Esto plantearía la pregunta:
¿Sería posible que una resolución pasara por alto un uso comunitario de un bien público simplemente porque el ingreso se da por propiedad privada o camino comunal?
Aunque legalmente los cauces de ríos son bienes de dominio público, los usos tradicionales y cotidianos de las comunidades no siempre figuran de manera explícita en los estudios ambientales.
¿Qué diría una resolución en este caso?
En un escenario como este, un documento podría establecer que:
-
La extracción se haría en dos brazos de un río, mediante operación a cielo abierto.
-
El terreno formaría parte de una finca que alberga otro proyecto minero.
-
No habría centros educativos ni espacios comunales a menos de 3 km.
-
No existirían afectaciones directas a infraestructura pública.
Pero… si llegara a existir una escuela, centro comunal o punto de acceso frecuente a menos de 1,5 km, la normativa podría exigir revisar el estudio ambiental y redefinir el Área de Influencia Directa (AID).
¿Y si la comunidad más cercana no fuera consultada?
En este caso hipotético, podría pasar que el estudio social se aplicara a unas pocas viviendas de un sector distinto (por ejemplo, 19 viviendas en un área como Buenos Aires), con un margen de error mayor al permitido (10% en vez del 5%).
Y cabría preguntarse:
¿Se habría incluido a personas del sector donde realmente se ubica la extracción —por ejemplo, un sitio llamado Maquengal—?
Si no fuera así, podría quedar fuera del análisis la perspectiva de quienes reciben el impacto directo: ruido, polvo, tránsito de maquinaria, alteración del cauce y hasta el riesgo de que el recurso hídrico se vea afectado o el río llegue a secarse. En ese escenario, ¿qué responsabilidad asumirían quienes cuidan el acueducto? ¿Y qué municipalidad se atreve a permitir algo así, sin proteger el interés de su gente y sus aguas?
Una escuela cercana al sitio de extracción
En otro supuesto, la comunidad podría señalar que existe una escuela pública a menos de un kilómetro del área de extracción, con paso frecuente de vagonetas que transportan materiales frente al centro educativo.
De ser cierto, esto podría implicar una omisión importante en la evaluación de impacto ambiental, tanto por ruido y polvo como por riesgos viales. La normativa indicaría que la cercanía de infraestructura educativa obligaría a ampliar el AID y posiblemente revisar la viabilidad ambiental.
Llamado preventivo
Ante un escenario así, las instituciones competentes podrían:
-
Revisar si la información presentada refleja adecuadamente el uso comunitario del río.
-
Evaluar si el tramo concesionado ha sido parte de un uso recreativo tradicional.
-
Garantizar la consulta representativa de las comunidades más cercanas al impacto.
-
Proteger las zonas ribereñas y ecosistemas frágiles conforme a normativa.
No es solo agua: es comunidad
En este supuesto, el río no sería solo un recurso hídrico, sino parte de la identidad local y de la vida comunitaria. Limitar su acceso o transformarlo radicalmente podría no solo modificar un ecosistema, sino también alterar la convivencia, la recreación y el bienestar social.
Por eso, cualquier proyecto extractivo debería considerar no solo los aspectos técnicos y legales, sino también las implicaciones sociales y culturales que no siempre aparecen en mapas o expedientes, pero que viven en la memoria colectiva.
¿Qué pasaría con estas personas?
En este mismo supuesto, para las personas de una comunidad del norte de Costa Rica, el impacto de la minería no metálica sobre los mantos acuíferos no sería una abstracción técnica, sino una preocupación real y cotidiana. Alterar el cauce y extraer material en gran escala podría reducir la capacidad natural del suelo para almacenar y filtrar el agua, afectando pozos, nacientes y el equilibrio hídrico que sostiene tanto la biodiversidad como el abastecimiento local. La memoria de las lluvias, las crecidas y los flujos que alimentan el río no estaría en gráficos, sino en la experiencia de quienes han vivido junto a él por generaciones.
También, en este supuesto, el paisaje dejaría de ser un espacio de recreación y encuentro comunitario para transformarse en un terreno degradado y estéril. En 2014, el lugar aún podría ser reconocido como un atractivo turístico; hoy, esa imagen quedaría lejos. El canto de las aves, las zonas de sombra y el agua clara que antes invitaban a quedarse, serían reemplazados por el ruido de la maquinaria y la huella de la extracción.
No faltaría, en este supuesto, el conflicto social: antiguos compañeros en la defensa del río podrían retirarse por conveniencia personal, dejando a quienes siguen resistiendo en una situación de aislamiento. Peor aún, la autoridad, en vez de mediar, podría castigar a quienes cuestionen los proyectos, condicionando ayudas o incluso evitando presentarse en la comunidad para no enfrentar reclamos. La pregunta se impone: ¿quiénes serían realmente los que están siendo maltratados?
Y en este escenario, quienes permanecieran en la defensa del río sentirían un peso emocional enorme. “Nos sentimos tan tristes, tan tristes, que nos sentimos impotentes ya. No, no solo yo lo digo con ganas de llorar. Y no solo lo dicen las mujeres; algunos hombres también después tienen ganas de llorar, de ver cómo es posible que pueda más una persona ajena al lugar que nosotros, los mismos lugareños o habitantes. No podamos ser dignos ni ir a recoger un puño de arena, porque al otro día nos cae la policía».
Pero esto no podría pasar en Costa Rica….¿o sí?