🌫️ Silencio forzado, extractivismo en libertad
La amenaza y el miedo están dejando a la naturaleza sin defensores visibles.
En distintos rincones de Costa Rica, vecinas y vecinos que alzan la voz para defender el agua, los bosques, los humedales o los territorios comunales enfrentan una realidad cada vez más peligrosa. Lo que antes parecía un hecho aislado, una excepción preocupante, se va transformando en una tendencia constante y normalizada: denunciar un daño ambiental puede significar exponerse a represalias que van desde lo legal hasta lo físico y psicológico. La defensa del ambiente se está convirtiendo en una actividad de alto riesgo.
Desde el trabajo del Observatorio de Bienes Comunes, hemos empezado a detectar con más claridad un patrón que se repite y se intensifica. Semana a semana, documentamos situaciones de daño ambiental —desmontes, rellenos de humedales, contaminación, destrucción de cauces, cercamientos ilegales—, y junto a esos registros emergen otras realidades invisibles: personas que, tras denunciar o intentar denunciar, reciben amenazas directas o indirectas.
Muchas de estas personas terminan optando por el silencio, no porque falten pruebas, sino porque el miedo supera la capacidad de respuesta institucional. Se viven momentos de crisis emocional, llanto, ansiedad profunda y un sentimiento de estar completamente expuestos. Incluso cuando se cuenta con videos, fotografías y geolocalización precisa, la voz se apaga. El silencio no es elección libre, es mecanismo de supervivencia.
Esto genera un profundo daño no solo en la persona que vive el miedo, sino en el tejido social. La comunidad se repliega, la desconfianza crece y la posibilidad de actuar colectivamente se debilita. El miedo se transforma en norma. Se genera un ciclo perverso donde el silencio del presente alienta la impunidad futura.
En una democracia ambiental sana, cada denuncia debería ser protegida, cada persona que defiende los bienes comunes debería contar con respaldo y resguardo. Pero en la práctica cotidiana de los territorios, la realidad es otra. Defender el ambiente, en muchos casos, es resistir desde la soledad y bajo amenaza. Y eso no puede seguir siendo tolerado.

El silenciamiento como castigo: ¿cómo se disciplina a quien defiende?
El silenciamiento no es accidental: es parte de un sistema. Se disciplina a quien habla, se castiga al que se atreve, se intimida al que denuncia. Y se hace no solo a través de amenazas físicas o legales, sino también mediante mecanismos más sutiles pero igual de efectivos: la sospecha, el aislamiento, el rumor, el descrédito, el desgaste emocional.
Este patrón de disciplinamiento comienza muchas veces con advertencias vagas, comentarios sueltos, miradas en la comunidad. Luego, se intensifica: llamadas anónimas, presencia de personas extrañas cerca de la casa, mensajes en redes sociales, presión en el entorno familiar. En algunos casos, incluso se da la infiltración en espacios organizativos para sembrar confusión o frenar iniciativas de denuncia colectiva.
El mensaje que se transmite es claro: “hablar tiene consecuencias”. Y cuando estas consecuencias no solo son legales, sino que tocan la vida cotidiana, la familia, el empleo o la seguridad física, muchas personas optan por replegarse. El miedo se convierte en estrategia de control, y el silencio en forma de defensa.
Esta forma de disciplinar no es nueva, pero ha cobrado fuerza en contextos donde se entrecruzan intereses económicos, turísticos, inmobiliarios y del crimen organizado. No es lo mismo enfrentarse a un mal vecino que a una estructura económica poderosa o a un grupo con capacidad de ejercer violencia organizada. La impunidad de estos actores refuerza el mensaje: quien habla, pierde.
Frente a este escenario, urge comprender que el silenciamiento es violencia estructural. No se trata solo de “personas con miedo”, sino de una estrategia de poder para desmovilizar la defensa de los bienes comunes. Visibilizar cómo se castiga el habla es el primer paso para recuperar la voz. Cada vez es más común escuchar el comentario: “mejor no comparta el video, porque los de la maquinaria, la tala, la extracción, el negocio… lo vieron grabando, y eso puede traerle problemas”. Esa frase resume el miedo instalado.
¿Qué país estamos construyendo?
La defensa ambiental en Costa Rica se ha convertido en un campo de tensión entre los principios escritos en las leyes y la realidad que se vive en los territorios. Mientras se proclama la sostenibilidad, se silencia a quienes la reclaman. Mientras se celebra la democracia, se castiga a quienes participan activamente en protegerla desde lo común.
El precio del silencio es alto. No solo se pierde una voz, se pierde una oportunidad de frenar el daño. Cada vez que una persona decide no hablar por miedo, un ecosistema queda más vulnerable, una comunidad queda más sola, una forma de vida digna se debilita.
Como sociedad, debemos preguntarnos qué estamos permitiendo cuando el miedo es más fuerte que el derecho. ¿Qué tipo de país queremos ser si quienes defienden la vida tienen que esconderse para no morir? ¿Qué significa la justicia si no hay garantías para hablar?
No basta con indignarse ante la tala o la contaminación. Debemos actuar también ante el silenciamiento. Visibilizar estas realidades es apenas el primer paso. Necesitamos redes de apoyo, respuestas institucionales concretas, articulación territorial y una profunda ética del cuidado mutuo.
Porque no hay democracia sin voces. Y no hay voces si el miedo manda. Defender el ambiente no debe ser un acto de valor individual, sino una responsabilidad compartida. Y eso solo será posible si dejamos de mirar hacia otro lado y comenzamos a proteger, de verdad, a quienes nos cuidan a todas y todos.
Desde el Observatorio: no es solo preocupación, es indignación
Desde el Observatorio de Bienes Comunes, no escribimos estas líneas con distancia académica ni con neutralidad técnica. Las escribimos desde la impotencia de ver, una y otra vez, cómo personas que se acercan con valor a denunciar un daño ambiental terminan silenciadas por el miedo, enfrentando amenazas, presiones y abandono institucional. Las escribimos también desde la indignación de saber que muchas veces tenemos pruebas claras de lo que ocurre, pero no podemos publicarlas para no exponer aún más a quienes las generaron.
Nos duele profundamente tener que archivar denuncias por razones de seguridad, ver a personas quebrarse emocionalmente por querer hacer lo correcto, y saber que detrás de cada caso silenciado hay no solo un bien común en riesgo, sino una vida, una familia, una comunidad golpeada por el miedo. Es inaceptable que en Costa Rica, defender el ambiente signifique poner en peligro la existencia propia.
Pero también reafirmamos que no vamos a callar lo que estamos viendo. Aunque no siempre podamos hacer público cada caso, sí vamos a seguir registrando, acompañando, tejiendo redes de cuidado, documentando los silencios y nombrando lo que muchos quieren ocultar. Porque ese también es un acto de resistencia y de memoria colectiva.
Creemos que la defensa del ambiente no puede recaer solo en personas valientes aisladas. Es responsabilidad del Estado, de las instituciones, de las universidades públicas, de los medios de comunicación y de la sociedad en su conjunto crear condiciones para que la voz comunitaria no sea un acto heroico, sino un derecho protegido.
Por eso seguiremos insistiendo, aunque duela, aunque se nos cierren puertas, aunque muchas veces tengamos que escribir desde el límite entre la denuncia y el resguardo. Porque creemos profundamente que la vida, la dignidad y los bienes comunes no se defienden con miedo, se defienden con comunidad. Y eso, aún en el silencio, aún en la sombra, sigue siendo posible.
