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Piden nulidad de la Ley 9223 por favorecer intereses inmobiliarios y degradar el sitio Ramsar Gandoca-Manzanillo

La Asociación para el Desarrollo de la Ecología solicitó formalmente la nulidad de la Ley 9223, denunciando su carácter fraudulento y su impacto en el Refugio Nacional de Vida Silvestre Gandoca-Manzanillo. Documentos técnicos respaldan la denuncia y evidencian omisiones, permisividad institucional y un patrón de urbanización encubierta en terrenos protegidos.

El 11 de julio de 2025, la Asociación para el Desarrollo de la Ecología elevó una solicitud formal ante la Contraloría General, la Procuraduría General y la Defensoría de los Habitantes para que se declare la nulidad total de la Ley 9223, conocida como “Ley de Reconocimiento de los Derechos de los Habitantes del Caribe Sur”.

Según Marco Levy Virgo, presidente de la Asociación, esta ley constituye un fraude legal, promovido para favorecer intereses inmobiliarios a costa del Refugio Nacional de Vida Silvestre Gandoca-Manzanillo (REGAMA), un sitio de importancia ecológica reconocido internacionalmente como sitio Ramsar 783.

Las principales demandas de la Asociación incluyen:

  • La nulidad de la ley por falta de sustento técnico y por vulnerar principios de conservación.

  • Investigación de funcionarios responsables de omitir y manipular informes ambientales.

  • Medidas urgentes para garantizar la protección del sitio Ramsar y de las personas defensoras ambientales en la región.

Documentos clave que sustentan la denuncia

📄 Informe del Tribunal Ambiental Administrativo (2011):
La finca conocida como Puket, ubicada dentro del área estatal del REGAMA, fue inspeccionada y se documentó una serie de alteraciones ambientales —tala, canales de drenaje, fraccionamiento de terreno— sobre un área de 9.1 hectáreas. El informe confirma que el terreno presenta características de bosque húmedo y humedal, reforzando su valor como patrimonio natural, y anticipa un posible cambio de uso del suelo encubierto bajo prácticas irregulares.

📄 Informe jurídico del SINAC (2019):
El documento SINAC-ACTO-AL-55-2019 expone las irregularidades en el proceso que dio origen a la Ley 9223: falta de expediente técnico válido, eliminación deliberada de recomendaciones técnicas, y omisión de criterios ambientales fundamentales. Además, evidencia que más de 200 permisos de uso han sido emitidos en áreas excluidas del REGAMA, sin controles ni criterios ambientales claros.

📄 Oficio TAA 0-361-2023:
El Tribunal Ambiental Administrativo, en respuesta a una solicitud de seguimiento, confirma que la finca Puket sigue en situación de impacto ambiental y que el informe técnico original (2011) permanece sin formalización en los expedientes. Esta falta de trazabilidad institucional revela un patrón de desatención frente a denuncias ambientales reiteradas.

¿De qué se trata la Ley 9223?

La Ley 9223, titulada oficialmente “Ley de Reconocimiento de los Derechos de los Habitantes del Caribe Sur”, fue promulgada con el objetivo aparente de regularizar la situación jurídica de las personas que habitan en la zona del Refugio Nacional de Vida Silvestre Gandoca-Manzanillo (REGAMA), particularmente en el Caribe Sur de Costa Rica. Se justificó como una medida para proteger los derechos de habitantes afrodescendientes y otros pobladores históricamente asentados en la región, quienes enfrentaban inseguridad jurídica debido a la superposición de sus viviendas y territorios con una zona protegida declarada como área silvestre protegida.

No obstante, diversas investigaciones, denuncias y documentos oficiales han revelado múltiples irregularidades en el proceso de aprobación de esta ley. Entre los principales cuestionamientos destacan:

  1. Ausencia de estudios técnicos adecuados para justificar la desafectación de 406 hectáreas del área protegida, incluyendo más de 200 hectáreas de bosque, algunas en excelente estado de conservación.
  2. Violación de principios ambientales fundamentales, como el principio precautorio y preventivo establecidos en la Ley de Biodiversidad.
  3. Modificaciones en el contenido técnico del informe del SINAC, eliminando recomendaciones y conclusiones críticas que desaconsejaban la exclusión de áreas boscosas y costeras.
  4. Otorgamiento de más de 200 permisos municipales en la zona desafectada, incluso durante el proceso de acción de inconstitucionalidad, sin garantías ambientales ni técnicas.
  5. Exclusión de terrenos estratégicos como el del antiguo Hotel Las Palmas-Hotel Suerre, que había sido recuperado por el Estado tras largos procesos judiciales, pero que fue eliminado del REGAMA sin justificación clara.

Además, los informes técnicos señalaban que la desafectación incluía zonas de humedal, bosque anegado y áreas con gran valor ecológico, sin que se hubieran aplicado estudios de impacto ambiental adecuados ni se valorara la funcionalidad ecológica de los ecosistemas implicados. Esto ha generado un serio riesgo de degradación ambiental del Sitio Ramsar 783, afectando directamente la biodiversidad y el patrimonio natural del Estado.

En resumen, la Ley 9223 ha sido ampliamente denunciada por ambientalistas y organizaciones sociales como una normativa hecha a la medida de intereses inmobiliarios y turísticos, y no como una respuesta real a las necesidades de las comunidades históricas del Caribe Sur. Diversos sectores han solicitado su nulidad total por fraude, omisiones técnicas y violaciones legales, especialmente en lo que respecta a la protección del ambiente y la gestión de áreas silvestres protegidas.

Una vigilancia que evidencia el vacío institucional

Más que llevar el caso a instancias nacionales, el esfuerzo sostenido de la Asociación para el Desarrollo de la Ecología y de su presidente Marco Levy Virgo ha permitido visibilizar las incongruencias institucionales, la incapacidad de dar seguimiento efectivo a las denuncias y la forma en que muchos casos se cierran sin responder a la evidencia. Desde 2017, han documentado omisiones, contradicciones y negligencias que ponen en entredicho el cumplimiento del marco legal ambiental. Su labor no solo denuncia, sino que obliga a las instituciones a enfrentar el espejo de su inacción y a reconocer el papel fundamental de la vigilancia comunitaria en la defensa del patrimonio natural.

Participación ambiental como garantía de lo común

La sistemática documentación de omisiones, contradicciones y negligencias que ha realizado la Asociación para el Desarrollo de la Ecología revela algo más profundo que un simple fallo administrativo: evidencia una institucionalidad ambiental que, en muchos casos, no logra cumplir con sus propias obligaciones de protección, seguimiento y cumplimiento. Frente a ello, el acompañamiento comunitario y la participación informada se convierten en pilares fundamentales no solo para denunciar, sino para sostener la legalidad ambiental desde las comunidades.

La vigilancia ejercida por las comunidades no es solo un ejercicio de denuncia, es una forma activa de cuidado colectivo de los bienes comunes. Cuando las instituciones no llegan, retroceden o desatienden, son las voces locales las que mantienen viva la defensa del patrimonio natural. Reconocer y fortalecer estos procesos es clave para asegurar que el marco legal ambiental no quede en papel, sino que se traduzca en acción, protección y justicia ecológica.

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De día patrimonio, de noche parqueo: seguimiento al caso del humedal intervenido en Puerto Viejo

Cuando la noche cae, cae también la legalidad: el parqueo en Puerto Viejo

Durante el día, el terreno frente al bar en Puerto Viejo permanece vacío. No hay vehículos, no hay movimiento, apenas un rótulo oficial que indica que se trata de “Propiedad Patrimonio Natural del Estado”. Pero cuando cae la noche, todo cambia: el espacio se llena de carros y un pequeño rótulo anuncia lo que de día no se ve: “Parqueo”.

Este patrón revela algo más que un simple uso irregular del espacio. Deja entrever una conciencia plena de que se está actuando al margen de la legalidad y, al mismo tiempo, una permisividad institucional que, por omisión o desinterés, lo tolera. No es un accidente que el lugar funcione únicamente en la noche; es una señal de que se sabe que no debería estar en uso.

Esa aparente coordinación entre horarios, uso encubierto y ausencia de control muestra un tipo de supuesta complicidad silenciosa, donde distintos actores —comerciales, técnicos y administrativos— se acomodan en los márgenes de la ley para no confrontarla directamente. Se aprovechan de las grietas del sistema: un rótulo sin sello y una vigilancia que se apaga cuando anochece.

El mensaje es claro y preocupante: la conservación en este país parece tener horario, y fuera de él, lo común se convierte en recurso privado.

Frente a esto, urge repensar el papel de las instituciones y fortalecer los mecanismos de control real, no simbólico. Porque mientras la legalidad duerme, la urbanización del humedal avanza en silencio.

Una historia que se repite

A pesar de los avances aparentes en la protección del terreno intervenido frente al conocido bar de Puerto Viejo —donde desde 2020 se documentó una tala “legal” seguida por el relleno de un humedal y su conversión en parqueo comercial—, el seguimiento realizado por Philippe Vangoidsenhoven evidencia que el uso indebido del espacio continúa.

Aunque se colocó un rótulo oficial que indica que el terreno forma parte del Patrimonio Natural del Estado, no se instalaron sellos ni cintas de clausura apenas un alambre. Este detalle, aparentemente menor, ha permitido que el sitio siga siendo utilizado como parqueo por las noches, desdibujando los límites entre conservación y apropiación privada. “De día patrimonio natural, de noche parqueo”, resume Philippe, quien ha continuado monitoreando el sitio y enviando evidencia.

Los testimonios del activista retratan un escenario de agotamiento ciudadano frente a la inacción institucional. A pesar de haber denunciado reiteradamente la situación, los avances son mínimos. “Yo ni siquiera quise llamar a la policía. Ya me cansé”, confiesa. La intervención oficial que se dio —con cierre del portón y desalojo del espacio— quedó inconclusa por falta de medidas efectivas de control y seguimiento.

Lo más grave es que el terreno fue rellenado hasta llegar a un arroyo colindante, parte del ecosistema del humedal. Según Philippe, incluso se colocaron tubos para permitir el paso del agua bajo la tierra, lo que representa una alteración severa del cauce natural.

Este caso vuelve a poner en evidencia la debilidad de las acciones estatales frente al despojo ambiental: permisos cuestionables, sellos que no se colocan, funcionarios que no responden, y un terreno que, aunque marcado como protegido, sigue siendo apropiado de facto para el turismo comercial.

La vigilancia ambiental, cuando descansa únicamente en el esfuerzo ciudadano, no solo es frágil, sino profundamente injusta. Urge una revisión crítica de los mecanismos de fiscalización y seguimiento por parte de las instituciones responsables, y un compromiso real con la defensa de los bienes comunes costeros.

El cansancio de quienes vigilan

En medio de esta cadena de omisiones, hay una dimensión que no siempre se visibiliza: el desgaste de quienes vigilan. “Yo ni siquiera quise llamar a la policía. Ya me cansé”, dice Philippe con frustración. La sensación de hablarle al vacío, de documentar una y otra vez sin ver consecuencias reales, erosiona el compromiso y el sentido de seguir insistiendo.

Estos procesos no solo deterioran el territorio; también agotan a las personas que, desde su propia responsabilidad ética y afectiva con el lugar, insisten en sostener la denuncia y el cuidado. La vigilancia ambiental no puede depender únicamente de quienes lo hacen voluntariamente y sin apoyo. Si el sistema institucional no escucha ni actúa, termina deslegitimando la participación ciudadana y dejando en abandono no solo los bienes comunes, sino también a quienes los defienden.

Repensar la conservación: más allá del horario institucional

Lo ocurrido en este pequeño pero significativo terreno de Puerto Viejo nos interpela sobre el modelo actual de conservación ambiental. No basta con declarar un sitio como patrimonio natural del Estado si esa declaración no se traduce en acciones concretas, permanentes y articuladas.

La conservación no puede tener horario de oficina. La naturaleza no descansa por la noche, y quienes buscan apropiarse de ella tampoco. Por eso, es urgente repensar las estrategias institucionales: fortalecer la formación de las fuerzas policiales en temas ambientales, establecer protocolos claros de actuación ante denuncias, y socializar las medidas cautelares y de protección vigentes en cada territorio.

El monitoreo ambiental debe ser más que un acto puntual o simbólico: requiere continuidad, coordinación entre instituciones y, sobre todo, seguimiento. Solo así se puede garantizar que las decisiones tomadas —como una clausura, una medida de protección o una delimitación de zona— no queden en el papel, sino que tengan efectos reales sobre el territorio.

Este caso muestra con claridad que sin una estrategia integral de conservación, los bienes comunes seguirán siendo vulnerables. Y peor aún: seguirán dependiendo del esfuerzo aislado y cansado de quienes, como Philippe, insisten en cuidar lo que es de todas y todos.

Si desean más información pueden consultar la nota «Caribe Sur en venta: entre la tala ‘legal’, el relleno del humedal y la urbanización del común» que aborda el seguimiento de Philippe a este humedal.

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El aeropuerto que pretende enterrar la memoria

“Que ahí pueda haber algo no es justificación para atrasar por más de una década el progreso”

Rodrigo Chaves Robles

 

Evaluación arqueológica del proyecto Aeropuerto Internacional del Sur

El Ministerio de Cultura y Juventud (MCJ), a través del Museo Nacional de Costa Rica (MNCR), anunció la conclusión satisfactoria de la evaluación arqueológica en el área de impacto del proyecto del Aeropuerto Internacional del Sur, en Palmar Sur de Osa. El estudio abarcó 131,5 hectáreas en cuatro fincas, tuvo un costo de $560.000 USD, y se desarrolló entre marzo y noviembre de 2024, con recursos aportados por COCESNA y supervisión de la Dirección General de Aviación Civil.

El proceso fue liderado por un equipo del Departamento de Antropología e Historia del MNCR, con participación de personal contratado localmente, lo que, según el MCJ, aseguró la inclusión comunitaria. La Comisión Arqueológica Nacional aprobó el informe final presentado por el arqueólogo Francisco Corrales Ulloa, lo que habilita la continuidad del proyecto aeroportuario.

El estudio consistió en más de 2.750 pozos de prueba y análisis de laboratorio. Si bien se determinó la ausencia de arquitectura monumental, se identificaron zonas con alta densidad de restos cerámicos y líticos en las fincas 9 y 10, que datan del periodo Chiriquí (800–1550 d.C.). Se recomienda realizar excavaciones de rescate en esas áreas, así como supervisar los movimientos de tierra durante la construcción y redefinir los polígonos arqueológicos existentes.

El informe también sugiere continuar investigaciones para comprender mejor la ocupación histórica del delta, y considera necesario evaluar el posible impacto sobre el sitio declarado Patrimonio Mundial en Finca 6. Este aspecto será abordado en una futura evaluación de impacto patrimonial.

El MCJ y el INDER iniciaron una devolución de resultados a la comunidad, incluyendo encuentros con pobladores locales, instituciones y organizaciones comunales. Se anunció que el rescate arqueológico se ejecutará en el primer trimestre de 2026, y que próximamente se iniciarán estudios ambientales, geológicos e hidráulicos como parte del desarrollo del Plan Maestro Aeroportuario.

Por qué debemos proteger los bienes comunes culturales más allá de la monumentalidad

En diversas regiones de América Latina, megaproyectos como represas, carreteras, complejos turísticos o aeropuertos se presentan como oportunidades de «desarrollo» sobre territorios considerados vacíos o subutilizados. Cuando estos espacios fueron habitados por pueblos indígenas hoy extintos, y no hay presencia de arquitectura monumental visible, se afirma que no hay obstáculos para intervenirlos. Esta afirmación, sin embargo, desconoce el valor de esos territorios como bienes comunes culturales: espacios donde persisten memorias colectivas, vínculos ancestrales con el paisaje y restos materiales e inmateriales de enorme significación.

La ausencia de arquitectura monumental no equivale a la ausencia de cultura. Y la extinción de un pueblo indígena no justifica la eliminación de su legado. Esta nota propone una reflexión crítica sobre el patrimonio arqueológico y cultural como parte de los bienes comunes, una categoría que interpela el modelo de desarrollo extractivo y mercantilizador del territorio, y que nos obliga a repensar el sentido de lo que compartimos como sociedad.

El paisaje como memoria: territorio, cultura y bien común

Para muchas culturas originarias de América Latina, el territorio es mucho más que un soporte físico para la vida. Es un espacio vivo, habitado por memorias, espíritus, historias, rutas, cantos y silencios. En este sentido, el territorio se convierte en paisaje cultural, una categoría reconocida por la UNESCO que permite pensar el valor del espacio más allá de la presencia de estructuras materiales visibles.

El paisaje cultural es, entonces, una expresión de los bienes comunes culturales: no se trata de una propiedad privada ni de un recurso a explotar, sino de una herencia compartida que se transmite entre generaciones. María Pesoa (2016) propone comprender estos paisajes como espacios donde la geografía y la historia se entrelazan, y donde la ausencia de arquitectura monumental no significa ausencia de significado.

En muchas ocasiones, los lugares que hoy parecen «vacíos» o sin valor arqueológico han sido antiguos centros ceremoniales, rutas de intercambio, zonas funerarias o escenarios de vida cotidiana. Desconocer esto es negar la posibilidad de construir una relación respetuosa y solidaria con la memoria territorial de quienes nos antecedieron.

Lo que permanece aunque no se vea: culturas extinguidas y legado vivo

Uno de los argumentos que más se repite para justificar la intervención sobre territorios con ocupación indígena antigua es que «ya no existe el pueblo». Sin embargo, esta afirmación ignora que la desaparición de una cultura como colectividad biológica no implica la desaparición de su legado. La tierra guarda rastros, silencios, marcas y memorias que no pertenecen a nadie en particular, pero que nos interpelan a todos como sociedad.

En este marco, el arqueólogo Rubén Schmidt Dias (2016) sostiene que el silencio patrimonial no es casual, sino que responde a una política de invisibilización. Reconocer un territorio como portador de bienes comunes culturales implica desafiar el paradigma del progreso lineal y abrir la posibilidad de una historia más diversa, donde las voces ausentes también tienen derecho a ser escuchadas.

La protección de estos territorios no debe depender de si hay una comunidad reclamante o de si se pueden monetizar sus vestigios. Debe partir del principio de responsabilidad ética hacia la memoria colectiva y del derecho de las generaciones futuras a conocer y valorar esa diversidad.

Normas, derechos y disputas sobre el valor de lo común

Diversos marcos normativos internacionales reconocen que el patrimonio cultural no se limita a lo visible ni a lo monumental. El Convenio 169 de la OIT, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y la Convención del Patrimonio Mundial establecen que los Estados deben garantizar la protección del territorio, la memoria y la identidad como derechos colectivos.

Iván Merino Calle (2021) subraya que los bienes comunes culturales son aquellos que, aunque no estén bajo custodia de una comunidad viva, constituyen parte de la diversidad cultural de la humanidad y deben ser preservados como tales. Asimismo, un estudio de Levrand publicado por la Revista de Derecho Privado (2022), destaca que la propiedad privada no puede imponerse sobre el derecho colectivo a la memoria, sobre todo cuando se trata de bienes de interés histórico, arqueológico o simbólico.

La disputa no es sólo legal, sino profundamente política: ¿qué se considera valioso?, ¿qué merece ser conservado?, ¿qué intereses deciden el destino de un territorio que guarda rastros de la historia precolombina?

lo que no se ve también nos pertenece

Construir un aeropuerto sobre un territorio que fue habitado por una cultura ancestral —hoy sin herederos visibles, sin templos ni monumentos— es borrar una parte de la historia en silencio. Es actuar como si la memoria colectiva fuera un obstáculo para el desarrollo, y no una fuente de riqueza social y espiritual.

Los bienes comunes culturales nos invitan a pensar en lo compartido, en aquello que no se puede poseer individualmente pero que sostiene nuestra identidad colectiva. Son vestigios, paisajes, saberes, nombres antiguos, cantos olvidados y formas de habitar que desafían la lógica del mercado. Defenderlos no es un gesto nostálgico, sino un acto de responsabilidad con la memoria y de compromiso con el futuro.

¿Solo lo monumental merece ser protegido? Crítica al sesgo y alternativas emergentes

El criterio de monumentalidad ha sido durante décadas un filtro excluyente en las políticas de conservación patrimonial. Bajo esta lógica, solo aquellos restos visibles, imponentes y duraderos —como pirámides, templos o esculturas en piedra— han sido considerados valiosos, mientras que los contextos culturales sin esas características han sido catalogados como secundarios o descartables. Esta visión ha justificado la omisión institucional y el avance de megaproyectos sobre sitios de enorme valor simbólico e histórico.

Sin embargo, este enfoque está siendo crecientemente cuestionado. Diversos sectores de la arqueología contemporánea, la antropología crítica y la gestión cultural comunitaria sostienen que el patrimonio no puede reducirse a lo monumental ni a lo visible. La noción de arqueología del paisaje, por ejemplo, propone estudiar el territorio como una totalidad habitada y transformada por las culturas humanas, integrando rutas, campos agrícolas, depósitos de desechos, marcadores rituales y prácticas cotidianas que no dejan huellas espectaculares, pero que son profundamente significativas.

Asimismo, las perspectivas decoloniales han problematizado cómo el monumentalismo reproduce jerarquías civilizatorias, privilegiando aquellas culturas que se parecen más al canon arquitectónico europeo, y relegando otras formas de conocimiento, espiritualidad y organización espacial. En esta línea, se propone valorar también el patrimonio inmaterial y las relaciones socioecológicas con el entorno: saberes sobre plantas, animales, aguas, técnicas de construcción no permanentes y cosmologías territoriales.

Estas nuevas aproximaciones coinciden en rechazar una visión del patrimonio como inventario de objetos y proponen, en cambio, entenderlo como un campo de relaciones sociales, políticas y simbólicas. Bajo este paradigma, los bienes comunes culturales no se limitan a lo que puede ser expuesto en un museo o declarado como monumento nacional, sino que incluyen también lo intangible, lo cotidiano, lo desplazado, lo olvidado.

El desafío, entonces, es doble: desmontar los criterios de exclusión que han operado bajo el ropaje de la “técnica”, y construir marcos de reconocimiento que valoren la diversidad de formas culturales sin jerarquías coloniales. Solo así será posible avanzar hacia una protección del patrimonio que sea realmente democrática, participativa y respetuosa de los territorios como espacios de memoria viva.

Criterios para valorar territorios como bienes comunes culturales (más allá de lo monumental)

  1. Vínculo simbólico y espiritual con el paisaje
    • Reconocer los territorios donde existieron prácticas ceremoniales, narrativas míticas, lugares sagrados o hitos espirituales, aunque no haya estructuras visibles.
    • Valoración basada en significados culturales, no en formas arquitectónicas.
  2. Persistencia de toponimias y oralidades locales
    • Rescatar el valor patrimonial de los nombres de lugares, relatos y memorias transmitidas oralmente.
    • Las toponimias pueden ser huellas vivas de antiguas territorialidades indígenas.
  3. Rastro arqueológico no monumental (microcontextos)
    • Incluir sitios con evidencias dispersas como fragmentos cerámicos, fogones, herramientas, estructuras de uso cotidiano o basureros prehispánicos.
    • Estos elementos permiten reconstruir modos de vida no centrados en la monumentalidad.
  4. Relaciones ecosistémicas históricas (patrimonio biocultural)
    • Identificar la gestión ancestral del territorio a través de terrazas agrícolas, canales, diversidad genética de cultivos o prácticas de manejo del agua.
    • Integra la dimensión ecológica como parte del legado cultural.
  5. Existencia de rutas, senderos y usos ancestrales del espacio
    • Reconocimiento de caminos ceremoniales, rutas de intercambio o corredores rituales invisibilizados por el paradigma urbanístico moderno.
    • Su valor está en la función, no en la forma.
  6. Memoria colectiva y apropiación comunitaria actual
    • Aunque no haya una comunidad indígena originaria vigente, se puede valorar el sitio desde su importancia para la identidad, educación y conciencia histórica de comunidades locales actuales.
  7. Potencial de investigación y conocimiento
    • Los sitios con posibilidad de generar conocimiento sobre culturas poco estudiadas, aunque no tengan visibilidad monumental, deben protegerse por su valor científico y educativo.
  8. Representación de procesos históricos silenciados
    • Valor patrimonial de lugares vinculados con el genocidio indígena, desplazamientos, colonialismo o extinción cultural forzada.
    • Su conservación es un acto de reparación simbólica.
  9. Inclusión de voces locales y saberes situados
    • Las decisiones sobre el valor patrimonial no deben depender solo de peritajes técnicos, sino incluir las percepciones, memorias y afectos de actores territoriales.
  10. Principio precautorio
  • Ante la duda o el desconocimiento arqueológico, se debe aplicar el principio de precaución: mejor proteger y estudiar antes que destruir sin saber.

Estos criterios pueden ser utilizados para fundamentar denuncias ciudadanas, propuestas de políticas públicas, acciones de defensa del patrimonio o evaluaciones de impacto cultural y arqueológico. También ayudan a resignificar territorios invisibilizados como parte del tejido común de la memoria.

Bibliografía

Levrand, Norma  (2022). Intersecciones entre la propiedad privada y el derecho al patrimonio cultural: Dos casos de estudio en Argentina. Revista de Derecho Privado, 43, 129-160. https://www.redalyc.org/journal/4175/417572654006/

Merino Calle, I. (2021). El patrimonio cultural inmaterial de los pueblos indígenas: bienes comunes ligados a la identidad de la comunidad. Cultura – Hombre – Sociedad, 30(2), 149-159. https://www.researchgate.net/publication/360395938

Ministerio de Cultura y Juventud. (2025, 4 de julio). Ministerio de Cultura y Juventud concluyó satisfactoriamente evaluación arqueológica del área de impacto del proyecto del Aeropuerto Internacional el Sur. https://www.mcj.go.cr/sala-de-prensa/noticias/ministerio-de-cultura-y-juventud-concluyo-satisfactoriamente-evaluacion

Muñoz Solano, Daniela. (2023, 21 de febrero). Chaves sobre construcción de aeropuerto en zona patrimonial: “Que ahí pueda haber algo no es justificación para atrasar por más de una década el progreso”. Semanario Universidad. https://semanariouniversidad.com/pais/chaves-sobre-construccion-de-aeropuerto-en-zona-patrimonial-que-ahi-pueda-haber-algo-no-es-justificacion-para-atrasar-por-mas-de-una-decada-el-progreso/

Pesoa, M. (2016). Paisajes culturales: Entre historia, geografía y proyecto. En G. Dalla-Corte, J. Ortega y M. Pesoa (Eds.), Iberoamérica, España, Cataluña: Intercambios desde la geografía y la historia (pp. 189-200). Casa América Catalunya / UNAM. https://www.researchgate.net/publication/310588670

Schmidt Dias, R. (2016). Patrimonio, memoria y silencio: El legado arqueológico indígena y la política de la invisibilidad en Brasil. Revista Journal of Community Archaeology & Heritage, 3(1), 27-42. https://doi.org/10.1080/20518196.2015.1127216

Créditos imágenes: Semanario Universidad

Mapa: Kioscos Socioambientales

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¿Proteger o desalentar la vigilancia ciudadana? Humedal Carbón en riesgo y el uso cuestionable del derecho administrativo

Comunicación a la que hace referencia esta nota:

AEL-00281-2025

AEL-00263-2025

CARTA-SINAC-ACLAC-DRFVS-PH-032-2025

Humedal Carbón: ocupación ilegal, deterioro acelerado y evasivas institucionales
La Asociación de Desarrollo para la Ecología denunció de forma urgente, el pasado 29 de junio de 2025, una nueva ocupación ilegal en el Humedal Carbón, ubicado en Playa Negra, Talamanca. La denuncia advierte sobre un avance rápido y de gran escala de actividades no autorizadas que incluyen drenajes, rellenos, caminos y construcciones con maquinaria pesada. El humedal forma parte del Patrimonio Natural del Estado y se encuentra registrado en el inventario oficial de humedales del SINAC desde 2017, bajo la protección del Convenio Ramsar.

A través de una solicitud formal, se pidió la intervención directa del Programa Nacional de Humedales para coordinar acciones interinstitucionales, generar un informe técnico actualizado (incluyendo análisis de ortofotos y cambios de uso del suelo) y entregar un listado de las propiedades involucradas. La respuesta oficial, emitida por el Área de Conservación La Amistad Caribe (ACLAC), señala que varias de estas informaciones no están disponibles, y redirige la responsabilidad hacia otras instituciones o incluso hacia la ciudadanía denunciante. Pese a los antecedentes de denuncias desde 2005, el SINAC admite que no se han producido medidas efectivas recientes para frenar la ocupación ni revertir los daños ecológicos. 

“Uso abusivo del derecho de petición”: ¿una estrategia para desalentar la acción ciudadana?
En su respuesta, el ACLAC incluyó una cita extensa del voto 01747-1999 de la Sala Constitucional sobre el ejercicio abusivo del derecho de petición, sugiriendo que el activismo de seguimiento y denuncia podría interpretarse como un uso “torcido”, “ofensivo” o “hostigante” del aparato estatal. Este señalamiento llama la atención no solo por su tono, sino por el trasfondo político que revela: el debilitamiento del derecho de acceso a la información y la criminalización indirecta de la vigilancia ambiental por parte de la ciudadanía.

Este tipo de argumentación institucional, en vez de fortalecer la rendición de cuentas, tiende a deslegitimar la participación activa en la defensa del bien común. En un contexto donde Costa Rica experimenta crecientes regresiones en su política ambiental —como la flexibilización de controles en zonas costeras y humedales—, el uso de figuras legales para silenciar o desgastar a quienes ejercen su derecho a solicitar información pública, representa un retroceso peligroso.

El caso del Humedal Carbón evidencia una tendencia preocupante: cuando las instituciones no producen ni entregan información clave sobre ecosistemas en riesgo, y al mismo tiempo intentan frenar el monitoreo ciudadano, lo que está en juego no es solo un ecosistema, sino el propio ejercicio democrático del control ciudadano sobre lo público.

Vigilancia ciudadana en acción: la labor de Marco Levy y la respuesta ética ante el intento de silenciamiento

Detrás de la denuncia presentada el 29 de junio se encuentra el trabajo sostenido de Marco Vinicio Levy, presidente de la Asociación de Desarrollo para la Ecología, quien ha liderado por años la documentación, denuncia y monitoreo del deterioro del Humedal Carbón. Su labor no solo ha sido técnica y argumentada, sino también valiente ante la resistencia institucional que han enfrentado quienes defienden los ecosistemas del Caribe Sur.

Ante la insinuación institucional de que sus solicitudes podrían constituir un uso abusivo del derecho de petición, Levy respondió con firmeza el 10 de julio, reiterando el carácter legítimo de su gestión y recordando que, sin acceso a la información técnica, la ciudadanía no puede cumplir su deber constitucional de proteger el ambiente. Su carta subraya que exigir transparencia, generar alertas tempranas y contribuir a la justicia ambiental no es hostigamiento: es un acto de responsabilidad democrática.

La respuesta de la Asociación representa un contrapeso necesario frente a la opacidad y pasividad institucional. No busca sustituir al Estado, sino exigirle que cumpla con su función de garante del bien común. En un momento en que los marcos normativos y ambientales se ven debilitados, la acción ciudadana organizada, crítica y fundamentada se convierte en uno de los pilares más sólidos para la defensa de los territorios y los bienes comunes.

El derecho de petición en disputa: entre garantías democráticas y prácticas de deslegitimación institucional

La inclusión, por parte del Área de Conservación La Amistad Caribe (ACLAC–SINAC), de un extracto del voto 01747-1999 de la Sala Constitucional sobre el ejercicio abusivo del derecho de petición no es un detalle menor. Su presencia en una respuesta administrativa, en el contexto de una solicitud de información ambiental, revela una tensión estructural cada vez más frecuente en América Latina: el choque entre la participación activa de la ciudadanía en la defensa del ambiente y las formas institucionales que buscan mantener el control sobre los marcos de decisión y acceso a la información.

Desde la perspectiva institucional, el señalamiento parece buscar anticiparse a futuras solicitudes, enmarcándolas como potencialmente excesivas, repetitivas o perturbadoras del funcionamiento público. Sin embargo, esta lectura parte de una interpretación burocrática del quehacer estatal, que tiende a ver las solicitudes ciudadanas como cargas administrativas, y no como expresiones de un derecho fundamental. En cambio, la respuesta de Marco Levy destaca con claridad una postura opuesta: si el Estado exige pruebas para actuar, debe entonces garantizar a la ciudadanía acceso a los insumos técnicos necesarios para generar esas pruebas. De lo contrario, se genera un círculo vicioso donde la falta de información impide la denuncia, y la falta de denuncia refuerza la inacción.

En materia ambiental y socioambiental, esta tensión no es menor. Los conflictos ambientales contemporáneos se caracterizan por una fuerte asimetría de información, en la que comunidades y defensores enfrentan barreras de acceso a datos técnicos, jurídicos y territoriales. Por eso, el derecho de petición no puede reducirse a un trámite: es una herramienta de fiscalización, de exigibilidad de derechos y de protección del interés público frente a los daños ecológicos.

La noción de “abuso del derecho de petición” se convierte entonces en una frontera peligrosa. Cuando se invoca desde los espacios administrativos en contextos de vigilancia ciudadana ambiental, no solo busca desactivar la crítica, sino también debilitar el tejido democrático que sostiene la defensa del bien común. Lejos de ser un problema de exceso de peticiones, lo que este caso revela es una falta de voluntad institucional para garantizar el derecho de acceso a la información ambiental, tal como lo exigen principios como el de transparencia activa del Acuerdo de Escazú.

Este no es un caso aislado. Es un síntoma de algo más profundo: un Estado que comienza a responder con sospecha y no con apertura a quienes ejercen su derecho a preguntar, a vigilar y a defender la vida en sus múltiples formas. En esta coyuntura, repensar el derecho de petición como un acto político y no solo jurídico, es clave para sostener una democracia ecológica real.

Fuente de las imagenes: Alvarado Salazar, G. (2005, 8 de noviembre). Informe de inspección técnica en propiedad de Pavel Jaroslav en Playa Negra, Puerto Viejo. Comité Local Forestal de Talamanca, Subregión Cahuita, Sistema Nacional de Áreas de Conservación (SINAC), Ministerio de Ambiente y Energía.

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¿Hasta la última piedra? El Río Frío bajo amenaza por minería no metálica

La comunidad de Maquengal en Guatuso vuelve a alzar la voz. Esta vez, con más urgencia que nunca.

A pesar de años de las advertencias comunitarias y las evidencias sobre el daño ambiental, la administración anterior de la Municipalidad de Guatuso aprobó una nueva concesión de minería no metálica en el Río Frío por 30 años más. Mientras tanto, maquinaria pesada ya está escarbando en la poza ubicada cerca de la base del puente de cemento, removiendo material de forma intensiva y alterando drásticamente el cauce del río.

El impacto es tangible. Las pozas ya no están, la sedimentación impide la navegación, las corrientes disminuyen, los espacios de recreación se han vuelto inseguros, y los bordes del río se erosionan visiblemente. Lo que antes era parte del paisaje vivo de la comunidad, hoy es un recuerdo en peligro de desaparecer.

“Esto ha venido a matar el río. Le estamos vendiendo al mundo un sitio RAMSAR, el humedal de Caño Negro, que no estamos cuidando”, expresó una persona vecina. El Río Frío no solo es un símbolo cultural y económico para la región, sino el principal afluente del Humedal Caño Negro, reconocido internacionalmente por su biodiversidad y protegido bajo la Convención RAMSAR.

Cuando se arranca el río, se arranca la vida

La extracción sin regulación no solo pone en riesgo ecosistemas: también daña infraestructura pública, propiedades privadas y genera condiciones propicias para inundaciones y pérdida de suelos. Este riesgo es más que una posibilidad futura: ya está ocurriendo en la poza cercana a la base del puente de cemento que une Maquengal con la Amapola, donde actualmente maquinaria remueve material sin un monitoreo claro. Las alteraciones al cauce y al entorno inmediato podrían comprometer la estabilidad del propio puente, aumentar la erosión de las riberas y agravar las afectaciones aguas abajo.

Es decir, el afán por “sacar hasta la última piedra” termina dejando un vacío que se siente en lo ambiental, lo social y lo económico. La remoción del lecho del río no solo altera su curso natural, sino que también pone en riesgo la seguridad y el bienestar de quienes viven a su alrededor.

El caso de Maquengal es más que una denuncia: es una lección de participación ambiental comunitaria. En marzo de este año, durante el Festival del Agua, vecinas y vecinos entregaron cartas al alcalde Carlos Sequeira y a autoridades ambientales, recordando el compromiso asumido de hacer un diagnóstico ecológico del cantón. Esta solicitud no es caprichosa: es una necesidad urgente, especialmente cuando ya se están interviniendo zonas sensibles del río sin un control efectivo y con impactos visibles que podrían ser irreversibles.

Voces por la protección del Río Frío

En Maquengal, la defensa del río no es un asunto técnico ni lejano: es cotidiano, vivido, sentido. Las personas vecinas se preguntan por qué se insiste en extraer piedra del Río Frío, mientras existen otros cauces que podrían asumir esa carga sin tanta afectación.

“¿Por qué todas las piedras grandes se las llevan del Río Frío? ¿Por qué no se hace un equilibrio con otros ríos como el Celeste, el Venado o el Samen, que también tienen bastante piedra? Aquí ya están sacando hasta las piedras grandes, las que le dan forma al río, las que sostienen sus orillas.”

La preocupación va más allá de Maquengal. Vecinos de otras zonas del cantón han señalado cómo el dragado también ha afectado humedales y otros afluentes del Río Frío. En lugares como Buenavista, donde el mismo río Celeste ofrecía pozas naturales, hoy las familias recuerdan con tristeza cómo esos espacios desaparecieron.

“Han sacado manzanas enteras de humedal. Lo vemos en Llanos, lo vemos en Buenavista, y el gobierno local no hizo nada. Antes la gente se bañaba en Semana Santa, ahora las pozas ya no están.”

Frente a este abandono institucional, muchas personas se preguntan qué ha hecho el gobierno local en todos estos años.

“¿Qué ha estado haciendo la municipalidad mientras todo esto pasa? La población sí ha estado observando, denunciando, pero las veredas del río se destruyen, los humedales se secan, y seguimos sin respuestas claras. ¿A dónde vamos a llegar si no se detiene esto?”

Las voces del territorio, lejos de ser ruido, son un llamado urgente: dejar descansar al río, repensar las prioridades, y cuidar lo que aún late antes de que lo borren hasta la última piedra.

¿Desarrollo para quién?

Las comunidades no están en contra del desarrollo. Están en contra del saqueo, del uso intensivo de un bien común para el lucro de unos pocos, sin respetar los límites ecológicos ni los derechos de quienes viven en el territorio. Mientras se extrae el material, las personas vecinas de Maquengal pierden el potencial turístico del Río Frío, que antes atraía visitantes por su belleza natural y su biodiversidad. Pero aún más grave: pierden también su espacio recreativo local, el lugar donde niñas, niños, jóvenes y personas adultas compartían, se bañaban, pescaban y construían sus vidas cotidianas.

Como expresan con firmeza sobre la relación entre el humedal de Caño Negro y el río Frío: “no se puede seguir vendiendo al mundo un sitio de valor ambiental si no se está cuidando ni monitoreando”.

Frente al extractivismo, la comunidad propone un camino distinto:

  • Priorizar proyectos que beneficien el bienestar.

  • Regular con criterios ambientales.

  • Evaluar los daños acumulados y restaurar los ecosistemas.

  • Escuchar y respetar la voz de quienes han vivido, cuidado y defendido el río toda su vida.

Participar es un derecho, manternos es un deber

El Acuerdo de Escazú y la Ley Orgánica del Ambiente reconocen el derecho de las personas a participar en las decisiones ambientales. Y eso es precisamente lo que hace Maquengal: ejercer su derecho a defender un río que aún vive, que aún canta, pero que está siendo silenciado a golpe de retroexcavadora.

No podemos permitir que la minería no metálica borre nuestras pozas, nuestros recuerdos, nuestra seguridad, nuestra biodiversidad.

Porque cuando se agota hasta la última piedra, lo que queda es el vacío de lo que fuimos.

¿Qué es la minería no metálica y por qué afecta tanto?

La minería no metálica es la extracción de materiales como arena, piedra, grava, caliza, arcilla y otros minerales que no contienen metales. En Costa Rica, esta actividad se realiza principalmente para abastecer la industria de la construcción: carreteras, puentes, edificios y desarrollos inmobiliarios.

Aunque no se trate de oro o cobre, los impactos ambientales de esta minería pueden ser igual de devastadores, especialmente cuando se realiza en cauces de ríos o zonas sensibles:

  • Modifica el cauce natural del río, alterando sus flujos y aumentando el riesgo de

  • Provoca erosión en las riberas, afectando árboles, vegetación y vida

  • Contribuye a la sedimentación, lo que daña la calidad del agua y reduce el hábitat de muchas especies acuáticas.

  • Disminuye el caudal, afectando a las personas que dependen del río para consumo, agricultura o recreación.

  • Fragmenta los ecosistemas, afectando la biodiversidad y debilitando la capacidad de los humedales de cumplir funciones clave, como el control de inundaciones o la regulación del clima local.

Cuando esta actividad no se regula adecuadamente, se convierte en una forma de extractivismo destructivo que sacrifica el largo plazo en nombre de un beneficio inmediato y desigual.

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Zona pública en peligro: construcciones, abandono y apropiación en la franja costera

Philippe Vangoidsenhoven, defensor ambiental comprometido con la defensa del territorio costero, realizó como parte de su labor de monitoreo ambiental un recorrido por un conocido punto de la costa caribeña sur, frecuentado por surfistas y turistas. Lo que encontró vuelve a confirmar las alertas sobre una situación que se repite cada vez con más frecuencia: ocupación irregular de la zona pública y la playa, generando alteraciones en el ecosistema y evidenciando la omisión de deberes por parte de las autoridades municipales.

En las inmediaciones de beach break(lugar donde las olas rompen sobre un fondo de arena, en lugar de sobre un arrecife o roca), en Cocles —una franja de aproximadamente 300 metros conocida como zona dedicada al surf, como muchas otras ubicadas frente al mar— se observan siembras de cocoteros directamente sobre la arena de la playa. Estas intervenciones se suman a la presencia de construcciones que, aunque utilizan materiales como madera redonda para disimular su carácter permanente, cumplen funciones claras dentro del negocio: brindar servicios, delimitar espacios o establecer una presencia física sobre el terreno.

¿Regenerar o encubrir?

La regeneración costera es una necesidad urgente ante los efectos del cambio climático y la erosión. Sin embargo, en este caso, se observa un uso distorsionado del concepto: la siembra de cocoteros no responde a un criterio técnico de restauración ecológica, sino a una apropiación encubierta del espacio público. Se plantan árboles grandes, ajenos al ecosistema originario, con el objetivo de marcar presencia y generar sombra para uso comercial, desplazando especies nativas como el almendro de playa o el jobo.

Este tipo de prácticas transforma la fisonomía de la playa, impide la regeneración natural de la flora local y promueve una imagen homogénea que invisibiliza la diversidad biológica propia del territorio. Además, generan un efecto psicológico de “territorio ocupado”, disuadiendo el uso libre por parte de otras personas.

Construcciones disfrazadas: apropiación sin permiso

Una práctica cada vez más común en esta zona es la instalación de estructuras que se presentan como temporales, ecológicas o móviles, pero que en realidad son parte del funcionamiento permanente de los negocios. Al usar materiales naturales o poco visibles, se busca evitar sanciones y pasar desapercibidos ante la inspección municipal. Algunas de estas construcciones incluso cuentan con conexiones eléctricas y servicio de internet, lo que evidencia su carácter permanente y funcional.

Durante el recorrido realizado por Philippe se evidencia también el uso nocturno del sitio, con intensa iluminación, lo que comprueba que todas estas instalaciones son de uso permanente. A esto se suma que varias zonas del Caribe sur son parte de rutas de anidamiento de tortugas, y este tipo de instalaciones luminosas en la playa puede repercutir negativamente en estos procesos naturales, provocando la desorientación de las tortugas durante su ciclo reproductivo.

Todo lo anterior demuestra que estos elementos no son neutros: alteran profundamente la dinámica del espacio, sustituyen el uso colectivo por un uso comercial, promueven desigualdad —ya que mientras a algunas personas se les exige operar dentro de sus propiedades, otras extienden su actividad directamente sobre la playa— y generan impactos negativos en los ecosistemas costeros, afectando procesos naturales como el anidamiento de tortugas y la regeneración de la vegetación autóctona.

Abandono institucional y urgencia de acción

Lo registrado por Philippe es un ejemplo más del abandono institucional en la protección de la playa. A pesar de múltiples denuncias, los mecanismos de control municipal y estatal no están respondiendo con firmeza ni coherencia. Esta inacción permite que se normalicen prácticas irregulares que vulneran el derecho colectivo y ponen en riesgo la sostenibilidad del territorio.

La recuperación de la zona pública costera no solo es una responsabilidad legal del Estado, sino también una tarea urgente para la protección de nuestros ecosistemas, el acceso equitativo al espacio común y la defensa del bien común frente al avance de la privatización encubierta.

La ausencia institucional que habilita abusos… e ingenuidades

La falta de monitoreo y presencia efectiva por parte de las autoridades encargadas de velar por la zona pública —como municipalidades, MINAE o el Instituto Costarricense de Turismo— no solo permite que se consoliden prácticas ilegales, sino que crea un ambiente de ambigüedad normativa que habilita tanto abusos intencionados como transgresiones por desconocimiento.

En contextos donde no hay reglas claras aplicadas ni fiscalización visible, florecen las llamadas “zonas grises”: espacios donde se aprovecha la debilidad institucional para apropiarse de bienes comunes sin mayores consecuencias. Esto beneficia especialmente a quienes cuentan con recursos o conexiones para avanzar con obras, instalar negocios o modificar el entorno, incluso dentro de la franja pública.

Pero esta falta de control también genera un efecto menos visible, aunque igualmente preocupante: muchas personas que dependen de actividades económicas de pequeña escala (alquiler de bicicletas, ventas, servicios turísticos) reproducen prácticas irregulares sin saber que están violentando la legislación, simplemente porque no existe acompañamiento, orientación ni procesos formativos desde las instituciones competentes.

Este vacío institucional no solo expone el bien común al deterioro, sino que también crea desigualdad frente a la ley: mientras algunos actores operan en la informalidad con total impunidad, otros reciben sanciones selectivas, y muchos más ni siquiera saben con certeza qué se puede o no hacer en la zona costera.

Revertir esta situación exige más que fiscalización. Implica fortalecer la presencia institucional con enfoque preventivo, educativo y transparente, que combine vigilancia con procesos de diálogo comunitario y apoyo técnico. Solo así podremos construir una relación justa, sostenible y compartida con nuestro litoral.

¿Por qué importa la zona pública costera? Un bien común vital y vivo

La zona pública costera —los primeros 50 metros contados desde la pleamar ordinaria— no es solo una franja de tierra. Es un espacio protegido por ley, concebido como espacio común, de libre acceso y uso colectivo. Su función es social, ambiental y cultural. Es un lugar donde confluyen biodiversidad, recreación, modos de vida y valores simbólicos que son parte del tejido de nuestras comunidades costeras.

Este espacio no pertenece a ningún negocio, empresa ni persona particular, por más tiempo que lleve operando en sus inmediaciones. Pertenece a toda la ciudadanía y debe ser resguardado con criterios de equidad y sostenibilidad.

Dentro de esta zona, la vegetación autóctona cumple funciones ecológicas esenciales:

  • Sostiene la tierra y previene la erosión, al fijar el suelo con sus raíces.
  • Ofrece sombra y refugio para personas, aves, insectos y otros seres que habitan la costa.
  • Protege frente al avance del mar, actuando como una barrera natural ante el oleaje y las tormentas.
  • Favorece la biodiversidad, al mantener un entorno compatible con las especies nativas del ecosistema costero.
  • Preserva la identidad del lugar, aportando a la memoria ecológica y cultural de la comunidad.

Cuando se sustituyen estas especies por cocoteros u otras plantas introducidas con fines ornamentales o comerciales, no solo se altera el paisaje: se debilita el ecosistema costero y se pierde la memoria viva del territorio.

Defender la zona pública costera es, por tanto, defender un espacio que nos protege, nos conecta y nos pertenece a todas y todos. Reforestar con especies nativas, respetar los usos comunes y exigir que se respete la ley no es una actitud radical: es un compromiso mínimo con la vida y con el futuro de nuestras costas.

¿Qué hacemos? Actividades económicas que respetan la zona pública costera

Frente a las múltiples formas de ocupación indebida de la franja costera, también existen experiencias que demuestran que es posible desarrollar actividades económicas sostenibles sin invadir ni privatizar lo que es público. Estas prácticas respetuosas del entorno no solo son legales, sino que refuerzan el vínculo comunitario y el valor ambiental de la zona.

A continuación, algunos ejemplos de buenas prácticas:

  1. Turismo responsable sin infraestructura fija en la playa

Algunos emprendimientos turísticos han optado por ofrecer servicios (clases de surf, yoga, tours guiados) que se realizan sin instalar estructuras permanentes ni delimitar espacios en la playa. Usan señalización móvil, promueven el respeto por la biodiversidad y orientan a los visitantes sobre el valor del ecosistema.

  1. Venta ambulante consciente

Personas vendedoras de comida, bebidas o artesanías utilizan puestos móviles, sin anclajes ni estructuras fijas, que se retiran al final del día. Esta práctica permite aprovechar la dinámica del turismo sin generar apropiación territorial ni residuos permanentes en la zona pública.

  1. Alquiler de bicicletas, tablas o equipos fuera de la zona pública

Emprendimientos de alquiler de equipos para actividades recreativas han instalado sus locales dentro de propiedades privadas o concesiones legales, sin extenderse sobre la franja costera. Algunas de estas iniciativas incluso ofrecen información sobre cómo cuidar el entorno mientras se usa el equipo.

  1. Restauración ecológica participativa

Colectivos comunitarios y negocios conscientes han impulsado procesos de reforestación con especies nativas, retirando residuos y promoviendo la educación ambiental. Estas acciones mejoran el entorno sin necesidad de ocuparlo ni modificarlo para beneficio propio.

  1. Educación ambiental como propuesta económica

Algunos emprendimientos ofrecen recorridos guiados o talleres educativos sobre flora costera, historia local o conservación, contribuyendo al conocimiento y al aprecio por la zona sin alterar el espacio físico ni imponer su uso.

Estas experiencias muestran que es posible generar ingresos, atraer turismo y sostener modos de vida en la costa sin apropiarse de la zona pública ni degradar su valor ecológico. La clave está en el respeto por el entorno, el cumplimiento de la normativa y una visión que entienda el bien común como una base, no como un obstáculo.

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Dos décadas de advertencias ignoradas: Humedal Río Carbón sigue en riesgo en Playa Negra

En la zona costera del Caribe Sur de Costa Rica, entre Playa Negra y el Parque Nacional Cahuita, se encuentra el Humedal Río Carbón, un ecosistema vital para la biodiversidad, la estabilidad climática y la vida de las comunidades locales. A pesar de su importancia ecológica y su protección legal bajo leyes nacionales e internacionales, este humedal enfrenta desde hace más de dos décadas un proceso de degradación sistemática: construcciones ilegales, rellenos, drenajes y tala de vegetación nativa han alterado profundamente su integridad.

Esta nota surge gracias al trabajo sostenido de Marco Levy Virgo, ciudadano limonense comprometido con la defensa ambiental y los derechos colectivos, quien desde 2005 ha documentado y denunciado estas afectaciones. Su labor ha sido fundamental para activar procesos institucionales, exigir responsabilidades y mantener viva la memoria de un conflicto socioambiental que sigue abierto.

El caso del Humedal Río Carbón revela con crudeza las tensiones entre el modelo turístico-inmobiliario que avanza sobre los bienes comunes y la débil acción de las instituciones llamadas a protegerlos. Más allá de un conflicto local, lo que está en juego es el futuro de los ecosistemas costeros, el respeto a la legalidad ambiental y la defensa del patrimonio natural del Estado.

En esta nota informativa te contamos qué está ocurriendo en Playa Negra, quiénes están implicados, cuáles leyes se han violentado y qué medidas urgen para detener la impunidad ecológica que amenaza al humedal Río Carbón.

¿Quién protege el Río Carbón?

A pesar de su importancia ecológica y su inclusión parcial dentro del Parque Nacional Cahuita, el Humedal Río Carbón, ubicado en Playa Negra, enfrenta una grave amenaza por actividades ilegales de drenaje, relleno y construcción dentro de la zona marítimo-terrestre.

Desde al menos el año 2002, distintas organizaciones, profesionales y vecinos han documentado el deterioro progresivo del ecosistema, por parte de personas y sus sociedades anónimas, quienes han desarrollado obras sin permisos legales, alterando de forma irreversible su equilibrio hídrico y biológico.

Las inspecciones realizadas por el Comité Local Forestal de Talamanca, funcionarios del SINAC, MINAE, Ministerio de Salud y Fuerza Pública, han constatado múltiples irregularidades: edificaciones levantadas sobre suelos saturados, apertura de canales de drenaje, tala de vegetación de humedal (como el «yolillo») y bloqueo de caminos públicos. Varias de estas obras se encuentran incluso dentro de los límites del Parque Nacional Cahuita.

¿Por qué es grave?

El Humedal Río Carbón está registrado en el inventario nacional de humedales y su conservación es obligatoria bajo la Convención Ramsar –un tratado internacional que Costa Rica ratificó en 1991. Los humedales como este son fundamentales para:

  • la protección de especies en peligro de extinción como la tortuga carey;

  • el control de inundaciones y calidad del agua;

  • la conectividad ecológica entre ecosistemas marino-costeros y terrestres.

Sin embargo, las autoridades locales, especialmente la Municipalidad de Talamanca, han sido señaladas por su inacción, otorgamiento irregular de permisos y ocultamiento de información pública. A pesar de órdenes explícitas de la Procuraduría General de la República para revocar los permisos y restaurar el humedal, no se ha actuado con firmeza.

Lo que se exige:

  • La paralización inmediata de todas las obras en el humedal.

  • El desalojo de los ocupantes ilegales.

  • La restitución del ecosistema a su estado original.

  • El traslado del caso a la Fiscalía Ambiental, por su complejidad y gravedad.

  • La investigación penal contra funcionarios que hayan incurrido en incumplimiento de deberes, prevaricato o exacción ilegal.

El caso de Playa Negra no es aislado. Representa un patrón de desprotección de los bienes comunes frente a intereses inmobiliarios y turísticos, con la complicidad –por acción u omisión– de instituciones públicas.

Proteger el Humedal Río Carbón es defender la vida, la biodiversidad y el derecho de las comunidades a un ambiente sano.

Laxitud institucional y la defensa comunitaria como última frontera

Lo ocurrido en el Humedal Río Carbón no es un caso aislado ni accidental: es reflejo de un patrón preocupante de laxitud institucional ante la destrucción ambiental en zonas de alta vulnerabilidad ecológica y social. A pesar de contar con múltiples denuncias, informes técnicos, delimitaciones oficiales y dictámenes de la Procuraduría General de la República, las autoridades responsables —incluyendo la Municipalidad de Talamanca, el Ministerio Público y órganos administrativos— han fallado sistemáticamente en aplicar la ley, sancionar a los infractores y detener la degradación de un ecosistema clave para el equilibrio de la costa caribeña.

Esta permisividad, sea por inacción, negligencia o complicidad, abre la puerta a formas de extractivismo inmobiliario y turístico que transforman humedales, bosques y zonas marítimo-terrestres en espacios de especulación, al margen de la normativa ambiental vigente. La lentitud de los procesos judiciales, la fragmentación de competencias y el uso opaco de los permisos municipales agravan aún más la situación, permitiendo que se consoliden ocupaciones ilegales y cambios irreversibles en el uso del suelo.

Frente a esta ausencia de garantías institucionales, ha sido el monitoreo comunitario, ético y persistente, encabezado por personas como Marco Levy, lo que ha permitido sostener la denuncia pública, recolectar evidencia y exigir la defensa del humedal como bien común. Su labor evidencia que, en contextos de vulnerabilidad ambiental y política, la ciudadanía organizada es la última frontera que impide el colapso ecológico.

La situación del Humedal Río Carbón nos recuerda que los bienes comunes naturales no se defienden solos. Requieren de comunidades vigilantes, redes de apoyo y voluntad política para resistir el avance del extractivismo. Sin justicia ambiental, no hay futuro para los territorios del Caribe Sur.

Imágenes de la inspección

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Playa Pa…..¿Defender el honor o silenciar la crítica?

Playa Pa…

Perdón, no podemos terminar esa palabra. No porque no sepamos cómo se escribe, sino porque ahora mencionar cierto proyecto turístico del norte del país podría implicar una querella por difamación. Así que, para no correr riesgos, mejor nos referiremos a él como Playa Pa…, El Proyecto Innombrable o simplemente Él-que-no-debe-ser-nombrado.

Resulta que ahora opinar, criticar o simplemente preguntar en redes sociales podría salirle caro a quienes no tengan a mano un buen buffet de abogados. Cuatro creadores de contenido lo están aprendiendo por las malas, tras recibir querellas del megaproyecto turístico que, curiosamente, tiene más ganas de limpiar su imagen que las costas que quiere ocupar.

Bienvenidas y bienvenidos a la era de las SLAPP: esas acciones judiciales que no se usan para ganar juicios, sino para ganar silencios. Porque el punto no es demostrar que se tiene la razón, sino que nadie más se atreva a alzar la voz. Y si hay que lanzar unas cuantas demandas ejemplarizantes para lograrlo, pues se hace. Así, mientras las comunidades se preguntan quién defiende sus derechos, otros perfeccionan el arte de defender su «honor corporativo» en tribunales.

Silencio incómodo, ansiedad en redes, y autocensura colectiva: el nuevo paisaje turístico que se extiende más allá de las playas. Playa Pa… perdón, ya no podemos continuar esta oración.

Una mirada a las SLAPP en Costa Rica

En Costa Rica, cada vez con más frecuencia, personas que alzan la voz sobre temas de interés público —como la protección ambiental, el acceso al agua, el uso del territorio o los megaproyectos turísticos— enfrentan acciones judiciales bajo la figura de querellas por difamación o calumnias. Detrás de estos procesos, muchas veces se esconde un patrón más preocupante: el uso del sistema judicial como herramienta para amedrentar y censurar a quienes participan en la vida democrática con espíritu crítico.

Este fenómeno ha sido particularmente notorio en territorios de alta presión inmobiliaria, como las zonas costeras del Pacífico norte, donde comunidades, personas jóvenes y creadoras de contenido han comenzado a denunciar públicamente el avance de proyectos turísticos en territorios sensibles, sin información clara ni participación real. En estos lugares, donde el mar y la montaña todavía son bienes comunes, las alertas ciudadanas no siempre son bien recibidas por quienes tienen intereses comerciales en juego.

A nivel internacional, este fenómeno se conoce como Demandas Estratégicas contra la Participación Pública, o SLAPP por sus siglas en inglés (Strategic Lawsuits Against Public Participation). Estas demandas suelen ser interpuestas por actores con poder económico o político contra comunicadores, activistas, académicos, defensoras de derechos humanos o personas que usan redes sociales para hacer preguntas incómodas. El objetivo no es necesariamente ganar en los tribunales, sino desgastar emocional, social y económicamente a quienes cuestionan el poder.

Aunque en Costa Rica todavía no existe una legislación específica que reconozca y frene las SLAPP, los indicios son cada vez más claros: acciones judiciales contra personas que cuestionan concesiones en zonas costeras, denuncian posibles impactos ambientales, o simplemente expresan preocupación por la forma en que se toman decisiones sobre el territorio. En algunos casos, lo que comienza como una pregunta legítima termina convertido en un proceso legal con implicaciones serias.

El riesgo de estas demandas no está solo en su desenlace, sino en su efecto paralizante. Cuando alguien recibe una notificación judicial por opinar sobre temas de interés público, muchas otras personas optan por callar. Es el fenómeno del “enfriamiento del discurso”: se instala el miedo a hablar, a exigir explicaciones, a ejercer el derecho a la crítica. Se pierde el debate público, se empobrece la democracia.

Las SLAPP suelen presentarse como una defensa del “honor” o del “buen nombre”, pero en la práctica limitan el derecho colectivo a cuestionar los proyectos que afectan al país. En lugar de abrir caminos al diálogo o al esclarecimiento de los hechos, buscan imponer el silencio mediante el peso de los tribunales. Especialmente preocupante es cuando se dirigen contra personas sin poder económico ni redes legales, que se expresan desde la comunidad, la experiencia vivida o el compromiso ambiental.

Organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) (2024) o el Relator Especial de Naciones Unidas (2023) sobre la libertad de expresión ya han advertido sobre los efectos nocivos de estas prácticas. En distintas regiones del mundo —Europa, Estados Unidos, América Latina— se ha empezado a legislar para evitar que se abuse de las figuras de difamación y calumnia como forma de censura legal. Algunas reformas incluso permiten a los jueces desechar de forma anticipada las demandas que claramente buscan silenciar el debate público.

En Costa Rica, es momento de abrir esta conversación. ¿Cómo proteger a quienes alzan la voz desde las playas, los ríos, las montañas? ¿Cómo garantizar el derecho a denunciar sin que eso implique una amenaza legal? ¿Qué responsabilidad tiene el Estado frente a la judicialización de la participación ciudadana?

Defender el derecho a hablar, a preguntar y a exigir explicaciones no debería ser motivo de persecución. Por el contrario, es parte esencial de una sociedad democrática. Reconocer y prevenir las SLAPP no es solo una tarea legal, sino un compromiso ético con la libertad, la transparencia y la defensa de los territorios.

Desigualdad de poder: cuando el capital demanda y las comunidades resisten

Uno de los aspectos más alarmantes de las SLAPP es la enorme desigualdad de poder entre quienes las interponen y quienes las enfrentan. No se trata de simples disputas entre iguales, sino de un desequilibrio estructural en el que consorcios empresariales, grupos económicos o fondos de inversión con acceso privilegiado a abogados, medios y redes de influencia, activan mecanismos legales contra personas individuales, colectivos o comunidades que cuentan con recursos limitados y, en muchos casos, con escasa protección institucional.

Para una empresa transnacional o un fideicomiso inmobiliario, una querella puede ser una estrategia más dentro de su lógica operativa. Para una persona activista, una defensora ambiental o una creadora de contenido, puede significar el colapso emocional, financiero y reputacional. El solo hecho de recibir una demanda implica contratar abogados, asistir a audiencias, pagar costos judiciales, y cargar con la angustia de enfrentar un proceso penal sin las mismas garantías de resguardo que tiene el capital corporativo.

Además, esta desigualdad no es solo económica. Es también informativa y simbólica. Mientras los grandes capitales tienen capacidad para moldear la opinión pública a través de campañas, relaciones públicas o publicidad, las comunidades acceden a plataformas más modestas, como redes sociales, radios locales o intervenciones en espacios públicos. Pero incluso estos canales alternativos de expresión están siendo vigilados y, como vemos, judicializados.

En este contexto, las SLAPP se convierten en una forma de violencia estructural encubierta en procesos legales, donde el poder económico busca disciplinar la disidencia. A menudo, estas acciones van acompañadas de narrativas que acusan a las comunidades de “desinformar”, “atacar la inversión” o “frenar el desarrollo”, cuando en realidad lo que hacen es ejercer un derecho legítimo a cuestionar y a proteger los territorios y los bienes comunes.

La pregunta de fondo es: ¿puede haber verdadera democracia cuando la crítica se penaliza y cuando el acceso a la justicia está condicionado por el poder adquisitivo? Reconocer esta asimetría es clave para construir mecanismos que equilibren la balanza, garanticen el derecho a la participación pública y protejan a quienes defienden los intereses colectivos desde posiciones de vulnerabilidad.

En definitiva, la lucha contra las SLAPP no es solo un asunto jurídico, sino una defensa del derecho a la palabra en contextos de desigualdad. Y, como sociedad, no podemos permitir que el miedo a ser demandadas o demandados se convierta en una barrera para la acción colectiva.

Presiones económicas y políticas detrás de la no ratificación del Acuerdo de Escazú

Justamente en contextos como los denunciados —zonas costeras del Pacífico norte, afectadas por megaproyectos turísticos y presiones inmobiliarias— es donde el Acuerdo de Escazú hubiera significado una herramienta clave para proteger la participación ciudadana y el derecho a la información ambiental.

Sin embargo, sectores económicos y políticos con intereses vinculados a estos desarrollos presionaron para que Costa Rica no ratificara el tratado. La preocupación principal de estos actores radica en que Escazú exige una mayor transparencia, consulta previa y protección a las personas defensoras del ambiente, condiciones que pueden limitar la rapidez o facilidad con la que se ejecutan proyectos con gran impacto territorial.

Esta resistencia refleja un choque entre modelos de desarrollo económico basados en la concentración del poder y la opacidad, y la creciente demanda social por democracia ambiental, justicia y respeto a los derechos humanos.

La falta de ratificación de Escazú no solo es un obstáculo para quienes defienden sus territorios, sino también una señal clara de que el poder económico sigue teniendo una gran influencia en las decisiones políticas que afectan el derecho a la participación y a la protesta.

Es en este contexto donde cobran aún más relevancia las denuncias ciudadanas, y también la necesidad de contar con mecanismos efectivos para evitar que la judicialización —como sucede con las SLAPP— se convierta en una forma más de silenciar la crítica legítima.

El Acuerdo de Escazú y la urgencia de su aprobación en Costa Rica

El Acuerdo de Escazú es un tratado regional firmado por países de América Latina y el Caribe en 2018, con el objetivo de garantizar derechos fundamentales relacionados con el medio ambiente y la participación pública. Entre sus principales pilares están:

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El acceso a la información ambiental, para que cualquier persona conozca los proyectos y decisiones que afectan el territorio y el ambiente.

El derecho a participar en la toma de decisiones ambientales, asegurando procesos transparentes y justos.

La protección efectiva a las personas defensoras del ambiente, evitando agresiones, amenazas o judicializaciones injustas.

Costa Rica fue el país anfitrión donde se firmó el tratado, lo que dio esperanza a muchas comunidades y activistas comprometidos con la defensa de sus territorios. Sin embargo, a pesar de la importancia del Acuerdo, hasta la fecha el país no lo ha ratificado formalmente.

Esta falta de aprobación tiene implicaciones directas y preocupantes en casos como los denunciados en zonas costeras y territorios con conflictos socioambientales. Sin el marco del Acuerdo de Escazú, Costa Rica carece de obligaciones claras y mecanismos robustos para:

  • Prevenir que las SLAPP sean usadas como estrategia para amedrentar y silenciar a quienes denuncian impactos ambientales.
  • Proteger legal y materialmente a las personas defensoras de derechos ambientales, especialmente en contextos donde enfrentan poderosos intereses económicos.
  • Garantizar la transparencia y participación efectiva de la ciudadanía antes, durante y después de la aprobación de proyectos que afectan al medio ambiente.

En definitiva, la no ratificación de Escazú significa que Costa Rica se queda sin una herramienta internacional valiosa para fortalecer la democracia ambiental y proteger a quienes hacen uso legítimo de su derecho a la crítica y denuncia.

La comunidad nacional e internacional ha señalado la urgencia de que Costa Rica apruebe el Acuerdo, para que pueda contar con los estándares y compromisos necesarios que garanticen la seguridad, participación y acceso a la información ambiental para todas las personas.

Ratificar Escazú no es solo un acto formal: es un compromiso con la vida, la justicia ambiental y el derecho a la voz en defensa del territorio. Sin ese compromiso, quienes denuncian quedan más vulnerables ante las amenazas legales y la criminalización de la protesta.

Estándares internacionales y llamados a actuar

Lo que hoy enfrentan defensoras, creadores de contenido y comunidades organizadas en Costa Rica no es un fenómeno aislado ni inédito. En diversos países, la sociedad civil y organismos internacionales han alertado sobre el uso creciente de demandas judiciales como herramienta para silenciar la participación pública. Frente a este patrón preocupante, se han comenzado a construir estándares legales y éticos que buscan frenar la judicialización de la crítica legítima.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), junto con su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, ha señalado que las SLAPP constituyen una forma de violencia estructural que amenaza el derecho a la libertad de expresión y a la participación democrática. En una audiencia pública celebrada en julio de 2023, la CIDH escuchó a organizaciones de toda América Latina que denunciaron el uso de querellas penales como forma de intimidación legal. A raíz de ello, se solicitó la elaboración de un informe temático y el desarrollo de estándares regionales contra este tipo de prácticas.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos también se ha pronunciado al respecto. En el caso Palácio vs. Ecuador (2020), reconoció que el uso reiterado de procesos judiciales contra personas que critican el poder constituye un abuso del sistema legal y una amenaza a la democracia. Esta jurisprudencia resulta especialmente relevante para países como Costa Rica, donde persisten figuras penales como la difamación y la calumnia, a menudo utilizadas en contextos de disputa territorial o ambiental.

A nivel global, el Relator Especial de Naciones Unidas sobre la libertad de opinión y expresión ha advertido que las SLAPP socavan el debate público, desalientan la vigilancia ciudadana sobre el poder y refuerzan dinámicas de censura disfrazadas de litigio legítimo. En su informe de 2023, llamó a los Estados a adoptar mecanismos para desechar rápidamente este tipo de demandas y garantizar protección a quienes ejercen su derecho a expresarse.

Incluso en el contexto costarricense, casos como el del periodista Mauricio Herrera Ulloa —condenado por difamación y posteriormente absuelto por la Corte IDH— han demostrado que el uso punitivo del derecho penal en materia de expresión no solo es incompatible con los estándares interamericanos, sino que tiene efectos nocivos sobre la libertad de prensa y el derecho a la información.

Estas referencias, lejos de ser abstractas o lejanas, ofrecen un marco concreto para comprender la gravedad del uso de SLAPP en nuestro país. Nos muestran que la defensa del derecho a la crítica no es un lujo, sino una obligación democrática. Y que frente al desequilibrio de poder entre quienes cuestionan y quienes tienen el poder económico para demandar, corresponde al Estado garantizar reglas claras, procesos justos y espacios seguros para que todas las voces puedan ser escuchadas sin miedo.

Referencias

ARTICLE 19 y Comisión Interamericana de Derechos Humanos. (2023). Resumen de audiencia pública sobre SLAPP en América Latina (187º período de sesiones, 12 julio 2023). CIDH.

Corte Interamericana de Derechos Humanos. (2004, 2 de julio). Caso Herrera Ulloa vs. Costa Rica: Excepciones preliminares, fondo, reparaciones y costas (Serie C No. 107). Recuperado de https://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec_107_esp.pdf

Corte IDH. (2020). Caso Palácio y otros vs. Ecuador: Derechos y garantías de libertad de expresión.

JURIST. (2009). Illegitimate restrictions on freedom of expression in Costa Rica. Recuperado de https://www.jurist.org/commentary/2009/12/costa-rica-illegitimate-restrictions-on/?utm_source=chatgpt.com

Media Defence y ARTICLE 19. (2022). SLAPPs en América Latina: análisis regional.

Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH. (2021). Declaración conjunta sobre desestimiento sumario de demandas por difamación en asuntos públicos. Recuperado de https://www.oas.org/es/cidh/expresion/documentos_basicos/declaraciones.asp globalfreedomofexpression.columbia.edu+6policehumanrightsresources.org+6hchr.org.mx+6oas.org+13oas.org+13oas.org+13

Naciones Unidas. Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos. (2023). Informe del Relator Especial sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y de expresión. Recuperado de https://www.refworld.org/es/pdfid/5c6b33774.pdf ohchr.org+5refworld.org+5documents.un.org+5

Comisión Interamericana de Derechos Humanos & Relatoría Especial para la Libertad de Expresión. (2024). Informe anual sobre la libertad de expresión en las Américas. Organización de los Estados Americanos. Recuperado de https://www.oas.org/es/cidh/docs/anual/2024/IA2024_spa.pdf

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Cuando el agua deja de ser derecho: regresión ambiental y captura del bien común

En un país que ha construido su identidad ambiental sobre la protección de la naturaleza y el acceso universal a bienes esenciales, el reciente cambio en la normativa sobre plaguicidas en el agua potable marca un giro preocupante. Bajo el pretexto de ajustes técnicos, el gobierno costarricense ha sustituido límites claros por “valores de alerta” («Gobierno amplía límite de plaguicidas en el agua para consumo humano» Delfino CR), lo que en la práctica flexibiliza la respuesta estatal ante la presencia de contaminantes peligrosos en el agua que consumen miles de personas cada día.

Este cambio no es neutro. Representa una regresión ambiental que debilita el principio de precaución, reduce la exigibilidad de derechos adquiridos y traslada el riesgo de la contaminación desde los responsables hacia las comunidades más expuestas. Más aún, es expresión de un fenómeno cada vez más evidente: la captura institucional de la política ambiental por intereses económicos, particularmente de sectores agroindustriales que históricamente han presionado por regulaciones más laxas en el uso de plaguicidas.

Desde el enfoque de los bienes comunes, este retroceso plantea una pregunta urgente: ¿qué significa que el agua deje de ser garantizada como un derecho y comience a tratarse como una variable negociable? En este análisis exploramos las implicaciones de este cambio normativo, su distancia con los estándares internacionales, los riesgos sociales y ambientales que genera, y por qué su defensa debe volver al centro del debate público.

Estos cambios se hicieron a través del Decreto Ejecutivo N° 38924-S “Reglamento para La Calidad del Agua Potable”.

¿Qué pasó?

El reciente cambio normativo anunciado por el gobierno de Costa Rica —que introduce “valores de alerta” en lugar de límites fijos para plaguicidas en el agua potable— plantea serias preguntas sobre el rumbo de la política ambiental y sanitaria del país. Bajo un lenguaje técnico y supuestamente neutral, se encubre una transformación política que afecta profundamente la gestión del agua como bien común, el papel del Estado como garante de derechos, y el delicado equilibrio entre salud pública e intereses económicos.

Este giro normativo no puede leerse como una simple actualización reglamentaria. Es expresión de una lógica de regresión ambiental, en la que se flexibilizan las garantías existentes y se debilitan los marcos de protección que se habían construido en respuesta a luchas sociales y principios internacionales de precaución.

Agua como bien común: lo que se pone en juego

Desde una perspectiva de bienes comunes, el agua no es solo un recurso natural ni un insumo técnico para la gestión estatal. Es un bien vital, esencial e insustituible, que pertenece a todas las personas y cuya gestión exige políticas fundadas en el acceso equitativo, la sostenibilidad ambiental, la corresponsabilidad social y la participación comunitaria real.

Hablar del agua como bien común implica rechazar las lógicas de apropiación, control exclusivo o administración tecnocrática desligada del tejido social. Exige instituciones públicas abiertas a la fiscalización ciudadana y normativas que prioricen el interés colectivo por encima de la rentabilidad o la comodidad operativa.

Desde esta visión, toda decisión que afecte la calidad del agua debe evaluarse no solo desde criterios de viabilidad técnica, sino desde su impacto en la justicia ambiental, los derechos humanos y el respeto a la vida.

¿Qué se está cambiando?

Hasta ahora, la normativa nacional establecía límites claros para la presencia de plaguicidas en agua potable, siguiendo los estándares de la Unión Europea:

  • 0,1 microgramos por litro (µg/L) para cualquier plaguicida individual,

  • 0,5 µg/L como valor máximo combinado para la suma de plaguicidas detectados.

Estos límites no eran caprichosos. Estaban basados en el principio de precaución, ampliamente reconocido en el derecho ambiental internacional, que establece que cuando existen dudas razonables sobre riesgos a la salud o al ambiente, se deben tomar medidas preventivas antes de que el daño sea irreversible.

Con la nueva normativa, se sustituye este marco preventivo por la figura de un “valor de alerta”. En lugar de accionar de forma inmediata ante la detección de plaguicidas por encima del umbral, las autoridades abrirán un proceso técnico adicional para evaluar riesgos y decidir posibles acciones. No hay obligación de informar al público ni de interrumpir el suministro.

Este giro traslada la política sanitaria desde un enfoque de control preventivo a uno de manejo reactivo del riesgo, en el que el cumplimiento depende más de evaluaciones discrecionales que de reglas claras. Aunque se argumenta que esto permitirá una gestión “más técnica”, en la práctica flexibiliza la responsabilidad institucional y debilita las garantías para las personas usuarias, especialmente en comunidades rurales y zonas donde los monocultivos y el uso intensivo de agrotóxicos han sido denunciados por décadas.

¿Retroceso normativo o captura institucional?

Este cambio no debe leerse de forma aislada. Forma parte de un patrón más amplio de desregulación ambiental silenciosa, en el que el aparato institucional se adapta para favorecer la expansión de intereses corporativos, incluso en áreas clave como la salud, el agua o la tierra. En términos conceptuales, estamos ante un caso claro de captura institucional: cuando las decisiones públicas son moldeadas sistemáticamente para servir intereses privados, debilitando el mandato de proteger el bien común.

Las consecuencias de esta captura se traducen en:

  • Debilitamiento de la exigibilidad legal: sin un límite fijo, las comunidades afectadas no tienen un punto de referencia claro para exigir medidas ni protección.

  • Inacción institucional normalizada: los “valores de alerta” permiten posponer decisiones y trasladar la carga de la prueba a procesos técnicos sin plazos ni sanciones.

  • Desresponsabilización del Estado: al desligarse de límites obligatorios, las autoridades pueden justificar la omisión de acciones concretas, incluso ante evidencia de contaminación.

Este modelo de gestión no solo reduce la transparencia y la rendición de cuentas, sino que también profundiza las desigualdades estructurales: quienes más dependen de fuentes de agua comunitarias, menos capacidad tienen de defenderse.

Lo común se defiende desde abajo

Este escenario debe llevarnos a una reflexión urgente:

  • ¿Quién define hoy qué niveles de contaminación son “aceptables”?

  • ¿Qué tipo de Estado necesitamos para proteger lo común?

  • ¿Qué mecanismos nos quedan como ciudadanía cuando las normas se modifican sin consulta y sin debate público?

Frente a una institucionalidad que reduce su papel garante y actúa como gestor técnico de la incertidumbre, la defensa del agua como bien común debe fortalecerse desde los territorios, desde las comunidades organizadas, los movimientos socioambientales, las redes de vigilancia ciudadana y los espacios educativos.

Defender lo común implica repolitizar la gestión del agua, volver a discutir quién decide, para quién se legisla y a quién se protege.

En defensa del agua, la vida y el bien común

La introducción de los “valores de alerta” en lugar de límites fijos para plaguicidas no es un asunto meramente técnico. Es un cambio de fondo que relaja estándares, normaliza el riesgo y debilita derechos conquistados.

Es también un recordatorio de que las conquistas en salud pública y protección ambiental no son irreversibles: pueden erosionarse silenciosamente si no hay vigilancia social y resistencia organizada.

En tiempos de captura institucional, defender el agua como bien común es también defender la vida, la democracia y la dignidad. Porque el agua no se negocia, no se relativiza, no se privatiza. Se cuida, se lucha y se protege desde abajo.

¿Por qué importan los estándares europeos?

Uno de los elementos más significativos de este cambio normativo es el abandono del modelo europeo de control de plaguicidas en agua potable, considerado internacionalmente como uno de los más protectores para la salud humana. Comprender esta diferencia no es un tecnicismo: es clave para dimensionar los riesgos que se asumen con la nueva normativa.

¿Qué dice la normativa europea?

La Directiva (UE) 2020/2184 sobre agua potable mantiene límites estrictos:

  • 0,1 µg/L para cada plaguicida individual.

  • 0,5 µg/L para la suma total de plaguicidas detectados.

Esta directiva se basa en el principio de que el agua debe estar prácticamente libre de plaguicidas, no porque todos sean igual de tóxicos, sino porque:

  1. Los efectos combinados o sinérgicos entre plaguicidas son difíciles de predecir.
  2. Existen incertidumbres científicas sobre impactos a largo plazo en salud humana.
  3. Hay una responsabilidad pública de garantizar confianza, transparencia y seguridad.

Estos límites funcionan como umbral de acción inmediata, no como sugerencia o margen de interpretación.

¿Qué plantea la nueva normativa costarricense?

Con la introducción del “valor de alerta”:

  • Se deja de aplicar un límite legal uniforme, y se permite que la presencia de plaguicidas active solo un proceso de análisis posterior.

  • No se establece un valor único de referencia, sino que se permite modular la respuesta estatal según evaluaciones caso por caso.

  • Se relaja el principio de acción inmediata ante contaminación, debilitando la trazabilidad de responsabilidades.

Implicaciones y riesgos

1. Menor protección sanitaria: El nuevo esquema puede permitir que personas consumidoras estén expuestas a niveles de plaguicidas que antes eran inaceptables, sin ser informadas o protegidas a tiempo.

2. Mayor margen para la inacción institucional: Al no haber un tope fijo, las autoridades pueden postergar decisiones, a menudo bajo presión de actores agroindustriales o por limitaciones técnicas internas.

3. Vulnerabilidad de las poblaciones rurales: Comunidades que dependen de acueductos comunales o fuentes superficiales —muchas veces cercanas a zonas agrícolas intensivas— serán las más afectadas, sin recursos para monitorear ni reclamar.

4. Debilitamiento del control ciudadano: El abandono de un límite claro dificulta la fiscalización desde las organizaciones comunitarias o ambientales, y resta poder a la ciudadanía en la defensa de sus derechos.

Lo que el nuevo decreto desactiva: del control preventivo a la omisión institucional

Antes de la aprobación del nuevo decreto, el Ministerio de Salud aplicaba una normativa clara y estricta en materia de calidad del agua para consumo humano, alineada con estándares europeos. Esta normativa establecía límites máximos permisibles para residuos de plaguicidas en el agua potable —0,1 µg/L por plaguicida individual y 0,5 µg/L para la suma total— como criterios obligatorios y vinculantes. Es decir, si un análisis revelaba la presencia de plaguicidas por encima de esos niveles, se activaban de inmediato acciones sanitarias obligatorias, tales como:

  • Orden de cierre o suspensión del servicio del acueducto afectado.

  • Notificación pública a la comunidad sobre la contaminación detectada.

  • Intervención técnica para identificar la fuente del contaminante y establecer medidas correctivas.

Estas acciones respondían directamente al principio de precaución: cuando existía evidencia de una amenaza potencial —aunque no hubiera certeza absoluta sobre sus efectos— el Ministerio tenía el deber de actuar preventivamente para proteger la salud de la población.

 

Este modelo otorgaba a la ciudadanía y a las comunidades rurales una herramienta de exigibilidad clara. Un laboratorio acreditado podía hacer un análisis independiente, y si se superaban los umbrales, el Ministerio de Salud estaba legalmente obligado a intervenir, sin necesidad de un juicio técnico posterior. El límite era el disparador de la acción, no un punto de discusión.

Además, esta normativa permitía a las comunidades organizadas y defensoras ambientales ejercer vigilancia ciudadana, interponer denuncias e incluso presionar por medidas cautelares o judiciales en caso de inacción institucional.

¿Qué cambia con el nuevo decreto?

Con la introducción de los “valores de alerta”, el límite deja de ser una orden de acción inmediata y se convierte en un umbral de observación, sujeto a interpretación técnica. Esto significa que el Ministerio de Salud ya no está obligado automáticamente a emitir una orden sanitaria, sino que puede optar por esperar estudios adicionales, evaluar el contexto y eventualmente actuar, sin que haya plazos claros ni consecuencias legales por no intervenir.

Este cambio desvanece el vínculo entre evidencia y acción, y debilita el marco de corresponsabilidad institucional que protegía a las poblaciones más vulnerables.

Hoy más que nunca, urge fortalecer la vigilancia ciudadana y exigir transparencia en las decisiones que afectan la vida. El agua es un bien común y no puede quedar a merced de intereses económicos ni de tecnocracias opacas.

Crédito de imágenes Semanario Universidad

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Megaproyecto en Playa Panamá: síntoma de una democracia ambiental en retroceso

En tiempos en que se hace cada vez más urgente una gobernanza ambiental justa, Costa Rica —país que alguna vez fue ejemplo internacional en la protección del ambiente— vive una peligrosa regresión en el derecho a la participación ciudadana en asuntos ambientales. Lo que comenzó como una serie de resoluciones polémicas se ha ido consolidando como una estructura institucional que debilita la voz de las comunidades y favorece a megaproyectos sin procesos de consulta real.

El caso de Playa Panamá: un síntoma, no una excepción

El reciente rechazo por parte de la Sala Constitucional del recurso de amparo contra la viabilidad ambiental otorgada al megaproyecto turístico Bahía Papagayo en Playa Panamá (resolución N.° 2025016284, del 30 de mayo de 2025) es solo el último eslabón en una larga cadena de retrocesos. Según los magistrados, no es función de la Sala determinar si debió celebrarse una consulta ciudadana o cuál mecanismo garantizaría la participación de las comunidades.

En otras palabras, la Sala se abstiene de tutelar un derecho clave —el de participación— y remite toda decisión al terreno “ordinario” de la legalidad administrativa. Esta lógica refuerza lo que se viene denunciando desde hace más de una década: la erosión del acceso a la justicia ambiental en la vía constitucional.

Pero la historia no comienza aquí.

2008: el veto que marcó el camino

En noviembre de 2008, el presidente Óscar Arias y  Rodrigo Arias —entonces Ministro de la Presidencia— vetaron la “Ley que fomenta la participación ciudadana en materia ambiental”, una propuesta ampliamente respaldada por el Parlamento y por sectores sociales diversos: ambientalistas, sindicatos y comunidades organizadas.

A pesar del respaldo de 48 diputados de distintas fracciones, el Poder Ejecutivo vetó la ley alegando supuesta inconstitucionalidad. El diputado José Merino, del Frente Amplio, denunció que el veto respondía a presiones empresariales que “desprecian tanto la conservación del ambiente como la participación ciudadana”.

Ese veto, con el tiempo, se volvió el primer gran acto institucional que debilitó de forma directa los mecanismos de democracia ambiental en el país.

Del derecho al “principio”: el giro semántico de la Sala IV

En 2017, con la sentencia 1163-2017, la Sala Constitucional dio un giro histórico, al calificar la participación ciudadana en materia ambiental no como un derecho fundamental, sino como un simple “principio” administrativo. Esa decisión dejó sin efecto más de 20 años de jurisprudencia garantista.

Desde entonces, se observa una doble dinámica preocupante:

  1. Judicial: la Sala IV rechaza sistemáticamente recursos relacionados con participación en megaproyectos, y se declara incompetente, derivando los casos al contencioso administrativo —una vía lenta, costosa y excluyente para la mayoría de comunidades.
  2. Administrativa: la SETENA sustituye las audiencias públicas por mecanismos débiles como “estudios de percepción” contratados por las propias empresas, sin posibilidad de deliberación, réplica o incidencia vinculante.

Este debilitamiento invisibiliza conflictos sociales reales y crea una falsa imagen de consenso en proyectos como piñeras, desarrollos inmobiliarios costeros, terminales portuarias, entre otros.

¿Y el Acuerdo de Escazú?

Costa Rica fue promotora del Acuerdo de Escazú, adoptado en 2018, el cual reconoce la participación ambiental como un derecho humano, junto con el acceso a la información y a la justicia. No obstante, en múltiples sentencias recientes, la Sala Constitucional ha omitido incluso mencionar este tratado, ignorando su carácter vinculante como parte del bloque de constitucionalidad.

Este divorcio entre discurso internacional y práctica local debilita la credibilidad democrática de Costa Rica y plantea un riesgo reputacional serio, especialmente en un contexto donde la justicia ambiental es una exigencia global.

Más allá de los recursos legales: lo que está en juego

La participación ambiental no es un trámite ni una formalidad. Es el único canal democrático que tienen las comunidades para defender sus territorios, sus aguas, sus bosques y su salud. Convertirla en un accesorio opcional es abrir las puertas al autoritarismo ambiental.

Como señaló la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Baraona Bray vs. Chile (2022):

“La participación representa un mecanismo para integrar las preocupaciones y el conocimiento de la ciudadanía en las decisiones de políticas públicas que afectan el medio ambiente… y facilita que las comunidades exijan responsabilidades a las autoridades”.

Negar este derecho equivale a institucionalizar la exclusión, consolidar la impunidad y agravar los conflictos socioambientales.

¿Hacia dónde va Costa Rica?

Todo indica que el país está avanzando en sentido contrario al principio de no regresión ambiental, un estándar internacional que establece que los niveles de protección ambiental ya alcanzados no deben ser disminuidos, salvo por razones justificadas y superiores al interés público.

Hoy se enfrentan dos modelos:

  • Uno que defiende la participación, el diálogo y la justicia ambiental.

  • Otro que concentra decisiones en élites técnicas, políticas o empresariales, debilitando el rol ciudadano.

El caso Bahía Papagayo, como antes Crucitas, Sardinal o el relleno de Miramar, no son excepciones, sino señales de un patrón peligroso.

Lo que queda por hacer

Frente a este panorama, no basta con indignarse. Es urgente actuar:

  • Hacer pedagogía jurídica en las comunidades, para que se conozcan sus derechos y se sepa cuándo han sido violados.

  • Denunciar la exclusión institucionalizada y exigir una revisión del papel de la SETENA y de la Sala Constitucional.

  • Reivindicar el Acuerdo de Escazú, su carácter vinculante y su plena implementación.

  • Articular redes de solidaridad y defensa legal que enfrenten esta ola de megaproyectos sin consulta.

Cuando la democracia se erosiona sin ruido

La regresión democrática no siempre llega con golpes de Estado ni con censura abierta. A veces, se cuela por sentencias que reescriben derechos, por decretos que debilitan garantías o por instituciones que optan por el silencio cuando deberían defender a las personas. Hoy, la defensa del ambiente en Costa Rica pasa, más que nunca, por la defensa activa de la participación ciudadana.

Referencia:

Arroyo Arce, Katerine. (2017, 3 de abril). La participación del público en materia ambiental y el artículo 9 de la Constitución Política: Breve reflexión sobre la resolución N.º 1163-2017 de la Sala Constitucional de Costa Rica. Derecho al Día. http://derechoaldia.com/index.php/derecho-ambiental/ambiental-doctrina/912-la-participacion-del-publico-en-materia-ambiental-y-el-articulo-9-de-la-constitucion-politica-breve-reflexion-sobre-la-resolucion-n-1163-2017-de-la-sala-constitucional-de-costa-rica

Asociación Nacional de Empleados Públicos y Privados (ANEP). (2008, 24 de noviembre). Ambiente: Gobierno «veta» participación ciudadana. https://anep.cr/ambiente-gobierno-veta-participacion-ciudadana/

Boeglin, Nicolas. (2017, 13 de marzo). La regresión ambiental de la Sala Constitucional de Costa Rica. Derecho Internacional Costa Rica. https://derechointernacionalcr.blogspot.com/2017/03/la-regresion-ambiental-de-la-sala.html

Boeglin, Nicolas. (2023, 18 de julio). Participación ciudadana en materia ambiental: breves apuntes relativos a una reciente sentencia. Derecho Internacional Costa Rica. https://derechointernacionalcr.blogspot.com/2023/07/participacion-ciudadana-en-materia.html

Delfino.cr. (2024, 14 de mayo). El retorno del derecho a la participación pública ambiental a la Sala Constitucional. https://delfino.cr/2024/05/el-retorno-del-derecho-a-la-participacion-publica-ambiental-a-la-sala-constitucional

Semanario Universidad. (2017, 28 de febrero). Sala IV desconoce derecho a participación ciudadana en temas ambientales. https://semanariouniversidad.com/pais/sala-iv-desconoce-derecho-participacion-ciudadana-temas-ambientales/

Semanario Universidad. (2025, 18 de junio). Sala IV dice que no le corresponde determinar si se debió hacer consulta ciudadana sobre megaproyecto en playa Panamá. https://semanariouniversidad.com/pais/sala-iv-dice-que-no-le-corresponde-determinar-si-se-debio-hacer-consulta-ciudadana-sobre-megaproyecto-en-playa-panama/

Universidad de Costa Rica. (2023, 18 de julio). Voz experta: Participación ciudadana en materia ambiental. https://www.ucr.ac.cr/noticias/2023/7/18/voz-experta-participacion-ciudadana-en-materia-ambiental/

Crédito de imagen superior Salvemos Playa Panamá