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La defensa del ambiente sigue costando vidas: Informe Global Witness 2025

El informe Raíces de resistencia de Global Witness (2025) alerta que en 2024 fueron asesinadas o desaparecidas 146 personas defensoras del ambiente y el territorio en todo el mundo. Aunque esta cifra es menor que la del año anterior (196 casos), no refleja una mejora real. Las variaciones responden más bien a problemas de registro y a la falta de denuncias en contextos de represión, lo cual mantiene la violencia como un fenómeno estructural y persistente (Global Witness, 2025).

Desde 2012, se han documentado 2.253 asesinatos o desapariciones prolongadas. Además de los ataques letales, se reportan esquemas sistemáticos de hostigamiento: amenazas, criminalización, difamación, violencia sexual y acoso digital, que afectan tanto la vida comunitaria como la salud mental de las personas defensoras (Global Witness, 2025).

América Latina y el Caribe: epicentro de la violencia

La región continúa siendo la más peligrosa del mundo para quienes defienden los bienes comunes: el 82 % de los casos documentados en 2024 ocurrieron en América Latina (Global Witness, 2025). Cuatro países concentran la mayor parte de los asesinatos:

 

Colombia: 48 asesinatos, equivalente a un tercio del total mundial. Muchas víctimas eran indígenas y campesinos en zonas de disputa territorial con presencia de crimen organizado y economías ilegales (Global Witness, 2025).

Guatemala: 20 asesinatos, lo que representa un aumento alarmante respecto a 2023 y convierte al país en el más letal per cápita en 2024. La violencia se vinculó a conflictos agrarios, crimen organizado y falta de garantías estatales (Global Witness, 2025).

México: 19 casos, en un contexto marcado por la criminalización y la violencia contra comunidades indígenas y rurales. En Chiapas, la disputa entre grupos armados y el control de recursos naturales agudizó los ataques (Global Witness, 2025).

Brasil: 12 asesinatos, en su mayoría campesinos e indígenas, en un contexto de expansión del agronegocio, tala ilegal y amenazas contra comunidades quilombolas y amazónicas (Global Witness, 2025).

Otros países de la región como Honduras, Nicaragua y Perú también registraron casos significativos, confirmando que la violencia responde a una combinación de intereses extractivos, crimen organizado y debilidad institucional.

Esquemas de violencia y represión

El informe identifica esquemas comunes que explican la magnitud de los riesgos:

  1. Ataques letales y desapariciones forzadas: los asesinatos y desapariciones buscan eliminar liderazgos y sembrar miedo en las comunidades.
  2. Criminalización y uso instrumental de la ley: acusaciones falsas de terrorismo, usurpación de tierras y procesos judiciales arbitrarios se emplean para frenar la organización social.
  3. Represión estatal y violencia paramilitar: fuerzas policiales, militares y grupos armados han estado implicados en al menos 17 asesinatos en 2024, reflejando colusión entre Estado, empresas y crimen organizado.
  4. Impunidad estructural: en países como Colombia, solo un 5,2 % de los asesinatos de líderes sociales desde 2002 han tenido resolución judicial.
  5. Agresiones a comunidades enteras: asesinatos colectivos, desalojos forzosos y violencia contra movimientos sociales buscan desarticular procesos organizativos, como el caso de los seis integrantes del CCDA asesinados en Guatemala en 2024.
  6. Extractivismo y economías ilegales: la minería, la tala y la agroindustria son los sectores más asociados a ataques, muchas veces en territorios donde también operan redes del narcotráfico.
  7. Debilidad e incumplimiento de tratados internacionales: pese a la adopción del Acuerdo de Escazú en 2018, casi 1.000 personas defensoras han sido asesinadas o desaparecidas en la región desde su entrada en vigor (Global Witness, 2025).
Costa Rica: entre la vanguardia ambiental y la regresión silenciosa

Costa Rica continúa proyectándose ante el mundo como “país verde” y ejemplo de vanguardia ambiental, un referente global de sostenibilidad y diplomacia ecológica. Sin embargo, esa misma narrativa convive con procesos de regresión ambiental, debilitamiento institucional y ausencia de protección efectiva para quienes defienden los bienes comunes.

Paradójicamente, el país fue uno de los principales impulsores del Acuerdo de Escazú y lo firmó en 2018, pero nunca lo ratificó, dejando en entredicho su compromiso con los derechos de acceso a la información, la participación y la justicia ambiental. Así, mientras presume liderazgo internacional, mantiene en la práctica vacíos legales y políticos que favorecen la impunidad en conflictos socioambientales.

La sofisticación del modelo costarricense también se expresa en el uso de demandas estratégicas contra la participación pública (SLAPP, por sus siglas en inglés). En lugar de balas o desapariciones, se emplean tribunales y bufetes de abogados para silenciar a quienes alzan la voz. Un caso emblemático fueron las denuncias interpuestas contra creadores de contenido que cuestionaron un proyecto turístico de alto impacto, evidenciando cómo se instrumentaliza el aparato judicial para intimidar y agotar económicamente a comunicadores y defensores.

Este tipo de estrategias confirma que Costa Rica, fiel a su estilo, también innova en las formas de represión: menos visibles que en otros países de la región, pero igual de eficaces para desalentar la crítica. El país se mantiene, así, a la vanguardia de la política ambiental internacional… aunque sea como un escaparate brillante que contrasta con la realidad que viven sus comunidades.

Defensores y crisis climática: indicadores de un colapso en marcha

El índice de asesinatos y desapariciones de personas defensoras no solo refleja una crisis de derechos humanos, sino que también se ha convertido en un indicador directo del cambio climático. Allí donde la industria extractiva avanza, las comunidades que resisten son las primeras en caer bajo la violencia. Las últimas fronteras de la naturaleza —los ríos, los bosques tropicales, los humedales, la Amazonía, las montañas indígenas— son defendidas cotidianamente por liderazgos locales que enfrentan la maquinaria global del extractivismo (Global Witness, 2025).

La presión por minerales, madera, agroexportación y megaproyectos de infraestructura está ampliando la frontera extractiva hacia territorios cada vez más frágiles y vitales para el equilibrio climático. La Amazonía, el corredor mesoamericano y las zonas costeras del Caribe y el Pacífico son ahora epicentros de disputa. Esta expansión no solo agudiza la crisis socioambiental, sino que profundiza la vulnerabilidad de quienes se interponen en el camino.

Los asesinatos de personas defensoras, lejos de ser hechos aislados, son la manifestación extrema de un modelo económico que erosiona simultáneamente los derechos humanos y los equilibrios ecológicos. La sangre derramada en estas luchas es también la huella tangible de una crisis climática acelerada por la codicia extractiva.

Reconocer esta relación es crucial: proteger a quienes defienden los territorios es también una de las medidas más efectivas de mitigación y adaptación climática. Allí donde las comunidades logran frenar la deforestación, preservar los ríos o resistir megaproyectos, no solo protegen su supervivencia, sino también la estabilidad climática global.

Leer el informe completo aquí

El informe Raíces de resistencia (Global Witness, 2025) no es solo un recuento de cifras: es un testimonio doloroso y necesario sobre las luchas, riesgos y resistencias de quienes defienden la tierra y el ambiente en todo el mundo. Sus páginas revelan con detalle cómo los intereses económicos, el crimen organizado y la falta de voluntad política siguen cobrando vidas, desmantelando comunidades y poniendo en riesgo nuestro futuro común.

Leer este documento es también un acto de reconocimiento y solidaridad. Reconocimiento hacia quienes han dado su vida por defender bienes comunes que sostienen la vida de todas y todos; y solidaridad con las comunidades que siguen resistiendo en medio de amenazas, criminalización y violencia.

Invitamos a conocer y difundir el informe completo, disponible en el sitio oficial de Global Witness, como un aporte indispensable para comprender la magnitud de esta crisis y la urgencia de construir mecanismos reales de protección. Porque sin personas defensoras, no hay futuro posible para la biodiversidad, los territorios y el planeta.

Puede descargar la infografía aquí

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Monitoreos ambientales alertan sobre rellenos y construcciones en Caribe Sur

Los más recientes monitoreos ambientales de Philippe Vangoidsenhoven documentan tres casos preocupantes detrás de la plaza de fútbol de Puerto Viejo y otro en la franja pública de la ZMT, donde la presión inmobiliaria y turística continúa transformando el entorno costero pese a denuncias formales ante las autoridades.

Primer caso: terreno rellenado y en venta

Un lote que había sido deforestado y rellenado, denunciado desde hace meses por tala ilegal, hoy aparece preparado y en venta. “Es una cosa que me da cólera: la gente destruye el medio ambiente, rellenan todo y cuando ya todo está listo, lo ponen en venta”, relata Philippe. El proceso de comercialización avanza sin que la Fiscalía Ambiental ni el OIJ logren detener la degradación ni sus consecuencias.

Segundo caso: construcción con piscina

En el terreno contiguo se levantó una obra que incluye una piscina. Aunque no está claro si la construcción se encuentra paralizada o sigue en marcha, el solo hecho de que se ejecute en un área de alta biodiversidad genera alarma. “Piscinas son mortales para la vida silvestre. ¿Dónde sacan el permiso?”, cuestiona Philippe. Este tipo de infraestructuras alteran el suelo, afectan los flujos de agua y contaminan el entorno con químicos.

Tercer caso: tala de árboles y lote en abandono

En un tercer lote, al menos dos árboles grandes fueron talados, hecho que también fue denunciado ante el OIJ. Desde entonces, el terreno se mantiene sin mayores intervenciones, ni siquiera chapeado, en un aparente estado de abandono.

Los tres casos, registrados de manera continua en los monitoreos comunitarios, muestran cómo el paisaje del Caribe Sur se transforma a partir de rellenos, talas y construcciones turísticas. La presión inmobiliaria es tal que, según Philippe, “ya denuncié, ya llegaron las autoridades, pero siguieron construyendo igual. Eso es lo que pasa aquí”.

Cuarto caso en Punta Uva: comercios dentro de la franja pública de la Zona Marítimo Terrestre

En la playa de Punta Uva se encuentran en funcionamiento dos locales instalados con estructuras permanentes dentro de la franja pública de la Zona Marítimo Terrestre. Aunque es necesario fortalecer la economía local, no puede hacerse a costa de un área protegida por la legislación. Para estos usos existen alternativas como estructuras movibles, que no implican una ocupación permanente ni la degradación del espacio costero. La presencia de estas construcciones genera preocupación, pues sienta un precedente de invasión en un territorio que debería resguardarse como patrimonio natural y común.

La mirada crítica de Philippe

Para Philippe, lo que queda en evidencia es que la crisis ambiental en el Caribe Sur no se limita a la acción de individuos que construyen, rellenan o talan ilegalmente. El verdadero problema también se encuentra en la falta de respuesta contundente de asociaciones, organizaciones locales e incluso instituciones que, teniendo capacidad de incidencia, no han asumido la responsabilidad que les corresponde.

“Yo no entiendo que no hay más gente que se mete, se ponga las pilas… se ve en plena vista todo lo que está ocurriendo, pero no, cada quien hace su vida”, señala Philippe con frustración.

En muchos casos, estas agrupaciones se presentan como representantes del interés comunitario o de la defensa cultural y social del territorio, pero cuando se trata de enfrentar los impactos ambientales concretos —como la pérdida de bosques costeros, la destrucción de humedales o la proliferación de proyectos inmobiliarios dentro de áreas protegidas— su voz se diluye. Para Philippe, ese silencio, la inacción o la permisividad terminan convirtiéndose en una forma de complicidad que abre el camino a quienes lucran con la especulación territorial.

La situación es aún más grave porque el Caribe Sur posee una riqueza natural y cultural única, reconocida incluso por marcos legales que establecen su protección. No obstante, la distancia de ciertas organizaciones frente a estas urgencias ambientales genera un vacío que debería ser llenado con vigilancia ciudadana, presión política y defensa activa de los bienes comunes.

“Voy a dar mi vida para esto, eso es así. No puedo dejar que sigan destruyendo a plena vista de todas las personas a la madre naturaleza”, afirma Philippe, convencido de la necesidad de sostener la denuncia constante, aun cuando eso signifique exponerse a riesgos personales.

El impacto de las piscinas en ecosistemas costeros

La construcción de piscinas en áreas costeras como Cahuita tiene efectos ambientales que van más allá de la alteración paisajística. Estas infraestructuras requieren un movimiento intensivo de tierra, rellenos y la impermeabilización del suelo, lo que afecta directamente la capacidad natural de absorción del agua y altera el flujo de quebradas y humedales.

Además, el uso constante de químicos para el mantenimiento del agua —como cloro y desinfectantes— puede filtrarse al subsuelo o escurrir hacia ríos y playas, afectando especies sensibles de anfibios, reptiles e insectos, así como la salud de los corales y peces en áreas cercanas al mar.

Otro impacto significativo es la fragmentación del hábitat. En regiones con alta biodiversidad, como la costa caribeña, los patios, jardines y piscinas sustituyen áreas de bosque costero que son vitales para especies en peligro, entre ellas perezosos, aves migratorias y mamíferos que dependen de corredores biológicos para sobrevivir.

En contextos de cambio climático, el problema se agrava: mientras las comunidades costeras enfrentan riesgos crecientes de erosión, inundaciones y pérdida de playas, la expansión de construcciones turísticas con piscinas responde más a intereses comerciales que a una planificación ambiental responsable.

Señas del cambio de paisaje en Cocles

Los monitoreos ambientales de Philippe también registran las huellas cotidianas del cambio de paisaje en el Caribe Sur. Una de esas señas se observó en Cocles, frente a un conocido hotel, donde pudo registrar camiones cargados de zacate, mismo que es utilizado para cubrir amplias superficies de terreno.

El patrón se repite: se eliminan bosques, humedales o parches de vegetación nativa, se rellenan los suelos y se sustituyen por pasto uniforme, como si se tratara de un jardín urbano. Esta transformación no solo borra la complejidad del ecosistema tropical, sino que introduce una estética foránea que empobrece la biodiversidad local.

“Es impresionante cómo destruyen, y después se van a enojar conmigo, me van a atacar a mí por estar denunciando los daños ambientales”, lamenta Philippe.

Lo que antes era un bosque con quebradas y hábitat para innumerables especies, ahora aparece nivelado y cubierto de césped, signo de cómo el paisaje caribeño se va adaptando a intereses inmobiliarios y turísticos que priorizan la apariencia sobre la vida.

Denuncian agresión en medio de monitoreos ambientales en Puerto Viejo

Durante uno de los recorridos de monitoreo ambiental en Puerto Viejo, Philippe fue víctima de una agresión mientras documentaba un chapeo ilegal en zona pública costera. Al acercarse para registrar la intervención, un trabajador lo enfrentó de manera violenta, llegando incluso a sacar un machete.

El hecho se produjo en un área que pertenece al Estado, donde no está permitido volar machete ni eliminar cobertura natural. Sin embargo, estas prácticas se realizan para abrir vistas hacia el mar y favorecer proyectos turísticos. “Hoy en la mañana tuve que enojarme, pucha, esa es zona pública y es refugio silvestre, cada rato lo chapean… y cuando hablo de las leyes me responden: ‘no me importa lo que dice la ley, yo hago lo que quiero’”, recuerda Philippe.

Este episodio se suma a otras situaciones de hostigamiento que enfrentan quienes denuncian daños ambientales en el Caribe Sur. La agresión refleja no solo la presión inmobiliaria y turística que amenaza los ecosistemas, sino también el riesgo personal que asumen las personas defensoras ambientales al documentar y visibilizar estos casos.

Hostigamiento y agresión durante registro fotográfico

Mientras documentaba fotográficamente un área afectada por tala y fumigación, Philippe fue sorprendido por un hombre que estacionó su vehículo detrás del suyo y le exigió explicaciones por tomar fotos, generando una confrontación inicial.

Al continuar con su recorrido, Philippe se dio cuenta de que lo seguían. Ya cerca de Puerto Viejo, el camino fue bloqueado por el mismo vehículo, y una mujer se acercó a increparlo, lo que lo obligó a retroceder y desviarse hacia un parqueo cercano para evitar un enfrentamiento. Durante este desvío, tuvo que apresurarse, pues las personas que lo seguían continuaban detrás de él.

Finalmente, Philippe solicitó la intervención policial, presentando fotos y videos como evidencia. Los oficiales registraron la denuncia y recabaron los nombres de las personas involucradas. Durante todo el episodio, los increpantes hicieron comentarios despectivos hacia su labor, evidenciando un patrón de hostigamiento vinculado a la documentación ambiental y la exposición de irregularidades en la tala y fumigación, incluyendo seguimiento, confrontación directa y amenazas implícitas.

Registro fotográfico:

Estos testimonios de hostigamiento y agresión se comparten con el propósito de sensibilizar y generar conciencia sobre los riesgos que enfrentan quienes realizan monitoreo ambiental, como en el caso de Philippe. Su labor, orientada a la defensa de la naturaleza y el bien común, no debería exponerles a amenazas ni agresiones.

Nota: Las fotografías  incluidos en esta publicación son de carácter ilustrativo y tienen como único propósito reflejar la gravedad de la situación descrita. No deben interpretarse como evidencia directa contra personas específicas ni como señalamiento individual.

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La desaparición silenciosa de los cangrejos en el Caribe Sur

En Puerto Viejo, un fenómeno ambiental grave pasa desapercibido para la mayoría: la desaparición progresiva de los cangrejos costeros. Según las observaciones y recorridos de Philippe Vangoidsenhoven, vecino de la zona y testigo de los cambios en el entorno, esta pérdida se ha acelerado en los últimos años debido a múltiples factores ligados a la presión humana.

“Nadie habla de esto. La población de cangrejos prácticamente ha desaparecido. Recuerdo que en esta época los cangrejos, sobre todo los azules —algunos muy grandes—, cruzaban la calle hacia el mar para depositar sus huevos. Hoy ya no se ven.” señala Philippe.

Carreteras, rellenos y pérdida de hábitat

El crecimiento urbano y turístico en la zona ha traído consigo la construcción de carreteras y rellenos costeros. Estos cambios han eliminado gran parte de los espacios naturales donde los cangrejos solían vivir y reproducirse. “Con esa carretera que tenemos y con más gente, son más cangrejos los que quedan apostados, y además el hábitat lo están perdiendo. Esos huecos pequeños en la costa han sido rellenados, lo que significa una pérdida irreversible”, explica Philippe.

La desaparición no es solo de una especie: existían cangrejos de diferentes tipos, todos dependientes de los humedales y bosques costeros. El relleno y la destrucción de estos ecosistemas han interrumpido los ciclos naturales y reducido las poblaciones a niveles casi inexistentes.

Un silencio social y cultural

Más allá del impacto ambiental, Philippe llama la atención sobre el silencio colectivo. Vecinos que antes veían cangrejos cruzando por sus patios hoy comentan que ya no observan ninguno. “Es alguien de lo que nadie, pero nadie habla. Yo sí lo noto y otros también lo recuerdan, pero ya no están”, comenta.

Incluso, relata prácticas de violencia hacia estos animales: “He visto niños tirando piedras a los cangrejos hasta matarlos, ni siquiera para comerlos, sino porque no les gusta que lleguen a su jardín haciendo huecos”. Estas conductas reflejan un desapego hacia la fauna local y agravan aún más la presión sobre las poblaciones.

El impacto oculto del chapeo en la zona marítimo-terrestre

En muchas comunidades costeras, el chapeo de la vegetación en la franja marítimo-terrestre y en zonas protegidas suele verse como una acción rutinaria para “limpiar” terrenos o facilitar el acceso. Sin embargo, esta práctica tiene consecuencias directas en la vida silvestre, particularmente en especies como los cangrejos.

Philippe lo explica claramente: “Si la gente chapea todo el bosque, esos cangrejos van a estar en el aire. No van a tener nada encima que los proteja”. La vegetación costera no solo mantiene la humedad y regula la temperatura del suelo, también brinda cobertura frente a depredadores. Cuando se elimina, los cangrejos quedan totalmente expuestos.

Un ejemplo concreto es la relación con el cangrejero, un halcón especializado en cazar cangrejos. Mientras que especies como el mapache son capaces de depredarlos con o sin vegetación, el cangrejero depende de espacios abiertos para detectarlos y atraparlos. “Si está lleno de vegetación, va a ser difícil. Pero si no hay vegetación, ah no hombre…”, explica Philippe.

Esto demuestra que el chapeo no es una acción menor: al alterar la cobertura natural se modifica la dinámica entre depredadores y presas, generando un aumento de la presión sobre poblaciones ya debilitadas de cangrejos. Así, lo que se percibe como una “limpieza” en realidad es una forma de degradación del hábitat que acelera la desaparición de especies.

Por esta razón, Philippe ha denunciado reiteradamente esta práctica en Puerto Viejo y sus alrededores. Defender la cobertura vegetal de la zona marítimo-terrestre significa también defender los ciclos ecológicos y garantizar que la biodiversidad costera tenga condiciones mínimas para sobrevivir frente al avance de la urbanización y las transformaciones humanas.

Una alerta necesaria

El caso de los cangrejos en Puerto Viejo es un síntoma de un problema mayor: la pérdida de biodiversidad costera frente al avance de la urbanización descontrolada, la indiferencia institucional y la falta de conciencia social.

El testimonio de Philippe pone sobre la mesa un llamado urgente: mirar de frente la desaparición de especies que por décadas formaron parte de la vida cotidiana del Caribe Sur. Reconocer esta ausencia no es solo un ejercicio de memoria, sino un paso necesario para repensar el futuro de la convivencia entre comunidades humanas y ecosistemas.

El papel de los cangrejos en los ecosistemas costeros

Los cangrejos cumplen funciones vitales para la salud de los ecosistemas costeros y marinos. Al excavar túneles en la arena y en los suelos de los humedales, airean la tierra y facilitan el drenaje, lo que ayuda a mantener la estabilidad del suelo y la regeneración de la vegetación. Además, sus restos de hojas y material orgánico contribuyen al reciclaje de nutrientes, favoreciendo la fertilidad natural del entorno.

En los manglares y zonas costeras, los cangrejos son considerados “ingenieros del ecosistema”, ya que su actividad sostiene la productividad de estos ambientes y crea microhábitats que benefician a otras especies. También forman parte esencial de la cadena alimentaria, sirviendo de alimento a aves, peces y mamíferos.

Su desaparición, por tanto, no solo afecta la memoria y la identidad local, sino que genera un vacío ecológico que puede alterar la dinámica de los humedales y de los bosques costeros. Menos cangrejos significa menos control de la materia orgánica, mayor riesgo de degradación del suelo y pérdida de alimento para otras especies.

La disminución de estas poblaciones es un indicador de alarma sobre la fragilidad del equilibrio natural en el Caribe Sur, recordándonos que proteger a los cangrejos es también proteger los ecosistemas de los que dependen las comunidades humanas.

Monitoreos comunitarios y la memoria de las ausencias

La desaparición de los cangrejos en Puerto Viejo no se conoce por estudios oficiales ni estadísticas gubernamentales, sino gracias a la observación cotidiana y los recorridos de vecinos como Philippe. Este tipo de monitoreo comunitario es una herramienta fundamental para identificar cambios en los ecosistemas que muchas veces pasan inadvertidos para las instituciones.

Detectar la ausencia de una especie es tan importante como registrar su presencia. Cuando un animal deja de verse en un lugar donde antes era común, se encienden señales de alarma sobre posibles desequilibrios: pérdida de hábitat, alteración de los ciclos reproductivos, contaminación o sobreexplotación. Estas ausencias revelan que algo esencial en el engranaje natural se está rompiendo.

En contextos como el Caribe Sur, donde los ecosistemas costeros y marinos son frágiles y están bajo fuerte presión, el conocimiento local se convierte en un aliado para la conservación. Las memorias de quienes han convivido con estas especies por décadas aportan un saber irremplazable, porque permiten comparar el presente con lo que existía en el pasado.

Los monitoreos comunitarios, además, cumplen una función educativa: muestran a las nuevas generaciones que cada especie tiene un valor ecológico y cultural, y que su pérdida no es un hecho menor. Al registrar y compartir estas observaciones, las comunidades también están defendiendo su derecho a un ambiente sano y recordando que la ciencia no está separada de la vida cotidiana.

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En el Día de la Independencia, la comunidad de Maquengal alza la voz por el Río Frío

Este 15 de septiembre, en medio de las celebraciones patrias en el centro de Guatuso, el Grupo de Defensa de la Cuenca del Río Frío – Caño Negro se manifestó con una manta que decía: “Vivamos la independencia haciendo conciencia: Río Frío muere por causa de extracción y dragado de sus humedales”.

Con este gesto simbólico, las comunidades recordaron que la independencia no es completa mientras se siga permitiendo la destrucción de sus ríos y humedales. El Río Frío, que nace en el Parque Nacional Volcán Tenorio y alimenta los humedales de Caño Negro —sitio Ramsar de relevancia mundial—, continúa sufriendo los impactos de la minería no metálica y del dragado que altera su cauce y amenaza la vida de todo el ecosistema.

Durante la actividad, muchas personas de Guatuso se acercaron para conocer más sobre la situación y conversar con integrantes del grupo, mostrando interés y preocupación por la defensa del río.

Incidencia en distintos frentes

La manifestación del 15 de septiembre se suma a una serie de acciones que las comunidades han emprendido en defensa del río.

El pasado 2 de setiembre, el Grupo de Defensa presentó una carta ante el Concejo Municipal de Guatuso, solicitando la revisión de la situación socioambiental provocada por la extracción de materiales en el sector de Maquengal. La nota abrió un debate en sesión municipal sobre un tema sensible para la comunidad, visibilizando cómo la concesión privada no solo afecta al río, sino también a la población escolar —pues la actividad ocurre a menos de 500 metros del centro educativo— y a la vida comunitaria, al haberse transformado un acceso tradicional de recreación en paso para maquinaria pesada.

En esa sesión, las y los vecinos fueron claros: no se oponen al desarrollo ni al mantenimiento de caminos, pero cuestionan un modelo que convierte al pueblo en cantera y que priva a la comunidad de su derecho a disfrutar el río. Señalaron además que la concesión privada tiene una vigencia de diez años, prorrogable, lo que amenaza con profundizar el deterioro del territorio y cerrar oportunidades de desarrollo basadas en el turismo rural, la producción local y la conservación.

A esta acción se suma la entrega de la denuncia pública con más de 150 firmas y de una carta al presidente Rodrigo Chaves durante su visita a Río Celeste, donde las comunidades denunciaron el abandono institucional y exigieron detener las concesiones mineras. En esa oportunidad retomaron el simbolismo del jaguar como emblema de un territorio que hoy calla, porque su río está en agonía.

Reivindicaciones de las comunidades

El Grupo de Defensa de la Cuenca ha sido enfático en sus demandas:

  • Detener la destrucción del Río Frío por actividades extractivas que socavan la base ambiental y social de Maquengal.
  • Suspender y revisar las concesiones privadas de minería no metálica, otorgadas sin consulta ni información clara a las comunidades.
  • Restituir los espacios comunitarios de acceso al río, hoy convertidos en pasos de maquinaria pesada.
  • Impulsar alternativas de desarrollo sostenible, con énfasis en el turismo rural, la producción local y la conservación.
  • Reconocer el derecho a participar en la toma de decisiones sobre proyectos que afectan directamente la vida de la comunidad.

Estas reivindicaciones no son un capricho: son un ejercicio de ciudadanía responsable, respaldado por la Constitución Política que garantiza el derecho a la vida, al ambiente sano y a la participación ciudadana.

Maquengal no es un caserío: es comunidad viva

Muchas personas han llegado a Maquengal y lo han convertido en su hogar, impulsando proyectos alternativos como una Escuela de Biología en una finca colindante con el río Frío. Sin embargo, hoy ven cómo sus sueños se desvanecen ante el deterioro que atraviesa este río, una situación que además ha venido a impedir el desarrollo integral de Maquengal.

Otro punto que indigna a las vecinas y vecinos es la manera en que los Estudios de Impacto Ambiental (EsIA) han descrito a Maquengal. En el caso del proyecto CDP Río Frío, se le reduce a un “caserío” con unas pocas casas dispersas y una escuela, prácticamente como si fuera un lugar marginal y sin vida propia. Bajo ese lente, los impactos sociales se consideran secundarios, se minimiza el uso recreativo y turístico del río, y se concluye que “no se prevé conflicto social significativo”.

Esa visión técnica, denuncian las comunidades, es una forma de despojo simbólico: si se nombra como caserío, parece que importa menos lo que ocurra allí y que sus habitantes tienen menos derecho a decidir sobre su entorno.

La realidad es otra. Para quienes viven en Maquengal, el río ha sido siempre espacio de vida, recreación, cultura y trabajo. Allí se han criado generaciones, se han tejido lazos de solidaridad y se han forjado proyectos colectivos. No es un caserío fantasma, es un pueblo vivo y organizado que hoy lucha por no ser reducido al silencio de las estadísticas.

Como advirtieron en su encuentro del 3 de agosto, el EsIA no refleja el verdadero impacto: ignora que el acceso público al río fue transformado en un paso de maquinaria pesada, que la escuela Palmital está a solo 400 metros del área de extracción y que se están perdiendo oportunidades de turismo comunitario, agricultura y recreación. Lo que está en riesgo no es un “poblado menor”, sino un territorio con historia, identidad y futuro.

La importancia de la participación ciudadana

La experiencia de Maquengal muestra que el futuro de un territorio no puede definirse desde oficinas alejadas de la realidad local. Cuando las decisiones se toman sin consulta, se debilita la democracia y se condena a las comunidades a soportar proyectos que no eligieron.

La participación ciudadana no es un trámite, es un derecho y una herramienta esencial para garantizar que el desarrollo tenga sentido, sea inclusivo y sostenible. Escuchar a las comunidades no retrasa las decisiones: las fortalece, porque incorpora la visión de quienes conviven diariamente con el territorio.

El deber de las instituciones

Las acciones emprendidas por el Grupo de Defensa han dejado claro que la comunidad ya hizo su parte: documentó los daños, levantó su voz y colocó propuestas sobre la mesa. Ahora, el desafío está del otro lado: que las instituciones atiendan, escuchen e involucren a las comunidades en la definición del modelo de desarrollo para Guatuso.

El llamado sigue en pie: vivir la independencia significa defender los bienes comunes y garantizar que ninguna comunidad sea sacrificada en nombre de un progreso que la excluye.

El grupo se mantiene firme en su posición de no permitir más concesiones en el río Frío y continuará la lucha hasta donde sea necesario.

Impacto de la manifestación pública en los medios locales

Captura de pantalla durante la transmisión del Canal de Youtube Guatuso 24/7.

Pueden ver la transmisión completa aquí.

Extracto de la transmisión

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Minería en Cutris: la pereza mental de la política costarricense

El expediente legislativo 24.717, que pretende reformar el Código de Minería para permitir la exploración y explotación metálica a cielo abierto en el distrito de Cutris, San Carlos, es apenas el capítulo más reciente de una historia que parece no tener fin.

En 2010, tras una amplia movilización social y luego de la polémica del proyecto Crucitas, Costa Rica aprobó la Ley 8904 y se declaró país libre de minería metálica a cielo abierto. Aquella decisión fue celebrada como un triunfo ambiental y como parte de la identidad costarricense frente al mundo. Quince años después, el mismo fantasma vuelve a rondar los pasillos legislativos, disfrazado ahora de “minería sostenible” o de “minería responsable”.

La pereza mental como patrón político

Este regreso no es casual. Responde a lo que podemos llamar una pereza mental de la política nacional: en vez de innovar, repensar el desarrollo territorial o diseñar políticas que fortalezcan las economías locales sin hipotecar el ambiente, se recurre una y otra vez al viejo libreto extractivista.

La minería se presenta como la salida fácil a problemas complejos: inseguridad en Cutris, abandono de comunidades, presencia de minería ilegal, falta de inversión estatal. Frente a esas realidades, en lugar de pensar alternativas productivas integrales, se elige la receta de siempre: concesionar los bienes comunes al mercado global, con la promesa de regalías que rara vez compensan los daños.

Este atajo político evita la reflexión de fondo: ¿qué modelo de desarrollo queremos para las comunidades rurales? ¿Cómo construimos un futuro que no dependa de destruir la base natural de nuestra riqueza?

La historia que vuelve una y otra vez

La minería metálica ha sido rechazada en la calle, en los tribunales y en la Constitución ambiental no escrita de Costa Rica. Sin embargo, el tema regresa periódicamente en forma de proyectos de ley:

2010 – Ley 8904: el país se declara libre de minería metálica a cielo abierto.
2014–2018 – Exp. 21.229: regula la minería artesanal de Abangares, primer intento de abrir grietas en la prohibición.
2019–2022 – Exp. 21.584: “desarrollo social mediante la actividad minera metálica”.
2022 – Exp. 22.007 (Crucitas): revive la polémica del norte del país.
2022 – Proyecto IN2022629581: propone un marco “moderno” para la minería.
2023 – Exp. 23.534 (Ley 10375): permite que cooperativas mineras en Abangares procesen oro.
2024 – Exps. 24.533 y 24.577: buscan excepciones al uso de cianuro y mercurio.
2024–2025 – Exp. 24.717 (Cutris/Crucitas): plantea reactivar minería metálica a cielo abierto, bajo el sello de “sostenible”.

La lista evidencia que el tema nunca muere: muta, cambia de nombre, se disfraza de interés local o de “modernización”, pero en el fondo responde al mismo impulso: convertir los bienes comunes en rentas extractivas.

El espejismo de la “minería sostenible”

La retórica oficial insiste en que la minería moderna puede ser “sostenible” gracias a tecnologías limpias y normas internacionales. Pero se omite un dato fundamental: no existe minería metálica a cielo abierto sin deforestación, sin consumo intensivo de agua, sin contaminación y sin fractura social en los territorios.

El mismo proyecto 24.717 reconoce el desastre ambiental y social provocado por la minería ilegal en Crucitas. Sin embargo, en lugar de cuestionar por qué el Estado permitió ese vacío, propone legalizar la actividad bajo control estatal. Es decir: se diagnostica el caos, pero en vez de cerrarlo, se lo institucionaliza.

El costo de repetir fórmulas

El retorno de la minería a la agenda legislativa muestra un retroceso en la capacidad política del país. Cada vez que se presenta un proyecto de este tipo, la discusión pública se enfrasca en un falso dilema: o se acepta la minería o se condena a las comunidades a la pobreza.

Pero esa narrativa invisibiliza otras salidas:

Programas de restauración ecológica con empleo local.

Inversión en infraestructura rural que potencie la producción agroecológica.

Turismo comunitario y educación ambiental como fuente de ingresos.

Encadenamientos productivos locales que no dependan del oro.

No es falta de opciones: es falta de imaginación política.

¿Es necesaria la minería legal para frenar la ilegal en Crucitas?

Uno de los argumentos que circula en torno al proyecto de ley que propone autorizar la minería en Crucitas es que legalizar la actividad reduciría la explotación ilícita de oro. Según esta visión, permitir la minería regulada desplazaría a los “coligalleros” y disminuiría los impactos ambientales asociados a la actividad ilegal.

No obstante, la minería legal no es condición indispensable para combatir la ilegal. La presencia de coligalleros depende más de factores como la vigilancia estatal, la efectividad de la fiscalización ambiental y las alternativas económicas para las comunidades locales. En otras palabras, incluso sin abrir minas legales, es posible reducir la minería ilegal mediante controles rigurosos, sanciones efectivas y estrategias de desarrollo sostenible.

Por lo tanto, la legalización no garantiza por sí sola la eliminación de la actividad ilícita. El desafío principal radica en establecer mecanismos de control claros y sostenibles que protejan los ecosistemas y brinden seguridad jurídica, independientemente de si se autoriza o no la explotación formal del oro en la región.

Lo que está en juego

Al volver una y otra vez con la misma receta, el país corre el riesgo de normalizar la idea de que el oro en el subsuelo vale más que el agua, los bosques y la vida de las comunidades.

La verdadera soberanía no se mide en onzas exportadas ni en regalías comparadas con Colombia o República Dominicana. Se mide en la capacidad de un país de cuidar su herencia natural y garantizar que los bienes comunes sigan siendo eso: comunes, no mercancías privatizadas.

En vez de insistir con un modelo caduco, Costa Rica necesita una política con imaginación, capaz de ver más allá de los lingotes y de asumir que los bienes comunes son la base de cualquier futuro posible.

¿Quiénes presionan por la minería?

El regreso constante de proyectos mineros en la Asamblea Legislativa no ocurre por casualidad. Detrás de cada expediente, hay una red de intereses económicos, políticos y mediáticos que buscan mantener abierta la posibilidad del extractivismo en el país.

  1. Inversiones y empresas mineras internacionales

Aunque Costa Rica se declaró libre de minería metálica a cielo abierto en 2010, las empresas del sector no han desaparecido. El caso de Infinito Gold demostró cómo las transnacionales pueden presionar incluso con arbitrajes internacionales. Hoy, compañías vinculadas al oro siguen observando al país como un territorio atractivo, especialmente en la zona de Crucitas y Cutris, por el potencial geológico de sus yacimientos.

Estas empresas mantienen vínculos con cámaras de exportación, consultoras y bufetes especializados en derecho minero y comercial, que alimentan discursos de “seguridad jurídica” y “competitividad internacional”.

  1. Intereses locales y redes clientelares

En regiones como Abangares y San Carlos, existe una base de pequeños mineros artesanales que llevan décadas en la actividad. Sus demandas legítimas de trabajo e ingresos son utilizadas como argumento político para flexibilizar la normativa nacional.

Los proyectos legislativos que hablan de “cooperativas mineras” o de “formalizar la minería artesanal” en realidad abren grietas legales que terminan beneficiando a actores con mayor capacidad económica. El discurso local es así instrumentalizado para justificar concesiones más amplias.

  1. El lobby político en la Asamblea

Algunos diputados y diputadas presentan proyectos de minería no solo por convicción, sino también por alineación con sectores empresariales o como moneda de cambio en negociaciones políticas. La minería se convierte en bandera ideológica de “aprovechar recursos” frente a quienes defienden los límites ambientales.

Este lobby no siempre es visible: muchas veces opera a través de discursos técnicos (regalías, estándares OCDE, competitividad), pero en la práctica responde a la presión de grupos empresariales que buscan abrir la puerta a la minería en momentos de crisis fiscal o desempleo.

  1. Narrativas mediáticas y académicas funcionales

En paralelo, algunos medios de comunicación y consultorías privadas reproducen la narrativa de que “Costa Rica está desperdiciando millones de dólares bajo tierra”. Se citan cifras de oro perdido por la minería ilegal, se comparan regalías con Colombia o República Dominicana, y se presenta la minería como un negocio desaprovechado por culpa de restricciones ambientales excesivas.

Incluso ciertos sectores académicos han sido cooptados para legitimar la idea de una minería “técnica, responsable y sostenible”, reforzando el imaginario de que la prohibición es una anomalía que debe corregirse.

Lo que revela esta presión

Detrás de cada nuevo proyecto de ley minero no hay solo preocupación por las comunidades rurales, sino intereses más amplios que buscan convertir los bienes comunes en renta privada. La insistencia con que vuelve el tema demuestra que, aunque la sociedad costarricense ya dio un paso adelante en 2010, los grupos de presión se resisten a soltar el negocio.

En última instancia, esta dinámica explica por qué la política cae en la pereza mental: es más sencillo ceder ante esos intereses y revivir fórmulas extractivas, que enfrentarlos con propuestas de desarrollo realmente innovadoras y centradas en el bien común.

Crédito imágenes: Semanario Universidad

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Los contratos de carbono y la amenaza a los derechos territoriales de los pueblos indígenas en Costa Rica

El abogado y profesor Rubén Chacón Castro nos comparte un análisis profundo sobre cómo los llamados contratos de carbono y las políticas ligadas a la conservación forestal, como el Pago por Servicios Ambientales (PSA) y la estrategia REDD+, impactan en los territorios indígenas de Costa Rica.

El texto evidencia que, bajo el discurso de la mitigación climática, pueden esconderse nuevas formas de despojo territorial, limitando la autonomía de los pueblos originarios y subordinando sus prácticas ancestrales a lógicas de mercado. Estas dinámicas, señala el autor, responden a “estrategias globales para apropiarse de los recursos indígenas, frente al derecho de co-administrarlos”.

El análisis advierte que las comunidades indígenas enfrentan presiones crecientes para suscribir contratos que, en la práctica, restringen el acceso a sus propios recursos, transformando el bosque en un bien transable y sometiéndolo a reglas externas. Así, los territorios corren el riesgo de convertirse en “espacios vigilados”, donde se limitan prácticas tradicionales como la quema controlada, la recolección o el pastoreo, en nombre de la conservación y del mercado de carbono.

Este aporte resulta fundamental en un contexto donde Costa Rica se proyecta como líder en descarbonización, pero todavía enfrenta deudas históricas con los pueblos indígenas en materia de territorialidad, consulta previa y autodeterminación.

Contexto internacional y nacional sobre los contratos de carbono

En el plano internacional, los contratos de carbono se inscriben en el marco de los acuerdos climáticos, especialmente desde el Acuerdo de París (2015), que abrió la posibilidad de intercambiar créditos de carbono entre países y empresas. Esto dio impulso a un mercado global que funciona en dos modalidades:

  • Mercados regulados, bajo marcos legales estrictos como el de la Unión Europea, que establecen topes de emisiones y regulan la compraventa de créditos.

  • Mercados voluntarios, donde empresas privadas compran créditos para compensar emisiones y mejorar su reputación.

No obstante, experiencias en países como Perú, Colombia, México y la República Democrática del Congo muestran cómo estos contratos han derivado en restricciones a los usos tradicionales del bosque, contratos firmados sin consulta adecuada o con cláusulas que comprometen la autonomía comunitaria por décadas.

En Costa Rica, la situación es compleja. El país ha sido pionero en programas como el PSA y la Estrategia REDD+, que han permitido captar financiamiento internacional (Banco Mundial, Fondo Verde para el Clima). Sin embargo, como explica Chacón, el marco jurídico actual no reconoce a los pueblos indígenas la capacidad plena de negociar créditos de carbono directamente, pues el Estado actúa como intermediario y contabiliza estas reducciones en sus metas nacionales. Esto genera tensiones sobre el principio de consentimiento libre, previo e informado (CLPI) y sobre el reparto justo de los beneficios.

Aportes claves del análisis
  • La propiedad indígena es colectiva, inalienable e imprescriptible, reconocida por la Ley Indígena de 1977 y reforzada por el derecho internacional (Convenio 169 de la OIT, Declaración de la ONU 2007).

  • Los contratos de carbono, tal como se están promoviendo, pueden vaciar de contenido ese derecho, imponiendo restricciones externas en territorios donde la relación con el bosque es ancestral y cultural, no solo económica.

  • La jurisprudencia internacional (como el caso Pueblo Saramaka vs. Surinam, 2007) establece que los Estados deben garantizar participación efectiva, beneficios justos y estudios de impacto independientes antes de permitir proyectos que afecten territorios indígenas.

  • El principio de adicionalidad cuestiona la legitimidad de muchos contratos: ¿cómo justificar vender créditos de carbono en territorios que históricamente han conservado los bosques sin necesidad de incentivos externos?

Invitación para profundizar

Este artículo de Rubén Chacón Castro abre un debate urgente: ¿qué modelo de conservación y justicia climática queremos para Costa Rica? ¿Uno que consolide la mercantilización de los bosques o uno que reconozca a los pueblos indígenas como actores centrales en la defensa del territorio y del bien común?

Te invitamos a leer el documento completo: Chacón, Ruben (2025) “Los contratos de carbono y la amenaza a los derechos territoriales de los pueblos indígenas en Costa Rica”

Glosario de conceptos claves
  • Contratos de carbono: Acuerdos mediante los cuales una comunidad o país vende créditos por la reducción o captura de emisiones de CO₂.

  • Mercado de carbono: Espacio donde se compran y venden créditos de carbono, ya sea de forma regulada o voluntaria.

  • Pago por Servicios Ambientales (PSA): Programa costarricense que remunera a propietarios de bosques —incluidos territorios indígenas— por conservarlos.

  • REDD+ (Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de Bosques): Estrategia internacional de conservación que también sirve para generar créditos de carbono.

  • Consentimiento Libre, Previo e Informado (CLPI): Derecho de los pueblos indígenas a decidir sobre proyectos que afecten sus territorios, con información clara, antes de su ejecución y sin presiones.

  • Adicionalidad: Principio que exige demostrar que las reducciones de emisiones logradas por un proyecto no habrían ocurrido de todas formas.

  • Territorialidad indígena: Concepción ancestral que une tierra, territorio y recursos en una relación integral, cultural y espiritual.

Esta infografía expone los puntos clave sobre los contratos de carbono y su impacto en los territorios indígenas de Costa Rica. Aunque se presentan como herramientas contra el cambio climático, estos mecanismos esconden riesgos de despojo, pérdida de autonomía y restricciones a prácticas tradicionales. El objetivo es visibilizar tanto las oportunidades como las amenazas, y resaltar la importancia de garantizar el consentimiento libre, previo e informado, la justicia climática y el respeto a los derechos colectivos.

Puede descargar la infografía aquí

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Contaminación de la quebrada La Piladora: impactos en los ecosistemas y en la vida comunitaria

Las comunidades de Katira han compartido dos videos que muestran un fuerte contraste en la quebrada La Piladora: en uno se observa el cauce con agua limpia y corriente, mientras que en el otro aparecen líquidos oscuros y espumosos que, presuntamente, estarían relacionados con descargas de residuos provenientes de una actividad porcina cercana.

La diferencia entre ambos escenarios evidencia cómo la contaminación de las fuentes de agua tiene efectos inmediatos en la vida comunitaria y en los ecosistemas. Una quebrada limpia mantiene la calidad del agua, permite la existencia de peces, anfibios e insectos acuáticos, regula la temperatura y es parte del equilibrio de la biodiversidad. Por el contrario, cuando recibe descargas de residuos orgánicos sin tratamiento, se reduce el oxígeno en el agua, mueren especies sensibles, aumentan las plagas como moscas y mosquitos y se afecta la salud de las personas que viven cerca.

Vecinos de Katira afirman que la quebrada es parte fundamental de su entorno cotidiano y que, al deteriorarse, no solo se pierden especies de flora y fauna, sino también un espacio de vida comunitaria. Además, el impacto en la calidad del aire y del agua repercute directamente en la salud pública.

Expertos en temas ambientales han señalado que las aguas residuales sin tratamiento generan procesos de eutrofización (exceso de nutrientes en el agua), lo que ocasiona proliferación de algas, malos olores y pérdida de vida acuática. En el largo plazo, la recuperación de un cauce contaminado puede tomar años y requiere acciones de restauración costosas.

Las comunidades hacen un llamado a las instituciones a verificar el cumplimiento de la normativa nacional sobre vertido de aguas residuales y a garantizar que actividades productivas de este tipo cuenten con sistemas adecuados de tratamiento. Una quebrada contaminada no solo afecta a quienes viven a su alrededor, sino que compromete la salud de todo un ecosistema interconectado.

¿Qué significa una quebrada limpia y una quebrada contaminada?

Quebrada limpia

Quebrada contaminada

Agua clara, con oxígeno suficiente para peces, anfibios e insectos acuáticos.

Agua turbia o con espuma, bajos niveles de oxígeno, muerte de organismos acuáticos.

Mantiene la biodiversidad (plantas, aves, mamíferos que dependen del agua).

Pérdida de biodiversidad y desaparición de especies sensibles.

Espacio de recreación y vida comunitaria (uso cotidiano de agua, cercanía al entorno).

Riesgo para la salud humana: malos olores, plagas, posibles enfermedades asociadas a aguas contaminadas.

Regulación natural del ecosistema: absorción de nutrientes y purificación del agua.

Eutrofización (exceso de nutrientes), proliferación de algas y mosquitos.

¿Quiénes deberían vigilar esta situación?

La legislación costarricense asigna competencias claras en la protección de la salud y el ambiente. En un caso como el de la quebrada La Piladora, deberían estar presentes:

  • Ministerio de Salud: supervisar los posibles riesgos sanitarios y la afectación a la población.
  • SENASA (Servicio Nacional de Salud Animal): regular el manejo de desechos en actividades porcinas y garantizar que no generen impactos ambientales.
  • MINAE – Dirección de Aguas: fiscalizar los vertidos a cuerpos de agua y velar por el uso sostenible de los recursos hídricos.
  • Municipalidad de Guatuso: dar seguimiento a los permisos otorgados y verificar que se cumpla la normativa ambiental local.
  • Tribunal Ambiental Administrativo: investigar denuncias de daño ambiental y, en caso de comprobarse, aplicar sanciones.

Respuesta institucional en entredicho

Vecinos de Katira señalan que ya han acudido a distintas instancias para presentar sus denuncias. Tanto en las oficinas locales como en la sede regional de San Carlos, instituciones como el Ministerio de Salud y SENASA habrían indicado que “todo estaba en orden” y que no existía afectación a la quebrada.

Sin embargo, la realidad percibida por la comunidad es distinta: los olores persisten, la quebrada La Piladora presenta episodios de contaminación visibles y la vida cotidiana sigue marcada por la incomodidad y la preocupación. Esta contradicción entre lo que reportan las instituciones y lo que experimentan las personas alimenta una sensación de desprotección y de falta de imparcialidad en los procesos de fiscalización.

Los pobladores insisten en que no se trata de un hecho aislado, sino de una problemática constante que afecta su salud, su calidad de vida y el ecosistema que los rodea. Ante ello, reiteran la necesidad de que las autoridades realicen nuevas inspecciones exhaustivas y transparentes, que respondan a la evidencia y a la voz de las comunidades.

El derecho a un ambiente sano no puede esperar

El contraste entre los videos de la quebrada limpia y la quebrada contaminada resume la preocupación de los vecinos: un recurso vital que antes fluía con normalidad ahora muestra signos de deterioro. La situación exige que las instituciones competentes actúen con transparencia, imparcialidad y rigor técnico, para garantizar que las actividades productivas cumplan con las normas ambientales y no comprometan el bienestar de las comunidades ni el equilibrio de los ecosistemas.

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¿Vale la pena defender el Río Frío? El Río Frío habla a través de su gente

Este video recoge las voces de vecinas y vecinos de Maquengal (Guatuso), quienes denuncian la devastación causada por la minería no metálica: pérdida de acceso al río, afectaciones en la ganadería, el turismo y un abandono institucional que profundiza la crisis.

La comunidad recuerda cómo el 2 de agosto se organizó para firmar una denuncia pública que respalda esta lucha. Lo que les sostiene es claro: la fuerza de la organización, la defensa del territorio y la convicción de que solo con incidencia política su voz será escuchada.

El Grupo de Defensa de la Cuenca del Río Frío – Caño Negro insiste: proteger el río es proteger la vida, la cultura y el futuro.

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La mercantilización de los océanos: cuando el mar se convierte en negocio

En los últimos años, la llamada economía azul se ha presentado como la estrategia global para proteger y aprovechar de manera sostenible los océanos. Sin embargo, detrás de este discurso se esconde un proceso profundo de mercantilización: los mares y sus ecosistemas dejan de ser bienes comunes para transformarse en activos financieros y espacios de inversión. Esto significa poner precio al mar, a sus recursos y hasta a sus funciones ecológicas, con el fin de atraer capital, generar rentabilidad y abrir nuevas fronteras de acumulación.

La economía azul, presentada como una salida frente a la crisis climática y el deterioro de los mares, en realidad despliega un conjunto de mecanismos que consolidan la mercantilización de los océanos. Detrás del lenguaje de la sostenibilidad se abren nuevas formas de apropiación y control, expresadas en diversas prácticas que transforman al mar en un mercado.

En un momento en que los océanos enfrentan presiones sin precedentes, la minería submarina aparece como una de las amenazas más graves. Gobiernos y empresas la promueven como alternativa “sostenible” para obtener minerales estratégicos destinados a la transición energética, pero en realidad se trata de abrir una nueva frontera extractiva en los fondos marinos, ecosistemas de enorme fragilidad y todavía poco conocidos por la ciencia. No es casual que, en foros internacionales como el realizado en Niza en 2025, se haya intensificado el debate sobre esta actividad: mientras la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos avanza en la concesión de licencias, cada vez más voces advierten que la minería profunda podría desencadenar daños irreversibles en la biodiversidad oceánica y en el clima global.

Es desde este contexto que se vuelve urgente revisar críticamente los discursos de la llamada economía azul. Esta nota se elabora a partir del libro Mercantilizando los océanos: Economía azul y sus impactos en el territorio marino costero del Ecuador de Raquel Rodríguez, Elizabeth Bravo, Soledad Jácome y David Reyes (2025), el cual aporta claves fundamentales para comprender cómo la mercantilización de los mares se viste de conservación y sostenibilidad, mientras oculta dinámicas de despojo y exclusión sobre comunidades costeras.

Prácticas concretas de mercantilización

La economía azul despliega múltiples mecanismos para convertir al océano en mercancía:

  • Bonos azules: instrumentos de deuda emitidos por gobiernos y bancos que financian proyectos de pesca, turismo o energías marinas bajo el rótulo de “sostenibles”. Trasladan las lógicas de Wall Street al espacio oceánico.
  • Carbono azul: manglares, praderas marinas y humedales costeros son transformados en “sumideros de carbono” comercializables en mercados de compensación. Estos esquemas suelen restringir el acceso comunitario y consolidar nuevas formas de despojo.
  • Áreas marinas protegidas con lógica empresarial: creadas bajo metas globales como el compromiso 30×30, terminan excluyendo a comunidades costeras del uso de sus territorios, mientras ONG y corporaciones controlan la gestión.
  • Canjes de deuda por océanos o naturaleza: países endeudados ceden soberanía sobre zonas marinas a cambio de alivio financiero, en operaciones opacas mediadas por bancos multilaterales y grandes ONG conservacionistas.
  • Turismo y certificaciones de sostenibilidad: sellos y etiquetas “verdes” legitiman actividades que muchas veces consolidan exclusiones o maquillan prácticas extractivas (bluewashing).
  • Minería submarina y energías marinas a gran escala: se promueven como energías limpias o de futuro, aunque sus impactos en ecosistemas poco conocidos son severos e irreversibles.

Todas estas prácticas muestran cómo la economía azul convierte los mares en un laboratorio financiero y empresarial, donde la biodiversidad, la cultura y la vida comunitaria pasan a un segundo plano.

Estas prácticas no se justifican solas; necesitan de un marco ideológico que las legitime. Allí aparece el entramado conceptual que convierte la mercantilización en una aparente estrategia de conservación. Bajo nociones como “servicios ecosistémicos” o “soluciones basadas en la naturaleza”, se maquilla el despojo y se presenta el negocio como cuidado ambiental.

El encubrimiento conceptual: sostenibilidad como máscara

El avance de la mercantilización no se presenta abiertamente como un proceso de privatización, sino que se disfraza bajo discursos de sostenibilidad y conservación. Entre los conceptos más usados están:

  • “Servicios ecosistémicos” y “capital natural”: se asigna un valor monetario a funciones vitales del océano (regulación climática, biodiversidad, belleza escénica), reduciendo lo vivo a “capital”.
  • “Crecimiento azul” y “soluciones basadas en la naturaleza”: lenguaje tecnocrático que promete beneficios ambientales y económicos, pero invisibiliza las desigualdades sociales y culturales.
  • “Naturaleza positiva” o “cero emisiones netas”: metas ambiguas que legitiman compensaciones financieras sin transformar las causas reales de la crisis ecológica.
  • “Bluewashing”: campañas de marketing que presentan a empresas como defensoras del océano mientras mantienen prácticas dañinas o extractivas.

Este encubrimiento funciona como una nueva colonización discursiva, en la que la conservación se convierte en negocio y las comunidades locales son relegadas a proveedoras de servicios turísticos o guardianes tercerizados de sus propios territorios.

Ese andamiaje discursivo no es neutro, sino que se sostiene en una amplia red de instituciones y organizaciones internacionales, financieras y estatales. Son ellas las que dan forma legal, técnica y política a la mercantilización, y quienes gestionan los océanos desde lógicas globales que desplazan las decisiones locales.

Instituciones y organizaciones protagonistas

El entramado de la economía azul está sostenido por una amplia red de actores a nivel global y nacional:

  • Agencias multilaterales: Naciones Unidas (PNUMA, Pacto Mundial, FAO, UNESCO), Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo, que impulsan marcos legales y financieros para la economía azul.
  • ONG conservacionistas globales: The Nature Conservancy, WWF, Conservation International, que han transitado de ser gestoras ambientales a actores financieros con fuerte influencia en políticas públicas.
  • Fondos de inversión y bancos privados: promotores de bonos azules, seguros marítimos y otros instrumentos financieros aplicados al mar.
  • Gobiernos nacionales: que adoptan normativas de áreas protegidas, acuerdos de deuda o programas de “crecimiento azul”, en muchos casos sin consulta real a las comunidades.
  • Empresas transnacionales: del turismo, energía, pesca industrial, minería submarina y transporte marítimo, que se benefician directamente de la apertura de nuevas fronteras extractivas.
Consecuencias para las comunidades

Las implicaciones de este modelo son profundas. Las comunidades costeras enfrentan desplazamiento o restricciones de acceso a pesquerías y territorios; pérdida de autonomía en la gestión local, ya que las decisiones se toman en foros internacionales o en directorios corporativos; conversión de su rol en prestadoras de servicios al capital; y aumento de la desigualdad, donde los beneficios quedan en manos de inversionistas y los costos sociales y ambientales recaen en las poblaciones locales.

En definitiva, la mercantilización de los océanos refleja la continuidad de un modelo colonial, donde los mares se convierten en nuevas fronteras de acumulación bajo narrativas “verdes” y “azules”. Más que proteger, se busca extraer valor económico de funciones vitales, invisibilizando derechos, culturas y formas de vida de quienes históricamente han cuidado y convivido con el mar.

Este sistema de gobernanza, lejos de ser novedoso, reproduce patrones históricos. La manera en que se definen las reglas, se apropian territorios y se excluyen comunidades revela la continuidad de un modelo colonial que se adapta al siglo XXI bajo ropajes verdes y azules.

Mercantilización y colonialismo: una misma lógica con nuevos ropajes

La mercantilización de los océanos no surge en un vacío: se inscribe en la larga historia del colonialismo. Desde la expansión europea en el siglo XV, los mares fueron concebidos como rutas de extracción, transporte y dominio. Bajo el principio de la “libertad de los mares”, las potencias coloniales justificaron la apropiación de rutas, puertos y recursos marinos, siempre subordinando a los pueblos costeros e insulares.

Hoy, la economía azul reactualiza esa misma lógica bajo un lenguaje tecnocrático y ambientalista. En lugar de galeones y compañías coloniales, aparecen bonos azules, áreas protegidas y canjes de deuda; en lugar de virreinatos, ONG globales, bancos multilaterales y gobiernos asociados al capital transnacional. El mecanismo, sin embargo, sigue siendo el mismo: declarar los territorios marinos como espacios vacíos de sujetos políticos, para luego gestionarlos desde centros de poder lejanos.

El colonialismo clásico justificaba la exclusión de comunidades con el argumento de que eran un obstáculo al progreso o una amenaza para la “civilización”. La economía azul repite ese patrón al presentar a las poblaciones locales como “depredadoras” o “ineficientes”, y al proponer que la verdadera conservación solo es posible bajo marcos empresariales y financieros. Así, la soberanía de los pueblos sobre sus mares y costas se erosiona, mientras se consolida un colonialismo financiero y ecológico que convierte la biodiversidad en capital natural y la cultura en un atractivo turístico.

El trasfondo es claro: la mercantilización oceánica no busca únicamente generar negocios, sino reordenar las relaciones de poder en torno al mar, desplazando el protagonismo histórico de comunidades costeras e indígenas, e imponiendo una visión donde la vida oceánica vale solo en la medida en que produce réditos económicos.

La minería en aguas profundas representa quizás la expresión más cruda de esta continuidad. Al convertir los fondos marinos en yacimientos estratégicos para la industria global, se reactualiza la lógica colonial de ver al océano como un espacio vacío y disponible, sin reconocer sus dinámicas de vida ni a las comunidades que dependen de él.

Minería submarina: la frontera extractiva de la mercantilización

Uno de los ejemplos más evidentes de cómo la economía azul abre nuevas fronteras de acumulación es la minería en aguas profundas. Bajo la promesa de extraer minerales estratégicos para la transición energética —níquel, cobalto, cobre, tierras raras—, se impulsa la idea de que los fondos marinos son un “tesoro” aún inexplorado, disponible para alimentar la industria tecnológica global.

La minería submarina está directamente vinculada con la mercantilización de los océanos porque:

  • Transforma ecosistemas en depósitos de recursos: los suelos marinos dejan de ser espacios vivos y complejos para convertirse en yacimientos a explotar.
  • Institucionaliza la apropiación internacional: la Autoridad Internacional de los Fondos Marinos (ISA) regula concesiones en zonas internacionales, consolidando un régimen de acceso que privilegia a empresas y Estados con capacidad tecnológica y financiera.
  • Financiariza el riesgo ambiental: se promueve la minería marina como parte de la “economía azul sostenible”, asegurando inversiones con bonos y seguros, mientras los impactos ecológicos —muchos aún desconocidos— se externalizan hacia el planeta y las comunidades.
  • Refuerza la lógica colonial: al igual que en el pasado, los territorios considerados “vacíos” son repartidos y explotados desde centros de poder globales, negando la voz de pueblos costeros e insulares que dependen de la salud de los ecosistemas marinos.

Al encuadrar la minería submarina como parte de la solución al cambio climático y la transición energética, la economía azul convierte un grave riesgo socioambiental en una oportunidad de negocio. En realidad, se trata de un paso más en la mercantilización de los océanos: poner precio al fondo del mar, invisibilizando que allí habitan ecosistemas únicos, esenciales para la regulación climática y aún desconocidos para la ciencia.

Referencia

Rodríguez, Raquel, Bravo, Elizabeth, Jácome, Soledad, & Reyes, David. (2025). Mercantilizando los océanos: Economía azul y sus impactos en el territorio marino costero del Ecuador. Kahlomedia.

Crédito imágenes: Semanario Universidad.

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La delgada línea entre proteger y perder: el vaivén de la defensa ambiental

Esta semana, los reportes de Philippe vangoidsenhoven sobre la costa caribeña dejan una sensación ambivalente. Cuatro episodios que, entre victorias parciales y reincidencias frustrantes, confirman que la lucha por el ambiente es una batalla de resistencia: una de cal y otra de arena.

Caso 1: Acción rápida que sorprende

En este primer caso se trató del intento de construcción de un puente sobre una quebrada, precedido por chapeas en los lados, como se observan en las fotos. La denuncia activó un proceso poco usual: en menos de un mes las autoridades inspeccionaron, remitieron a Fiscalía y ordenaron paralizar la obra. Philippe lo celebró con sorpresa: “ya por fin sí y resulte que sí ya habían ido y ya paralizaron el trabajo, se terminó. Guau”. Normalmente, los casos tardan meses en llegar siquiera a inspección, pero esta vez la intervención fue oportuna.

Este resultado cobra aún más valor si se recuerda el antecedente: más de un año antes se habían presentado 12 denuncias sobre esta misma área, sin que se realizara ninguna inspección. Philippe relata que, al revisar después de tanto tiempo, comprobó que no se había actuado. Su nueva denuncia fue la que finalmente activó las inspecciones.

El contraste con procesos anteriores es abismal: antes, una denuncia podía quedar dormida más de un año; esta vez, en apenas tres semanas, ya estaba en Fiscalía. Este ejemplo demuestra que, cuando existe voluntad institucional y compromiso ciudadano, la ley puede aplicarse de manera efectiva, protegiendo los ecosistemas antes de que el daño se vuelva irreversible. Además, resalta la importancia de fortalecer los mecanismos de vigilancia y seguimiento ambiental, para que más casos puedan replicar este tipo de éxito.

Caso 2: La historia sin fin en Playa Negra

Este segundo caso corresponde al seguimiento en las cercanías de Flor de China, donde en varias ocasiones se ha denunciado la construcción y el relleno en zona pública, situación que ya hemos documentado anteriormente. Los árboles del sitio están señalizados como patrimonio natural del Estado, rótulos colocados gracias a las gestiones de Philippe tras una denuncia presentada ante la Fiscalía. Este hecho refuerza aún más la ilegalidad de las obras.

Pese a ello, Philippe reporta: “Hoy voy a ver la mañana y abrieron otra vez en una parte de ese material y tirar más material. ¿Qué es eso?”. Lo más grave es que la Ley de Zona Marítimo Terrestre sigue sin aplicarse, pese a que la construcción se ubica dentro de los 50 metros de la pleamar ordinaria y carece de plan regulador. La obra reincide una y otra vez, desatendiendo denuncias previas; la tibieza en las órdenes de paralización se suma a la evidencia acumulada que confirma la ilegalidad del relleno.

“Es una película de nunca terminar, no tiene fin”, resume Philippe, expresando la frustración de ver cómo lo que debería estar protegido permanece en riesgo. La alegría por los avances ciudadanos se opaca frente a la continuidad de las obras ilegales, que reanudan actividades de relleno como si nada hubiera pasado.

A esto se suma un factor estructural: la presunta corrupción dentro de las instituciones competentes, que en lugar de frenar las irregularidades parece encubrirlas o permitir su continuidad. Esa falta de control no solo impide que los logros ciudadanos se consoliden, sino que genera la sensación de que cada paso adelante se diluye con dos hacia atrás, dejando en riesgo la zona, su patrimonio natural y la confianza de la comunidad en la protección efectiva de los espacios públicos.

Caso 3: Un cierre definitivo al parqueo ilegal

Este caso da seguimiento a un humedal transformado ilegalmente en parqueo, situación que ya hemos documentado en monitoreos anteriores. En su momento se autorizó la tala de seis árboles que en realidad estaban sanos. Tiempo después, gracias al trabajo constante de monitoreo de Philippe, los árboles de esta zona fueron rotulados como patrimonio del Estado.

Lo ocurrido muestra cómo, durante años, el lugar quedó atrapado en un ciclo repetitivo: las autoridades cerraban el acceso, los responsables lo reabrían y continuaban cobrando a los visitantes por estacionar en un terreno protegido.

Esta vez, finalmente, parece haberse llegado a un punto de quiebre. Philippe lo relata con alivio: “Hoy por fin por fin me dio tanta alegría en la mañana cuando yo paso por el sitio, yo miré que están haciendo algo en cemento. Tres bases para que ya no entra más carros nunca. Se acabó.”

La medida, aunque tardía, representa un cierre más contundente y otorga un respiro al humedal. Tras años de cierres y reaperturas, alambres de púas cortados y rótulos improvisados, finalmente se logró clausurar de manera definitiva el parqueo ilegal sobre humedal. La Fiscalía y la presión constante hicieron posible lo que parecía imposible: evitar que siguieran cobrando por parquear en terreno protegido.

Philippe lo describe así: “Es un alivio, es como un peso que se quita de los hombros.” Este es un ejemplo claro de que la persistencia ciudadana puede transformar un círculo vicioso en un cierre definitivo.

Caso 4: La maquinaria frenada a tiempo

En Playa Negra volvió a aparecer maquinaria pesada trabajando en la zona denunciada. La reacción institucional fue lenta: “tuve que llamarlo como tres veces… al final ya llegaron al sitio”. Philippe lo resume con indignación: “es una barbaridad lo que están haciendo ahí, mae”.

Cuando finalmente se presentó la policía, la persona encargada del backhoe alegó que el MINAE ya había pasado por el lugar y les había autorizado continuar. Sin embargo, al solicitarles el permiso, no pudieron demostrarlo y la maquinaria tuvo que retirarse.

Aunque la intervención llegó tarde y solo tras insistencia, al menos se logró detener el daño en curso. Una victoria pequeña pero significativa, que evidencia lo frágil que es el cumplimiento cuando no hay vigilancia constante. Este episodio también deja ver un patrón preocupante: se invocan supuestas autorizaciones sin respaldo documental, confiando en que la falta de verificación permita continuar con el daño.

El impacto sobre los ecosistemas: daños que dejan huella

Más allá de los casos puntuales, estas intervenciones ilegales tienen consecuencias profundas para los ecosistemas costeros. Los rellenos en humedales interrumpen el flujo natural del agua, reducen la capacidad de absorción frente a inundaciones y eliminan hábitats claves para aves, peces y anfibios. La construcción sobre quebradas altera el curso de los cuerpos de agua, contamina y erosiona.

Cada vez que se reanuda una obra ilegal, aunque después se logre detener, el territorio acumula cicatrices. Como señala Philippe, el problema es que “ya más bien se han estado alquilando” o utilizando los espacios dañados, lo que genera impactos irreversibles en algunos casos. Incluso cuando se logra frenar la maquinaria o cerrar un acceso, muchas veces el daño ya está hecho: árboles talados, suelos removidos, agua contaminada.

La persistencia de las reincidencias multiplica estas huellas. Lo que se gana con un cierre o una orden de demolición se pierde si al poco tiempo los infractores vuelven a intervenir. Así, se corre el riesgo de llegar tarde: frenar la acción, pero con el ecosistema ya degradado.

Avances, retrocesos y tiempos institucionales

El testimonio de Philippe muestra con crudeza la irregularidad de los tiempos institucionales frente a las denuncias ambientales. Señala que en un caso reciente, en “tiempo récord” se logró una citación en menos de un mes, cuando lo normal es que tarde al menos tres meses. Para él, eso ya constituye un dato relevante, pues marca una diferencia con experiencias pasadas.

Relata que en sus primeras gestiones presentó múltiples denuncias, y al revisar más de un año después descubrió que no se había realizado ni una sola inspección. Esa experiencia le enseñó a no confiar ciegamente en el sistema y a dar seguimiento personalmente. La falta de acción oportuna, explica, hace que cuando finalmente se hacen inspecciones ya no haya nada que verificar, pues el daño está consumado.

En contraste, cuando las instituciones reaccionan en pocas semanas, aunque siga siendo tarde frente a un daño ambiental inmediato, al menos se abre la posibilidad de contener el impacto. Esta oscilación —entre años de inacción, demoras de meses y respuestas ocasionalmente rápidas— evidencia un patrón de avances y retrocesos, atravesado por la opacidad en el accionar institucional.

Vigilancia comunitaria: la primera línea de defensa

Lo que reflejan estos casos es que la protección ambiental efectiva la está ejerciendo, en gran medida, la vigilancia comunitaria. Son vecinos, colectivos y personas como Philippe quienes recorren, denuncian, insisten y documentan, sin lo cual muchas de estas situaciones pasarían desapercibidas.

El Estado, en cambio, aparece con una actuación errática: por momentos interviene con contundencia y logra paralizar, pero acto seguido los infractores reinciden “con libertad”, como si las sanciones fueran apenas un trámite. Esa contradicción revela la brecha entre lo que dicen las leyes y lo que ocurre en la práctica: sin el ojo ciudadano, la impunidad se impondría.

Entre la esperanza y el desgaste

En los cuatro casos se siente la paradoja de esta lucha: “una de cal y otra de arena”. Por cada avance que genera esperanza, aparece una reincidencia que desgasta. Lo positivo es que las denuncias, cuando se persisten y se acompañan, funcionan; lo negativo es que la reincidencia y la falta de controles firmes —agravada por la presunta corrupción— hacen que muchos logros se desvanezcan.

Philippe lo ha dicho muchas veces: denunciar es un acto de fe, un esfuerzo por “caminar sobre la línea de la ley” en medio de un contexto donde la impunidad suele imponerse. Esta semana lo confirma: la protección del ambiente depende de no soltar, incluso cuando las victorias parecen pequeñas, porque si se baja la guardia, el territorio seguirá cargando marcas que en ocasiones ya no se podrán borrar.

El testimonio de Philippe: entre la indignación y el alivio

Los relatos de Philippe no son simples informes de monitoreo: son testimonios que dejan ver el peso emocional de acompañar estas luchas día tras día. En sus palabras conviven la indignación, la frustración y, en ocasiones, la alegría de pequeñas victorias.
Cuando algo funciona, lo expresa con asombro y alivio: ‘ya por fin sí y resulte que sí ya habían ido y ya paralizaron el trabajo, se terminó. Guau’, o ‘hoy por fin por fin me dio tanta alegría… es un alivio, es como un peso que se quita de los hombros’. En esos momentos aparece la esperanza de que la institucionalidad pueda actuar como debería.

Pero en los otros casos predomina la rabia y el cansancio: ‘es una película de nunca terminar, no tiene fin’, ‘es una barbaridad lo que están haciendo ahí mae’. Sus frases revelan la desconfianza hacia un Estado que actúa tarde o de manera errática, y la sensación de estar atrapado en un ciclo interminable de denuncias y reincidencias.

El testimonio también habla de un desgaste personal profundo: Philippe reconoce que el solo hecho de pasar a diario por los sitios en conflicto lo llena de estrés, porque cada reincidencia le recuerda que la lucha es desigual. A ello se suma el peso económico que nadie le reconoce, pero que resulta significativo: la gasolina para movilizarse, cerrar su local o pagar a alguien que lo sustituya, costear soportes digitales para almacenar y entregar las pruebas, invertir en cámaras y seguridad personal, y sostener los múltiples trámites que exigen las denuncias.

Aun así, persiste, y su persistencia muestra la fuerza de la vigilancia ciudadana. En el fondo, lo que transmiten sus palabras es la paradoja de la resistencia: celebrar lo poco que se logra, aun sabiendo que podría perderse mañana; indignarse frente a cada retroceso, aun sabiendo que vendrán más. Es la voz de alguien que ama el territorio, que no se resigna, pero que carga sobre sus hombros la frustración de ver cómo la impunidad erosiona tanto los ecosistemas como la confianza en la justicia.