y física de las personas, especialmente de adultos mayores y niños.

  • Despojo silencioso:
    Mientras la institucionalidad retrasa soluciones, han aparecido supuestos nuevos propietarios con documentos que presionan para negociar la salida de los campesinos.

  • Erosión del arraigo y el tejido comunitario:
    La salida forzada de familias rompe vínculos sociales y elimina formas de vida basadas en la solidaridad, el cultivo y la pertenencia al territorio.