Esa práctica —condicionar el apoyo local a la cercanía con el gobierno— retoma una de las instrucciones del memorándum original: controlar el territorio y premiar la lealtad.
La política municipal vuelve a convertirse en escenario de disciplinamiento, más que de representación ciudadana.
Universidades y protesta: criminalizar la crítica pública
El conflicto entre el gobierno y las universidades públicas durante 2024 y 2025 expuso la misma lógica: quien cuestiona, amenaza.
Las marchas en defensa del financiamiento educativo, respaldadas por múltiples organizaciones sociales, fueron deslegitimadas desde el discurso oficial. En lugar de atender los reclamos, se las presentó como intentos de “desestabilizar” al país.
Así, la protesta se convierte en un objeto de sospecha y la crítica en un peligro, reproduciendo la pedagogía del miedo que el memorándum prescribía hace casi dos décadas.
La “mordaza” y el giro discursivo del miedo
En los últimos meses, el ejecutivo y la bancada oficialista han insistido en denunciar una supuesta “mordaza” impuesta al Gobierno por parte del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), luego de que la institución advirtiera sobre el uso de recursos públicos en la difusión de mensajes oficiales durante el periodo electoral.
Como respuesta, el oficialismo organizó la campaña “Cayó la mordaza”, una manifestación pública concebida como acto de respaldo al Ejecutivo. Bajo la consigna de “defender la libertad de expresión del Gobierno y del pueblo”, la propuesta buscó proyectar la idea de que las limitaciones establecidas por el TSE constituían una forma de censura política.
En ese escenario, el discurso oficialista construyó una narrativa emocional: el Gobierno presentado como víctima de un sistema que pretende “callar sus logros”, mientras los medios de comunicación y los órganos de control aparecen como adversarios del cambio. Entre banderas, consignas y llamados a “no dejarse silenciar”, se consolidó un relato que sustituye la deliberación por la confrontación.
Lo que se presentó como defensa de la comunicación institucional terminó funcionando como un acto de cohesión política: reforzar la identidad del oficialismo, marcar fronteras entre “nosotros” y “ellos”, y movilizar el miedo a ser “silenciados” para fortalecer la lealtad al poder.
En la práctica, “Cayó la mordaza” replicó la lógica central del memorándum del miedo: estimular una amenaza simbólica para consolidar apoyo político. Ya no se trata del temor a perder empleos o estabilidad económica, como en 2007, sino del miedo a perder la voz, la identidad o la representación. Cambia el contenido, pero la fórmula permanece intacta: gobernar a través del miedo y de la sensación de asedio.
Mordaza política y amenazas de “destierro”
A la retórica de la “mordaza” se suman expresiones de intimidación más explícitas. En el propio Congreso, un diputado oficialista declaró que, si el gobierno lograba imponerse en las próximas elecciones, “el pueblo mandaría al destierro a los opositores”.
Esa frase, aparentemente incidental, condensa la lógica del memorándum: transformar la diferencia en enemigo, y el debate en castigo.
No se trata solo de un exceso verbal, sino de un síntoma cultural: la naturalización del miedo como instrumento de cohesión política.
Quien disiente no se discute, se excluye simbólicamente. Es una mordaza política, menos visible que la censura, pero igual de eficaz.
Control de medios 2.0
En 2007, el memorándum del miedo apostaba a controlar la televisión, la prensa escrita y la publicidad oficial. En 2025, el escenario es otro, pero el principio es el mismo: dominar el relato para dominar la percepción.
Hoy, el control ya no pasa solo por los noticieros o comunicados oficiales, sino por la arquitectura digital que define lo que la gente ve, comparte y comenta. Influencers, cuentas automatizadas y redes de troles operan como extensiones del discurso político, moldeando la conversación pública en tiempo real.
Los algoritmos priorizan la indignación sobre la reflexión, y el gobierno —como muchos actores de poder— ha aprendido a usar ese entorno para su beneficio. En lugar de persuadir, se satura; en lugar de informar, se emociona; en lugar de dialogar, se polariza.
El miedo digital no necesita censura explícita: basta con inundar las redes de ruido, burlas y desinformación dirigida contra quienes piensan distinto. Las etiquetas se convierten en armas simbólicas, y los troles, en guardianes del relato oficial.
Esta nueva fase del memorándum combina la vieja pedagogía del miedo con la lógica algorítmica de la distracción. El resultado es un ecosistema comunicativo donde la verdad importa menos que la viralidad, y donde el control ya no se impone desde arriba, sino que se reproduce entre pantallas.
Frente a ello, defender la palabra libre exige más que libertad de expresión: requiere alfabetización mediática, soberanía digital y redes ciudadanas capaces de romper la cadena del miedo en línea.
El miedo como sistema
El país vive un proceso de securitización del espacio público, donde los discursos oficiales ya no apelan tanto al orden como a la supuesta persecución y censura. Se construye una narrativa en la que el poder aparece como víctima de fuerzas que buscan silenciarlo, y donde cualquier crítica se presenta como ataque.
Estos llamados al miedo y a la polarización fabricada terminan generando prejuicios convenientes al gobierno de turno, que instrumentaliza esa tensión para fortalecer su relato y debilitar toda oposición.
En este ambiente, el miedo deja de ser una reacción y se convierte en un método de gobierno: una forma de moldear la opinión pública, cerrar espacios de diálogo y legitimar la concentración del poder.
Lo vimos con el memorándum en 2007, y lo seguimos viendo hoy en la forma en que se comunica, se legisla y se reprime la diferencia.
El legado del memorándum: una pedagogía de control
El memorándum del miedo fue más que una estrategia electoral; fue el inicio de una pedagogía política que aprendió a sustituir el diálogo por la amenaza.
Su influencia perdura porque ofrece resultados rápidos: el miedo paraliza, divide y asegura obediencia.
Lo peligroso es que esa lógica se ha vuelto transversal, compartida por distintos partidos y gobiernos, y asumida como “normalidad política”.
La ciudadanía, por tanto, enfrenta el desafío de recuperar la palabra, reconstruir la confianza y exigir transparencia frente a quienes gobiernan desde la sombra de la intimidación.