
En el Caribe Sur de Costa Rica, la destrucción de humedales y ecosistemas forestales ha dejado de ser un hecho aislado para convertirse en una práctica sostenida, violenta y, en muchos casos, normalizada. Testimonios recientes de personas que habitan la zona dan cuenta de un patrón repetitivo que amenaza no solo la biodiversidad, sino también el tejido social y cultural de las comunidades locales.
“Esa es la táctica que están usando todos: sacan la última madera del terreno, muchas veces con permisos ilegales, y luego vienen con maquinaria pesada para escarbar, secar y rellenar”, explica un vecino. Este “monoaprovechamiento”, como se le llama localmente, inicia con la tala masiva y la salida de madera en camiones, incluso con decomisos registrados por parte de las autoridades. En una segunda etapa, ingresan dragas y excavadoras que alteran el curso natural del agua, removiendo grandes cantidades de tierra. Posteriormente, el terreno es rellenado con material traído de otros sitios, a menudo de áreas montañosas como en Bribri, donde incluso se reporta el desmonte de lomas enteras para alimentar el negocio del relleno.
En zonas como Cahuita, Puerto Viejo y alrededores, este modelo destructivo se ha intensificado. En las últimas semanas, árboles han sido talados y quemados a plena vista del público. Aunque en algunos casos se han enviado a las autoridades —como una intervención de la Fiscalía que logró tapar un canal ilegal—, muchas otras acciones quedan sin respuesta. La falta de vigilancia y la limitada capacidad de fiscalización local permite que estos proyectos sigan avanzando.
La indignación de quienes sí denuncian es evidente: “Llamás a todo el mundo, pero nadie actúa. ¿Cómo puede ser que uno ve todo esto y nadie hace nada?”, se pregunta con frustración un residente, quien ha presentado múltiples denuncias sin éxito. La complicidad institucional, ya sea por omisión o por intereses económicos, parece estar en el centro del problema. En palabras del denunciante, “la municipalidad protege a estos clientes porque pagan muchos impuestos”.
Esta nota se realizó gracias a la participación de Philippe Vangoidsenhoven, defensor ambiental comprometido con el seguimiento y monitoreo de estas prácticas ilegales en la región. Su trabajo sostenido ha sido clave para visibilizar la devastación y exigir respuestas ante la impunidad ambiental.
A pesar del temor, la impotencia y el desgaste, estas voces también nos recuerdan la importancia de no quedarse en silencio. Cada denuncia, cada foto, cada testimonio es una forma de documentar un proceso que pretende operar en la sombra. Frente a un modelo extractivo que actúa con rapidez, organización y recursos, la defensa del territorio necesita igual o mayor determinación.
La situación en el Caribe Sur evidencia una urgencia: la de detener el avance de este tipo de destrucción ambiental antes de que los humedales desaparezcan completamente y con ellos, la posibilidad de una vida en equilibrio con la naturaleza.

Cambio de uso del suelo en el Caribe Sur: una práctica organizada con consecuencias irreversibles
Lo que está ocurriendo en el Caribe Sur de Costa Rica no es solo una sucesión de hechos aislados de tala y relleno de humedales. Detrás de cada árbol caído y cada terreno drenado, existe un patrón de acción estructurado que responde a intereses económicos específicos, articulados con redes de impunidad institucional. Este cambio de uso del suelo —de humedales y bosques a áreas urbanizadas o comerciales— no solo viola normativas ambientales, sino que genera impactos ecológicos irreversibles.
Los testimonios recabados muestran cómo esta transformación del territorio sigue etapas claras: tala de árboles, extracción de madera, dragado con maquinaria pesada, desvío de aguas y relleno con tierra transportada desde otras zonas. Esta cadena de acciones, aparentemente legalizada a través de permisos dudosos o el silencio cómplice de autoridades locales, permite ocultar un daño profundo: la desaparición de ecosistemas clave como humedales, que cumplen funciones vitales en la regulación del agua, el control de inundaciones y el sustento de la biodiversidad.
El cambio de uso del suelo en zonas protegidas o ambientalmente sensibles implica, además, una ruptura del equilibrio ecológico que difícilmente puede revertirse. La compactación del suelo, la alteración de los ciclos hídricos y la pérdida de cobertura vegetal afectan no solo a especies animales y vegetales, sino también a las comunidades humanas que dependen de estos ecosistemas para su vida cotidiana, su cultura y su economía local.
Estas formas de ocupación del territorio, que avanzan en silencio o bajo apariencia de legalidad, responden a lógicas extractivas y especulativas: el valor económico del terreno aumenta una vez transformado, y las inversiones en infraestructura sustituyen los valores ecológicos por valores de mercado. El resultado es un proceso de gentrificación ambiental donde se priorizan intereses privados por encima del bien común y los derechos de las comunidades.
Frente a este escenario, es urgente reconocer que no se trata solo de delitos ambientales, sino de un modelo territorial que amenaza la sostenibilidad de la región. Visibilizar estos patrones, denunciar su lógica estructural y exigir una respuesta coherente del Estado no es solo una acción legal: es un acto de defensa del futuro.
El negocio detrás del relleno de humedales
El relleno de humedales ha dejado de ser una práctica aislada para convertirse en un negocio estructurado y lucrativo. Empresas dedicadas al movimiento de tierra y al raspado de lomas operan activamente en la zona, extrayendo grandes volúmenes de material que luego se usa para rellenar humedales, quebradas y zonas inundables. Este proceso, que incluye el uso frecuente de bagonetas, se realiza muchas veces sin permisos ambientales o con el aval de autoridades que hacen caso omiso a las denuncias. El relleno permite “recuperar” terrenos a bajo costo, que luego se valorizan para fines turísticos, habitacionales o comerciales. Esta cadena de ilegalidades genera ganancias para operadores privados, mientras acelera la pérdida irreversible de ecosistemas, la alteración de flujos de agua y el aumento del riesgo de inundaciones. Todo esto ocurre en medio de una débil fiscalización estatal y un modelo de desarrollo que prioriza la especulación sobre la protección ambiental.